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Texto del artículo:
Trieste es una extraña
y decadente ciudad, recluida en los confines de Italia. Dice Claudio
Magris que la exposición barcelonesa que le han dedicado a él y a
su ciudad (La Trieste de Magris, en el CCCB), es la ficción
de un lugar, un decorado, y también un arca, que navega, como si
estuviéramos en los días en que el Lloyd Triestino viajaba a
la China con buques de pasajeros y mercancías, como el célebre
espresso Italia-Bombay-Shanghai. Trieste está en una lengua
de tierra de apenas cuatro kilómetros de profundidad volcada al
golfo, entre el mar y el territorio de Eslovenia a su espalda, aunque
también este pequeño país, fruto amargo de las luchas fratricidas
de Yugoslavia, tan relevante para muchos triestinos, se asoma a la
península de Istria y al mar Adriático, con apenas quince
kilómetros de costa, porque el resto de Istria pertenece a Croacia.
Sin embargo, pese a
las palabras del autor de Microcosmos, tengo la impresión de
que al escritor triestino le han montado una carpa de circo, llena de
malabaristas y acróbatas, donde él mismo oficia como maestro; una
carpa donde vemos la historia de Trieste en blanco y negro, para que
la nostalgia ajena nos alcance. Es una magnífica exposición, aunque
casi no nos enseña el enfrentamiento, la vida de sus trabajadores,
la lucha por el espacio entre sus habitantes, que ignora, no sé si
deliberadamente, que la ciudad es un espacio social, y se recrea en
una idea biologista de la urbe, como si fuera un ser,
ignorando que la ciudad es, sobre todo, el escenario de la lucha
política. Así, Trieste parece una obra de arte site-specific,
hecha para un lugar, que no puede entenderse sin un contexto que se
quiere fértil, pero que es también dramático y angustioso. Tal
vez, esa ciudad no existe, o es una sala de espera circunstancial,
que cambia y envejece, temerosa de la decadencia definitiva,
observadora del temor que atenaza a Europa.
La irrealidad de
Trieste, de la que habló el escritor Hermann Bahr, es la ficción de
esta carpa de circo, con sus diferentes espectáculos, con sus
decorados de ocasión, con sus maletas apiladas, con la voz de Magris
o de ciudadanos anónimos perdiéndose en las salas, con sus
personajes amargos o tiernos. Bajo la carpa, vemos un tranvía
cremallera que sube desde la ciudad a las colinas, sentimos la bora,
escuchamos a los desocupados parroquianos de café, imaginamos la
Piazza Unità con las motocicletas nazis de la Wehrmacht
o con los jeeps norteamericanos de posguerra, pero apenas
percibimos el ímpetu de las luchas obreras; y los amables gestores
de la muestra nos acompañan también a un paseo por el río, y, de
esa forma, Magris nos hace recorrer los meandros del Danubio, claro,
y vamos a Ulm, la de Einstein y la del sastre de Brecht; llegamos a
Mauthausen, a Budapest, a Viena; escuchando a veces la Internacional,
avistamos la Belgrado de los bombardeos de la OTAN, aunque Magris no
lo sospechase cuando la calificaba como el escenario de un “carrusel
de las desilusiones”, y no pudiese imaginar que los viejos
nacionalismos y el civilizado Occidente competirían para ahogar en
el horror a la vieja Yugoslavia de la que Belgrado es una víctima
más.
Dicen que Trieste es
un mito italiano. Es posible. La ciudad ha pasado por muchas manos, y
fue, incluso, el “Estado libre de Trieste” entre 1947 y 1954, a
semejanza de otros molestos enclaves internacionales, como Tánger, o
como el Stato libero de Fiume que forzó D’Annunzio con su
ocupación militar en 1919. El Tratado de Paz de 1919 hizo que
Trieste pasase a ser territorio italiano, abandonando la potestad de
la casa de Habsburg-Lothringen después de años de irredentismo, de
forma que se incorporó a la región italiana de Venezia-Giulia,
convirtiéndose en su capital. No fue su última transformación:
incluso se anexionó al Reich alemán en 1943. Pero Viena está
a cuatrocientos sesenta kilómetros de Trieste, de forma que casi
podemos oír los rumores de los teatros vieneses, notar el recuerdo
del imperio, atisbar los excesos de la secesión. En las
calles de Trieste se encuentran también los refugiados, los
trasvases de población, la identidad perdida de tantos istrianos, y,
además, la condición extraña de los eslovenos, croatas, alemanes,
albaneses, griegos, que permanecieron en ella.
