MADRID.- Cincuenta años ya y la herida de las bombas nucleares de Palomares sigue abierta, dejando atrás un reguero de secretismo y sumisión de los Gobiernos franquistas y democráticos a los intereses norteamericanos. En vísperas de la efemérides, el jefe de la diplomacia de Estados Unidos, John Kerry, firmó el pasado 19 de octubre con su homólogo español, José Manuel García-Margallo, una declaración de intenciones repleta de imprecisiones pero que, en esencia, y contando con la buena voluntad de Washington, debería permitir por fin que el área del levante almeriense contaminado por plutonio a causa de la fragmentación de dos de las cuatro bombas que cayeron tras el choque de dos aviones aquel fatídico 17 de enero de 1966 se regenere hasta recuperar su estado previo al accidente. Es decir, sin rastro de radiactividad y con los terrenos afectados aptos para cualquier uso, ya sea agrícola o urbanístico.
“Bien está lo que bien acaba”, declaró un ufano Margallo con un optimismo que ahora debe confrontarse a la prueba de acordar un acuerdo vinculante que establezca las obligaciones de cada una de las partes, incluyendo el reparto de los costos de la operación de transportar a Estados Unidos y almacenar, probablemente en Nevada, decenas de miles de metros cúbicos de tierras contaminadas por plutonio. El compromiso adoptaría la forma de un tratado internacional que habría de someterse a la aprobación del Parlamento. Su ejecución podría llevar años y, según la fórmula técnica utilizada –exportación de toda la tierra contaminada o su previa compactación en la zona para reducir el volumen- supondría costes y mecanismos diferentes.
Según afirma Rafael Moreno Izquierdo en La historia secreta de las bombas de Palomares, editado por Crítica y destinado a convertirse en una referencia imprescindible a la hora de estudiar el caso, se baraja la cifra de 640 millones de euros de coste total, de los que unos 500 millones se destinarían al almacenamiento de alta seguridad y el resto al tratamiento, compactación, empaquetamiento y transporte de los residuos. La operación podría exigir, sostiene Moreno, la construcción de una carretera especial de unos 100 kilómetros para uso de los camiones desde la zona del accidente hasta el puerto de Cartagena, desde donde embarcarían rumbo a Estados Unidos. “Y todo”, así termina el libro, “para dejar esas tierras tal y como estaban antes de las 10.22 horas del 17 de enero de 1966”.
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El halo de silencio y secretismo que ha acompañado a los hechos durante décadas impide que estos sean, incluso ahora, de conocimiento generalizado, por lo que no estará de más recordar lo que ocurrió ese fatídico y ventoso día de invierno. La fuente principal que utilizo es la obra de Moreno, cuya reconstrucción del accidente y sobre todo de sus consecuencia, se apoya en la recuperación de más de 5.000 documentos e informes que, hasta recientemente, se mantuvieron ocultos en archivos españoles y estadounidenses. El autor sostiene que ha obtenido muchas más facilidades en EE UU que en España, donde la ausencia de información oficial sobre el caso resulta clamorosa.
El 17 de enero de 1966, Palomares tenía apenas 1.000 habitantes y ni siquiera aparecía en los mapas de vuelo norteamericanos
Una referencia previa al contexto: se vivía en plena Guerra Fría, con el franquismo en su etapa desarrollista y abriéndose al exterior, pero con el régimen -con su ADN anticomunista y ansioso de reconocimiento externo-, convertido aún en un aliado incondicional de EE UU. Y con los acuerdos militares bilaterales plenamente vigentes, lo que implicaba la cesión de bases vitales para el despliegue estratégico mundial de la superpotencia y que permitían el tránsito continuo de aviones de combate norteamericanos cargados de bombas atómicas o convencionales, dentro de la rutina que hacía posible una respuesta nuclear inmediata contra la Unión Soviética en caso de conflicto.
Eso convertía a España en general y a Madrid y Zaragoza en particular –por la cercanía de las bases- en objetivos de primer orden en caso de ataque nuclear enemigo. Eso no implicó ninguna cautela especial a la hora de firmar el pacto, el 26 de septiembre de 1953, lo que refleja hasta qué extremos llegaba el ansia de Franco por superar el aislamiento del régimen.
El 17 de enero de 1966, Palomares tenía apenas 1.000 habitantes y ni siquiera aparecía en los mapas de vuelo norteamericanos, pero su emplazamiento, conocido por su forma peculiar como Roca Silla de Montar, lo convertía en uno de los lugares más idóneos del mundo para el reabastecimiento de combustible en vuelo. A las 10.22 de ese día un bombardero gigante B-52, con cuatro bombas termonucleares a bordo 75 veces más potentes que las de Hiroshima, y un avión cisterna KC-135 chocaron en pleno vuelo durante una maniobra de suministro de combustible sobre esa localidad del Levante almeriense.
Los dos aparatos quedaron destrozados y “los restos metálicos incandescentes –relata Moreno- cayeron por todo el pueblo, en las calles, en los patios, en los jardines y, sobre todo, por los campos de los alrededores. Lo verdaderamente milagroso es que no alcanzaran a ninguna persona ni animal”. Fue un milagro, dirían luego algunos vecinos, “como si Dios hubiera dirigido la caída de los fragmentos”. De lo que habría ocurrido de haber estallados alguna de las bombas nadie se atrevía siquiera a hablar, de tan espantoso que resultaba siquiera imaginarlo.
