LITERATURA
Domingo, 1 de septiembre de 2002 |
La
Costa de la Utopía
MARIO VARGAS LLOSA
La noción de intelligentsia nació en Rusia, en el siglo
XIX, para designar a una generación de intelectuales comprometidos
con la modernización de su país y convencidos de que ella se llevaría
a cabo a través de ciertas ideas provenientes de la filosofía, la
literatura y la historia que, así como habían sacado a Europa
occidental del oscurantismo, el despotismo y el atraso, en Rusia pondrían
fin a la servidumbre del campesinado, el autoritarismo de los zares y
la falta de justicia y libertad. Dos libros, entre otros, han descrito
la odisea intelectual y las vidas trágico-heroicas de la intelligentsia
rusa decimonónica, Russian Thinkers, de Isaías Berlin, y The
Romantic Exiles, de E. H. Carr, y es una suerte para el teatro
contemporáneo que el dramaturgo inglés Tom Stoppard los leyera, pues
de este encuentro ha resultado la trilogía épica La Costa de la
Utopía (nueve horas de duración y más de cuarenta personajes),
que se representa ahora en el National Theatre, de Londres, en una
soberbia puesta en escena de Trevor Nunn. Todas las obras de Stoppard, además de una fiesta de la ironía y
la destreza, son un despliegue de la inteligencia, algo que a los
espectadores ingleses, distintos en esto de los franceses, provoca
siempre incomodidad. En la tierra de Shakespeare, exhibir demasiada
lucidez intelectual y preocupación por las ideas es tenido por una
falta de educación. Pero al autor de Jumpers y Travesties
se lo perdonan, pues Stoppard compensa esas desviaciones con un humor
incandescente, una ironía serpentina y juegos de ingenio y de palabra
que parecen quitar reciedumbre y fuego a las preocupaciones morales y
políticas que asoman en todas sus obras. Sólo parecen, porque, en
verdad, no hay hoy en Europa un dramaturgo que haya dado al teatro de
ideas -expresión discutible, pues sugiere que se trata de un teatro
desencarnado y sin vida- el vigor y la audacia con que, en cada una de
sus obras, lo enriquece Stoppard. Y en ninguna otra de manera tan ambiciosa como en este carrusel por
el que desfilan, con sus sueños mesiánicos y sus aventuras románticas,
sus polémicas y enemistades, sus tragedias familiares y fracasos políticos,
ante el telón de fondo de la miríada de campesinos de las estepas
embrutecidos por la explotación, los campos siberianos donde se
pudren en vida los disidentes y la apolillada corte imperial, ese puñado
de intelectuales que aprenden alemán y francés como si en ello les
fuera la vida, leen ávidamente y pasan las noches en blanco
discutiendo a Kant y a Fichte, a Hegel y a Schelling y hasta en las
lacrimosas novelas de George Sand (cuando esquivan la censura del Zar)
creen encontrar los explosivos que los ayudarán a dinamitar esa
ciudadela de anacronismo autoritario y supersticioso en que se hallan
confinados y a hacer de Rusia una sociedad moderna y libre. Los héroes de la primera obra del tríptico, Viaje, son un
joven aristócrata, Mijaíl Bakunin, harto del Ejército donde lo ha
metido su padre, hambriento de lecturas y de acción, simpático,
brillante, inescrupuloso y de una temeridad ilimitada, cuyas proezas
por el momento sólo tienen por escenario los salones elegantes de San
Petesburgo y la finca familiar de Premukhino (de quinientos siervos) y
un crítico literario, el humilde e iluminado Vissarion Belinski, para
quien el camino de la salvación rusa pasa, no por la civilizada
Europa Occidental como sostienen sus amigos, sino por la literatura
que los escritores rusos, siguiendo el ejemplo de Pushkin y de Gogol,
deberán crear en el futuro, inspirándose en las crudas realidades
rurales y urbanas de su propia sociedad. El personaje de Belinski que
ha compuesto Stoppard es fascinante: sobreviviendo a duras penas a la
miseria, los pulmones roídos por la tuberculosis, sus artículos y