Se ha especulado con
la condición de Trieste, con su peculiar forma de ser un “no-lugar”
(nowhere, como quieren los britanos) debido a la mezcla de
alemanes, italianos, eslavos, griegos, judíos, exagerando incluso y
llamándola el “laboratorio de Europa”, olvidando que esa
característica era propia de muchas ciudades centroeuropeas, y de
Oriente Medio, en los dos últimos siglos. El entusiasmo excesivo de
los montadores de la carpa les lleva a decirnos que Trieste es uno de
esos no-lugares, donde podemos preguntarnos si estamos en
China o Japón, tal vez en África, pero, aunque es evidente que allí
se han mezclado poblaciones, Trieste está muy lejos de parecer
Oriente, o África. Pero la dinámica Trieste que enviaba buques a
medio mundo ha cambiado mucho, y, desde los años cincuenta, la
ciudad sigue perdiendo habitantes, y no es extraño que se perciba la
decadencia.
Al entrar en la
muestra, me golpeó el viento de la ciudad, la bora, que sopla
tan fuerte que el municipio instala cuerdas en las calles para que
los ciudadanos se agarren a ellas, para no ser arrastrados hasta el
mar. Ese viento baja desde los Alpes, desde el altiplano que los
eslovenos llaman Trnovski gozd (al fin y al cabo, está en su
territorio) y los triestinos Selva di Tarnova, y se precipita
sobre sus vías; en ocasiones, llega a alcanzar ciento ochenta
kilómetros por hora. Se ha repetido muchas veces: es una ciudad de
frontera, italiana, eslava y germánica, porque cruza esos tres
mundos, puerto franco (como Fiume, Rijeka) del imperio austrohúngaro
que se convirtió en “la primera Babel de Europa”, en palabras de
Giorgio Pressburger, quien nos asegura que esa exposición es un
viaje, para sentir el cielo, y el agua del mar Adriático, y el
viento que nos arrastra.
Estamos acostumbrados
a entrar en los lugares de la ficción, y eso es este espacio que han
construido, esta carpa, este simulacro de una ciudad inexistente, con
su café y su librería, con el viento arrastrando los recuerdos del
pasado. ¿La gente y las calles de Trieste, los paisajes abruptos del
Adriático, son su pueblo Potemkin?, se interroga Magris, que se sabe
oculto, perdido, entre la gente apresurada o tranquila que se mueve,
entre los paisajes familiares, en ese punto donde tantos creen,
equivocadamente, que empieza el mundo oriental, los Balcanes y el
Turco, la tierra desconocida; tal vez, el peligro. Es una ciudad
extraña, cuyo nombre, en esloveno, Trst, no tiene ninguna
vocal y parece un palíndromo herido, agujereado como las piedras
kársticas de su costa. Cuenta, incluso, con un Orto lapidario
(un lugar con un preciso y bucólico significado para un italiano,
pero más equívoco para un argentino) de columnas, escudos e
inscripciones, e incluso con un cenotafio de Winckelmann, que, no en
vano, fue asesinado en la ciudad y su cadáver enterrado en el
cementerio de la cercana catedral de San Giusto.
Así, Magris nos
acompaña, y vamos de las piedras del Carso, trabajadas, pacientes,
casi chinas, como quiere la sabia tradición de la jardinería
oriental, a la Risiera, la arrocera atroz, y llegamos,
perdidos, a la reunión de Berlín, de 1922, tan relevante para el
psicoanálisis, donde vemos a Freud con un puro en la mano,
fotografiado junto a Sándor Ferenczi, Ernest Jones, Karl Abraham,
Otto Rank, Max Eitingon y Hans Sachs. Magris incluso nos deja ver los
dibujos de un pintor encerrado en el hospital psiquiátrico San
Giovanni, cuyos cuadros miro de forma apresurada, pasando por ese día
de febrero de 1973 en que los internos fueron a las calles de Trieste
con un caballo, y un Cavallo, azul, para pedir un lugar en el mundo.
Y vemos a Italo Svevo, que murió en un accidente de coche en 1928, y
que le prestaba dinero a Joyce, siempre en dificultades, pasándolas
magras, hablando entre ellos en el dialecto triestino, con fluidez. Y
nos acerca a la librería Antiquaria, cuyo propietario fue
Umberto Saba, o Poli, y que se reproduce bajo la carpa del circo con
estantes repletos y mesas revueltas de volúmenes, que se duplican en
los espejos, una librería de viejo que sigue abierta, para esperar
tal vez a Federico Almansi, aquel poeta amigo de Saba que se volvió
loco o, si no fue así, lo tomaron por tal encerrándolo en un
hospital psiquiátrico, o esperando a Vittorio Bolaffio, un pintor
que dejó listo el retrato de Saba.