De los 11 tripulantes de los dos aviones, siete murieron calcinados y con los huesos triturados.
De los 11 tripulantes de los dos aviones, siete murieron calcinados y con los huesos triturados. Cinco de ellos fueron hallados cerca del cementerio. Los cuatro supervivientes –todos ellos del B-52-, sufrieron heridas de diversa gravedad, d e las que se recuperaron. Uno cayó y fue rescatado en tierra. Los otros tres fueron a parar al mar, empujados por el fuerte viento cuando se abrieron sus paracaídas, y fueron auxiliados por pescadores, que al menos en un par de casos, les salvaron la vida. El piloto se convirtió luego en sacerdote mormón.
Uno de los artefactos cayó al mar y fue localizado y recuperado tres meses después, con escasos daños y sin haber desprendido radiactividad. De los tres que cayeron en tierra, uno se recuperó casi intacto en el lecho del cercano río Almanzora y con su carga intacta. Hubo suerte, el paracaídas funcionó y la zona de impacto era blanda. Otra de las bombas, que se designó como número 2, se localizó al oeste de Palomares, en un cerro desértico, produjo un cráter de seis metros de diámetro y dos de profundidad y algunos de sus restos se hallaron a 90 metros de distancia. Parte del combustible nuclear se desperdigó por la zona.
La otra bomba, la número 3, cayó en lo que técnicamente era casco urbano del pueblo. Como en la 2, estalló el explosivo convencional y se produjo una fuga de plutonio.
El accidente suscitó se inmediato una grave preocupación por los efectos sobre la salud de la población de la contaminación radiológica y por los efectos negativos sobre terrenos urbanos, cultivables y baldíos que, de no ser por ese estigma, habrían multiplicado su valor durante el boom inmobiliario que estaba por llegar.
La preocupación más visible del Gobierno franquista fue que pudiese alejar de la zona a los visitantes en busca de sol y playa
Sin embargo, la preocupación más visible del Gobierno franquista fue que, pese a la campaña interior para ocultar las auténticas dimensiones del suceso, la repercusión mediática de éste en el extranjero pudiese alejar de la zona a los visitantes en busca de sol y playa, justo cuando el turismo se estaba convirtiendo en una de las principales puntas de lanza del desarrollismo y en principal fuente de divisas. De ahí, y del similar interés de EE UU por minimizar las consecuencias del incidentes, nació la idea –al parecer de la esposa del embajador norteamericano, experta en publicidad- que, hecha fotografía, ha pasado a la historia como símbolo del suceso: el baño en las aguas de la costa de Palomares del embajador y del entonces ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, que inmortalizó su bañador Meyba.
La cantidad exacta de plutonio de las dos bombas que sufrieron fugas sigue siendo un secreto, aunque se estima que se acercaba a los 10 kilos, de los que en torno a medio kilo sigue aún, 50 años más tarde, mezclados con decenas de miles de metros cúbicos de tierra e impregnando materiales y herramientas enterrados tras utilizarse en las tareas de descontaminación radiactiva emprendidas en la época. Fue un esfuerzo incompleto, sin la continuidad que debería haber sido imprescindible y que rompe el compromiso de sucesivas administraciones de Estados Unidos de regenerar la zona hasta dejarla tan limpia como antes del accidente, uno de los más graves de la historia de la energía atómica con fines militares.
Tampoco resultaron convincentes las tareas de seguimiento sanitario, y aún hoy sigue sin entregarse la totalidad de los expedientes médicos, y no se conoce con exactitud las consecuencias sufridas por las personas a causa de la sobreexposición a la radiación. El deseo de que no se conozca el montante exacto de las indemnizaciones a los afectados e incluso al estigma social puede influir en que algunos de los afectados no permitan que se conozcan sus datos.
El deseo de que no se conozca el montante exacto de las indemnizaciones a los afectados e incluso al estigma social puede influir en que algunos de los afectados no permitan que se conozcan sus datos.
También sigue sin resolverse de forma satisfactoria la cuestión de las indemnizaciones, tanto por daños físicos y psicológicos, como por pérdidas directas o por lucro cesante, ya sea por su explotación agraria o urbanística. En el momento del accidente, el Gobierno franquista dio toda clase de facilidades para que se impusiera la voluntad norteamericana, incluso cuando muchos de los vecinos se mostraron recelosos a la hora de firmar documentos que estipulasen que las indemnizaciones entregadas entonces suponían su renuncia a cualquier compensación posterior. Justo al cumplirse un año justo del suceso, la conocida como la Duquesa Roja –Isabel Álvarez de Toledo y Maura- fue detenida por convocar una manifestación “ilegal” y una marcha en autocar a Madrid para exigir justicia.
En La historia secreta de las bombas de Palomares, se exponen en detalle todos los aspectos del caso, que sería imposible resumir aquí, desde los detalles e insuficiencias del Proyecto Indalo de supervisión radiológica de la población y de la contaminación residual, hasta el silencio y la censura que han presidido la información en la etapa franquista y la democrática, hasta los esfuerzos –insuficientes- para zanjar la cuestión de los últimos Gobierno y, por supuesto, la “declaración de intenciones” de Kerry y García-Margallo. De este acuerdo, destaca Moreno que “no es firme”, que incluye la palabra “posible”, que todo dependerá de la “disponibilidad de fondos, personal y otros recursos” y que “no supone una obligación jurídicamente vinculante”.
Han pasado 50 años. ¿Caso cerrado? No. La herida todavía sigue abierta.
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