ensayos circulando con dificultades sobrehumanas debido a la censura
que una tras otra cierra las publicaciones que los imprimen, su fe en
la fuerza revolucionaria de la literatura para cambiar la vida y
mejorar a los seres humanos es contagiosa y lo convierte en el centro
de la atención y de la polémica en todos los lugares donde
comparece, con sus atuendos miserables y su palabra centellante, su
integridad y su inocencia a flor de piel y las feroces diatribas con
que pulveriza todo aquello que odia: la frivolidad y el acomodo, las
trampas intelectuales y la autocomplacencia. De una manera difícil de
explicar, sentimos que sin esa élite de lectores educados por las
ideas de un Belinski en torno al poder revulsivo de la literatura
sobre el espíritu y la historia, difícilmente hubieran sido posibles
no sólo Gogol y Pushkin; también un Chéjov, un Dostoyevski, un
Tolstoi. Si en Viaje la tensión del debate entre los intelectuales
rusos separa a los europeístas tipo Bakunin, Turgeniev y Nikolai
Ogarev de los eslavistas como Belinski, en las dos obras siguientes, Naufragio
y Salvamento, la polémica es todavía más áspera e irá
creando un abismo que se ahondará a lo largo del siglo, entre
revolucionarios y reformistas, o, tal vez, más justamente, entre los
grandes utopistas tipo Mijaíl Bakunin y Karl Marx -aún no enemigos-,
seguros de que la historia tiene unas leyes inexorables que ellos han
descubierto y que conducirán a la humanidad, luego del cataclismo
final entre las clases adversarias o entre el poder y sus víctimas,
al Paraíso -donde la historia cesará- y los moderados o gradualistas
como Alexander Herzen e Ivan Turgeniev, para quienes la historia no
está escrita ni tiene leyes, y por eso el progreso real, el único
posible, es el parcial y progresivo, el que se construye a diario, a
veces con retrocesos y siempre con zig-zags, mediante consensos,
pactos, acuerdos, concesiones y un espíritu pragmático y realista
que antepone los seres de carne y hueso, los de aquí y de ahora, a
las grandes categorías abstractas, empezando por la insidiosa de la
'humanidad futura' con la que los fanáticos justifican los crímenes
políticos. El héroe de estos dos otros frescos del trítptico que forman La
Costa de la Utopía es Alexander Herzen, a quien los libros de
historia recuerdan como el fundador del 'populismo socialista' ruso,
expresión que se presta a las mayores confusiones, pues la palabra
'populista' es hoy sinónimo de demagogia e irresponsabilidad, en
tanto que Herzen (1812-1870) encarnó exactamente lo contrario.
Socialista sí lo fue, pero no en el sentido que tuvo la palabra en el
siglo XIX, sinónima de revolucionario, sino, de manera anticipatoria,
en el que adquiriría sólo cien años más tarde, cuando, diferenciándose
cada vez más del comunismo, se identificaría con la cultura democrática
y optaría por la vía electoral, el pluralismo y, en nuestros días,
por la economía de mercado. Eso es lo que fue Herzen: un socialista
liberal, en una época en que ambos términos parecían repelerse con
todas sus fuerzas, como encarnizados enemigos. Él, sin embargo, se empeñó, contra la corrección política
entronizada en su tiempo, a sabiendas de que su empeño era poco menos
que una quimera y que lo haría víctima de los peores malentendidos e
injusticias, en defender aquella opción que rechazaban con el mismo
desprecio Marx, Bakunin, los nihilistas, y todas las variedades y
matices de la utopía: la de una reforma que, desde un primer momento,
salvaguardara la libertad de los individuos concretos, que preservaría
no sólo los contenidos sino también las formas de la legalidad (pues
de otro modo la justicia sería un mero simulacro) y que no aceptaría
jamás el sacrificio sangriento de la generación presente en nombre
de una supuesta felicidad futura ni la suspensión de los valores
democráticos en razón de una inverificable eficacia. Con Herzen, Bakunin, Turgeniev y otros exiliados rusos, La Costa