Ese Saba (poeta como
Montale, amigo suyo, quien fue además el descubridor de Italo
Svevo), que vivía de su modesta librería de lance, y que tuvo que
abandonar Italia a causa de las leyes raciales de Mussolini cuando
era ya un hombre mayor (tenía casi sesenta años: el paisaje de la
Segunda Guerra Mundial se apoderó de sus últimos años), es uno de
los escritores que han creado el mito de Trieste. Otro de los más
relevantes, Stendhal, vino para ser cónsul en Trieste (como, en
otros lugares, lo hicieron Neruda y Paz, Morand y Saint-John Perse),
contribuyendo a la imaginería literaria de la ciudad, que llega
hasta Joyce, Magris y Wu Ming. El mismo Stendhal dejó escrito en
unas hojas sueltas que “en septiembre de 1830, fue nombrado cónsul
en Trieste; [pero] monsieur de Metternich estaba furioso por Roma,
Nápoles y Florencia y negó el exequatur.” Por esa
circunstancia, Stendhal fue enviado como cónsul francés a Civita
Vecchia, en el Estado del Papa, puesto que conservaría hasta su
muerte. Trieste lo recuerda: no hace mucho, la municipalidad promovió
el espectáculo Viaggio a Trieste: Stendhal, il carbonaro che
amava le donne. Pero es Joyce quien más ha contribuido a
la gloria literaria de Trieste, con permiso de Svevo, Saba y del
propio Magris. Joyce, doliente, se paseaba por las calles, agobiado
por su falta de recursos, se emborrachaba como un marinero hasta caer
por los suelos, construía el Ulises y, de vez en cuando,
escribía algunas cartas a Nora Barnacle que la gente de orden
tildaría después de pornográficas.
Los rincones nos
hablan de Claudio Magris, claro, y también de Italo Svevo, Umberto
Saba, Rainer Maria Rilke, James Joyce, Scipio Slataper. Dice Magris
que la ciudad es un escondite, y a mí, sin embargo, me parece un
artefacto, aunque no por eso menos atractivo. Cerca, en Duino, se
instaló Rilke en 1912, para empezar a escribir sus elegías en el
castillo de la princesa Marie von Thurn und Taxis, a quien se las
dedicó, y que, a su vez, años después, escribiría sus recuerdos
del poeta praguense. Cuando Rilke estaba en Duino, en los primeros
meses de 1912, cabalgando el palacio sobre las rocas mirando el
Adriático, Joyce vivía en Trieste, en un modesto apartamento del 32
de Via Barriera Vecchia. Podemos imaginar a Rilke bajando por
la escalera del Palladio y mirando la Dama blanca que se
adentra en el mar, mientras Joyce merodeaba por los callejones de
mala nota de Trieste. Ese palacio, que fue destruido en la gran
guerra y después reconstruido, cuenta con un búnker nazi de la
Segunda Guerra Mundial, de impresionantes galerías excavadas en la
roca, puertas blindadas devoradas por el óxido, cascos con la
svástica, insignias, condecoraciones, pistolas, en un pequeño museo
donde se muestran fotografías de los años de Hitler, y objetos de
la Wehrmacht. La huella nazi queda incluso en la playa formada
con los materiales que arrojaron durante la excavación del búnker.
Magris nos permite
curiosear por su vida, y la de Trieste. De hecho, me he sentado en su
salón, hojeando un libro, y he estado tentado de estirarme en el
sofá para esperar a Edoardo Weiss, aquel discípulo de Freud que
introdujo en Italia, desde Trieste, el mundo repentino y confuso del
psicoanálisis, a ver qué me dice. Umberto Saba cayó en sus manos
como paciente, además de otros muchos personajes inquietos de la
época, como la traductora Amalia Popper (que fue alumna de Joyce y
una de sus modelos para Molly Bloom) o Roberto Bazlen, un
insatisfecho escritor tan amante de la literatura que no llegó a
publicar nunca un libro, aunque, a su muerte, dejó una novela
inacabada en la que llevaba trabajando más de veinte años. Por lo
visto, la salita de la casa de Magris es igual que ésta, y el
curioso impertinente puede ver algunos objetos, libros, preguntarse
por su existencia con Marisa Madieri, con quien se casó en 1964, y
que murió en 1996. Madieri fue una refugiada de la Segunda Guerra
Mundial, oriunda de Fiume, Rijeka, que, de niña, acabó con su
familia en un campo de refugiados instalado en un viejo almacén de
trigo triestino.
Magris nos fuerza a
pasear entre las rocas kársticas, y nos parece oír el rumor del mar
Adriático: han traído esas enormes piedras calcáreas, agujereadas
por la acción del agua, como si fueran chinas, desde Trieste hasta
Barcelona, y por ellas pasean y sueñan algunos de los fantasmas que
la furia histórica ha desatado sobre la ciudad, desde los años de
la gran guerra hasta las luchas fratricidas de la guerra civil
yugoslava. La guerra ha pasado por aquí muchas veces, y, tal vez por
eso, la península de Istria parece una lágrima a punto de caer en
el Adriático; no en vano, al otro lado de la península se encuentra
la isla de Krk y, junto a ella, Goli Otok, donde Tito encerraba a
quienes se le oponían, entre ellos muchos comunistas. Varios miles
murieron, torturados o por el hambre. La Segunda Guerra Mundial ha
marcado la ciudad, y Magris nos acompaña también a la Risiera,
un gran edificio construido poco antes del estallido de la gran
guerra, destinado a limpiar y preparar el arroz que consumían
los triestinos. Igual que construyeron un gigantesco búnker bajo el
castillo de Duino, los alemanes crearon en 1943, en el barrio de San
Sabba, en la Risiera, un campo de concentración para agrupar
a los deportados que iban a ser enviados a los campos de exterminio.
Más tarde, incluso llegaron a levantar un horno crematorio, que es
el único que se construyó en Italia; de hecho, la Risiera se
convirtió en el único campo de exterminio nazi fuera del territorio
alemán o polaco. Entre sus paredes, los nazis torturaron hasta la
muerte, disolvieron en ácido los cuerpos de muchos prisioneros,
convirtieron a otros en humo y ceniza. Sirvió de lugar para
clasificar a los judíos que iban a ser enviados a los campos de
exterminio, y para eliminar a los partisanos: el horno crematorio,
similar a los construidos en Polonia, sirvió para deshacerse de los
cuerpos de miles de personas asesinadas.
Cuando los alemanes se
retiraron de la ciudad, quisieron destruir los hornos de la Risiera,
como en Auschwitz. Aquí, en este infierno, podríamos encontrar a
Boris Pahor, un escritor casi centenario (nació en 1913) que fue
internado en un campo de concentración nazi y cuyas experiencias
volcó en su novela Necrópolis. De ese libro es la reveladora
y atroz escena que explica por qué pudo triunfar el nazismo: dos
chicas que pasean, simulan que no ven ni oyen a seiscientos
prisioneros conducidos por los nazis que pasan encadenados por la
misma calle haciendo un ruido ensordecedor con sus zapatos de madera
que golpean el suelo. En esa indiferencia cómplice, en esa ceguera
voluntaria, creció el fascismo. También podríamos encontrar a
Gianni Stuparich, un oscuro escritor que ya conoció los campos de
concentración durante la gran guerra como prisionero del
imperio austrohúngaro, y que fue recluido en la Risiera al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, aunque fue puesto en libertad
gracias a los partisanos del Comitato di Liberazione Nazionale.
El final de la guerra fue muy complejo y confuso en Trieste. El
primer comité de la resistencia se había constituido en 1943, pero
sus miembros fueron detenidos y enviados a Dachau, donde murieron
Gabriele Foschiatti, del Partito d’Azione y Zeffirino
Pisone, del Partido Comunista. El siguiente comité se dividió por
la cuestión de si debían participar en él los guerrilleros
comunistas eslovenos, opinión que el PCI defendía y el resto de los
partidos rechazaba. Por ello, en 1945, el organismo triestino de la
resistencia, donde no participaban los comunistas, estaba aislado
dentro del Comitato di Liberazione Naciozale de la Alta
Italia, donde los comunistas jugaban un papel determinante. Para
complicar más las cosas, a diferencia del resto de Italia, al final
de la guerra no se produjo una insurrección, sino dos: una dirigida
por el Comitato di Liberazione Nazionale, CLN; y la otra, por
Unità Operaia, el
organismo de la resistencia dirigido por los comunistas. El 29 de
abril de 1945, las tropas alemanas del Gauleiter
Friedrich Rainer y del general Odilo Globocnik (un triestino que
llegó a ser general de las SS, furioso perseguidor de los judíos, y
uno de los organizadores de la solución final)
marchan hacia Austria, y, al día siguiente, el CLN comienza la
insurrección, aunque el 1 de mayo entran en la ciudad los partisanos
comunistas de Tito. En 1945, las disputas son duras. Son los días en que
Trieste vive en el terrible dilema entre la anexión a Yugoslavia o
el retorno a Italia, que se resolverá de forma provisional con la
línea Morgan, y con la ocupación anglo-norteamericana. En
el fondo del escenario, la disputa entre Londres y Washington contra
Moscú, con el mariscal Tito impulsando la revolución en toda la
región triestina. Por eso, aunque hoy se olvide, la disputa por
Trieste es la primera crisis entre los aliados de la Segunda Guerra
Mundial. Cuando los militares norteamericanos y británicos pasan a
controlar la ciudad, otorgarán el privilegio de la representación
de Trieste al CLN, en detrimento de los comunistas.