de la Utopía sale de Rusia y viaja por Alemania, Francia, Suiza,
Italia, Inglaterra, compartiendo con aquellos las ilusiones con que
viven el estallido de las revoluciones burguesas de 1848 y la
frustración que les provoca su fracaso y el triunfo de la
contrarrevolución que a varios de ellos, como a Bakunin, los llevaría
a peregrinar por las mazmorras políticas de media Europa, hasta
terminar en Siberia, de donde vemos al anarquista evadirse años después,
y, luego de recorrer medio mundo, arribar a Londres a casa de su amigo
Herzen, con el espíritu incombustible, ¡y pidiendo ostras! Descrita de esta manera sucinta podría parecer que la obra de
Stoppard no sale del plano ideológico y político. Nada de eso. Uno
de sus mayores aciertos es la continua rotación de la historia de los
debates de ideas y los grandes asuntos públicos, a la vida privada de
los personajes, incluso a los dominios más secretos de la intimidad
de algunos de ellos, de manera que el espectador nunca tiene la
impresión de que los protagonistas sean meros testaferros abstractos
de las ideas que defienden, sino, en todo momento, individuos de carne
y hueso viviendo un problema personal. El Herzen de Stoppard,
inspirado tanto en el histórico como en el que recrearon Isaías
Berlin y E. H. Carr, quedará como uno de los más seductores y
delicados personajes del teatro de nuestros días, una figura cuya
finura y sensibilidad de héroe chejoviano se agiganta sin embargo por
la firmeza de sus convicciones, su vocación de servicio público y su
generosidad sin límites para abrir su bolsa y su hogar a todos los
disidentes y exiliados, incluidos sus peores adversarios. La grandeza
de Herzen no se debe sólo a su lucidez, a su valentía para oponerse
a la violencia como instrumento de acción política, a sus esfuerzos
para mantener vivo el diálogo con quienes discrepa. También, a la
entereza con que supo afrontar las terribles desgracias familiares que
jalonaron su vida -el engaño de que lo hizo víctima su mujer, con un
exiliado político al que él ayudaba, la muerte de su madre y de su
hijo en un naufragio, la desaparición temprana de Natalie, la
terrible sensación de desperdicio y de fracaso que lo atormentó
todos los años del interminable exilio- y que nunca consiguieron
erosionar su fe en la causa que defendía ni la esperanza de que, pese
a todas las evidencias en contrario de la historia inmediata, Rusia
vería llegar un día la hora de la libertad. El teatro es un arte de composición y de colaboraciones múltiples.
El texto dramático más admirable -éste lo es, como pocos de los últimos
años- puede quedar convertido en una birria por culpa de un montaje
torpe y unos actores inadecuados. La puesta en escena de Trevor Nunn,
los decorados y vestuario de William Dudley, y la actuación del
elenco (sobre todo las de Stephen Dillane en el papel de Herzen y de
Will Keen en el de Belinski) son tan ricos y sacan tanto partido de La
Costa de la Utopía que las nueve horas del espectáculo
literalmente pasan como un fuego fatuo. El embeleso y la hechicería
son tan poderosos que, después de vivir la experiencia, cuesta
trabajo decidir dónde está uno, cuál es la verdadera realidad que
pisa, si la del Londres lluvioso en cuyo cielo pestañean unos
irreales avisos fluorescentes y una muchedumbre de fantasmas con
paraguas y sin caras se pasea a las orillas de un Támesis invisible,
o la atronadora y fascinante que martillea aún en la memoria -en los
oídos y las pestañas-, de esos seres soliviantados por la urgencia
de cambiar la historia que sueñan, discuten, sufren, pelean y deliran
en un mundo exultante donde las pasiones y las ideas tienen furia, música
y color. ¿Cómo no dar la razón a Vissarion Belinski y aullar con él
que la literatura es la expresión más sobresaliente de la vida, su
mejor valedora?. |
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