En la muestra, han
reproducido el Caffè San Marco, el establecimiento más
famoso de la ciudad, donde Magris ha escrito muchas páginas. Si se
enfila la vía Cesare Battisti, en Trieste, se ve enseguida, en el
número 18, la puerta del Caffè San Marco, que levanta el
cerrojo a las ocho de la mañana y permanece abierto hasta
medianoche, y que aquí tenemos reconstruido bajo la carpa del circo.
Me siento en una de las mesitas, donde los amables organizadores han
dispuesto obras de autores diversos, para leer un rato, e imagino el
tiempo en que conspiraban en estos veladores contra el Imperio
austrohúngaro, y falsificaban pasaportes. Cuentan que el café está
igual que en 1914, cuando lo inauguraron. Dentro, puede verse una
placa dorada, “Poeti e scrittori dell’Antico Caffè San Marco.
In onore di Joyce, Rilke, Svevo, Saba ed inoltre Voghera, Tomizza,
Weiss, e Magris, i quali, con la loro presenza, ne hanno arricchito
l’atmosfera.” Aquí se relacionaban algunos escritores, y
otros sujetos parecidos, y aunque no sabemos el flujo de su
clientela, podemos interrogarnos sobre la frecuencia de su relación,
sobre la cantidad de personas, tal vez por encima del número de
Dunbar, que interactuaban con mayor o menor provecho. Existió
también el Caffè
Garibaldi,
que frecuentaban muchos intelectuales, empezando por Saba, Svevo y
Joyce, y pervive otro café relevante en la
ciudad, el Caffè degli Specchi, en el Palazzo Stratti
sito en la Piazza Unità d´Italia. Es casi un siglo más
antiguo que el San Marco, y tiene una magnífica terraza en la plaza,
ante el mar, cubierta con toldos blancos, donde los marinos de la
Royal Navy británica instalaron su cuartel general en 1945:
parece mentira, pero los triestinos sólo podían visitarlo si eran
acompañados por un marino inglés. Los británicos estaban con los
norteamericanos de las TRUST, Trieste United States Troops: en
total, más de diez mil soldados, que, en una pequeña ciudad que no
llegaba a trescientos mil habitantes, se convirtieron en
protagonistas de la vida callejera. Finalmente, la ciudad pasó a ser
italiana en 1954.
Dice también Claudio
Magris que “sentados en el café, estamos de viaje”, y todos
sabemos que hay muchas formas de viajar. En efecto, desde aquí,
podemos trasladarnos al instante en que, el 22 de abril de 1944, dos
ciudadanos soviéticos, del Azerbeiján, pusieron una bomba en el
comedor del palacio Rittmeyer donde comían los militares alemanes
ocupantes. Murieron cinco de ellos. Los nazis reaccionaron de forma
sanguinaria: eligieron a cincuenta y un rehenes, partisanos, y los
llevaron ante el palacio. Allí, los fusilaron, y colgaron sus
cadáveres de ventanas y escaleras, en la fachada, para aterrorizar a
la población. Podemos viajar también a los últimos días de abril
de 1945, cuando los partisanos de Tito y los soldados al mando del
general británico Harold Alexander pugnaban por aumentar el
territorio bajo su control, que terminaría con el trazado de esa
línea Morgan, mientras se sucedían las ejecuciones, las
venganzas y el encarcelamiento de sospechosos de complicidad con los
nazis. También, podemos viajar para escuchar los disparos de las
tropas anglo-norteamericanas que, en 1953, dispararon a matar, a la
cabeza, contra los manifestantes triestinos que reclamaban el fin de
la ocupación aliada y el retorno de Trieste a Italia, causando una
matanza con numerosos muertos y heridos. Después, los soldados de
Infantería de la Ochenta y ocho división norteamericana y del Royal
Regiment británico ocuparon la ciudad instalando nidos de
ametralladora en muchos lugares. Eran los mismos años en que la
policía militar mandada por el general Winterton disolvía sin contemplaciones las manifestaciones de
desempleados organizadas por los comunistas.
Esa era la Trieste que
tanto atrae, y que tanto ha cambiado. En el caffè San Marco,
la corrección es grata; la cortesía, un signo de civilidad, pero la
clientela parece condenada al aburrimiento, a la sofisticada vida del
tedio inacabable en una ciudad que esconde a otra, al temor a nuevas
oleadas de refugiados, así que la extrema corrección de los
clientes lleva a echar en falta un cierto riesgo, alguna acción
ideada por gente como Jeff Stark, editor de Nonsense NYC, que
lleva a los ociosos y a los artistas inquietos a cenas secretas en
lugares imposibles, o a subterráneos siniestros en estaciones de
metro abandonadas, como hizo en The Underbelly Project. Pero
todo eso son delirios de alguien que observa el miedo y la parálisis
de Europa, de Italia, de Trieste. Escucho a un visitante, sentado en
una de las mesitas —mientras sostiene entre las manos Alamut,
de Vladimir Bartol, aquel triestino esloveno preocupado por la secta
de los asesinos—: “cuando todo te da miedo, es que te has
hecho viejo”, como si lo dijese pensando en la ciudad de Magris, y
en Italia; y, mirando distraído algunos libros, me doy cuenta de que
en el café, escuchamos a Svevo, o Ettore Schmitz, que trabajó
durante toda su vida en una fábrica de barnices industriales, la
Veneziani, y que, mientras tanto, seguía cultivando su pasión
por las palabras, por la literatura, y que conoció a Joyce, siempre
a punto de caer en la miseria, con quien le unió una gran amistad.
Ese Svevo, en La conciencia de Zeno, dejó escrito: “Lo
recuerdo todo, pero no entiendo nada”, como si estuviera hablando
de Trieste, y de Europa.
Sentado en este Caffè
San Marco mirando los naufragios europeos —Kosovo, por
ejemplo—, hojeo los libros de los veladores. Y pienso en Blanqui,
vayan a saber por qué; tal vez por la Comuna, aunque, con más
probabilidad, por su panfleto Instrucción para tomar las armas,
y por su libro La eternidad a través de los astros, donde
conjetura la idea de mundos paralelos, porque, cree, si el tiempo y
el universo son infinitos, también lo serán los mundos posibles, de
tal forma que, aplicada a esta ciudad de Magris, la historia de
Trieste que conocemos no sería la única posible, como hoy nos
parece, y encontraríamos otros destinos con los mismos personajes
convertidos en otros: un Joyce sin penurias, sin temor a la ceguera;
un Svevo esquivando la muerte; unos partisanos izando la bandera roja
en la Piazza Unità d´Italia. Pero esta Trieste que Magris
nos ha enseñado se encierra en sí misma, y parece no creer en otros
mundos factibles. Un siglo de luchas y certezas con italianos,
eslavos y germánicos, para acabar formando parte de la misma vieja
Europa, que, además, ignora hacia dónde va. Veo que, bajo la carpa
del circo, existe una ciudad falsa, que se esconde entre las calles
de Trieste; una ciudad sospechosa, atada a las penurias y delirios de
Joyce, a la inquietud de Saba, a la confusión idiomática y al rigor
burocrático de Svevo, al horror de la Risiera, a la
tolerancia religiosa pero también al recuerdo de las leyes raciales
de Mussolini, al amanecer luminoso del Adriático, al temor de las
guerras balcánicas, al desasosiego por el porvenir de Europa, y me
doy cuenta de que, en realidad, no estamos bajo la carpa de un circo
sino en una sala de espera para atisbar el futuro que se acerca,
guardando nuestros miedos, recordando los proyectos fallidos,
soportando la fatiga, esperando que alguien nos indique.
*Publicado originalmente en El Viejo Topo.
Artículo de www.profesionalespcm.org insertado por: El administrador web - Fecha: 29/10/2011 - Modificar
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Actualizado a 12/09/25
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