ESTADOS UNIDOS continúa atacando Irak
Terrorismo y armas de destrucción masiva
Alberto Piris
El mundo vive estos días asustado por un nuevo fantasma: las llamadas
armas de destrucción masiva (ADM). Se las supone en manos perversas,
como instrumentos capaces de producir explosiones nucleares o
aniquilar la vida humana con sustancias químicas letales o gérmenes
biológicos de inconcebible malignidad. Se exageran las amenazas a
partir de ciertos sucesos reales de índole presuntamente terrorista:
ataque con gas tóxico en el metro de Tokio o envío de sobres con
ántrax en EEUU. Quizá convenga tener algo atemorizada a la opinión
pública, y para ello nada mejor que recurrir al impreciso pero
amedrentador concepto de las armas de destrucción masiva.
¿Cuándo un arma es de destrucción masiva? Aunque no existe definición
oficial, es aceptable responder así: cuando mata a muchas personas o
destruye muchos objetos. El término es, pues, relativo. En la época
de los fusiles tiro a tiro, la ametralladora fue un arma de ese tipo.
Luego dejó de serlo. La primera bomba atómica, que cayó sobre
Hiroshima, también lo fue, pero después se fabricaron armas nucleares
mil veces más destructivas, que hicieron pequeña a su predecesora.
La relatividad del término también se refiere a las condiciones del
enemigo atacado: una ametralladora es una ADM frente a una masa
humana provista solo de lanzas y espadas. Por último, se define
también en función del número de víctimas causadas: un paquetito con
esporas de ántrax puede matar a miles de personas. Con lo que
llegamos a los dos tipos más aterradores de ADM: las químicas y las
biológicas.
Su empleo no es en absoluto moderno. El envenenamiento de los pozos y
el lanzamiento con catapultas de cadáveres apestados por encima de
las murallas de una ciudad asediada son viejos procedimientos de
guerra. Antiguas armas químicas y biológicas que no han inventado los
terroristas del siglo XX. Los caballeros cristianos del medievo no
sentían repugnancia por esos procedimientos bélicos.
Las armas bacteriológicas, aun de modo involuntario, ayudaron a
España a conquistar el Nuevo Mundo. Cuando Colón pisó sus tierras,
Europa había sido ya arrasada en varias ocasiones por epidemias de
viruela, peste bubónica, gripe, sarampión, fiebre amarilla, tifoidea
y otras. Las poblaciones nativas americanas no conocían esas plagas y
carecían de inmunidad natural. Con los primeros barcos que tocaron
tierra entraron virus y bacterias, además de la fiebre del oro, el
fanatismo religioso, las armas blancas y de fuego: apareció, como
consecuencia, la muerte "masiva".
El caso de la isla Española (repartida hoy entre Haití y la República
Dominicana), bien documentado, es estremecedor. Su población
original, que según las fuentes más fiables era de unos pocos
millones, se redujo a la mitad en los primeros cuatro años después de
la conquista. En 1508 quedaban menos de 100.000 habitantes
aborígenes. Según Fray Bartolomé de las Casas, hacia 1535 "la
enfermedades contagiosas, unidas a la esclavitud, la opresión y el
hambre, habían exterminado a toda una etnia en 43 años. Un etnocidio
de libro. Y un caso terrible de destrucción masiva, aunque no fue el
único. Exploradores españoles que en años posteriores recorrieron el
Caribe, Centroamérica y América del Norte registraron, extrañados,
los pueblos abandonados y la poca exactitud aparente de crónicas
anteriores que hablaban de pujantes concentraciones humanas.
El Imperio Británico fue más cruel que el español, del que no hay
pruebas de que utilizara deliberadamente la guerra biológica. El
general Amherst, en abril de 1763, reflexionaba: "¿No podríamos idear
el modo de enviarles la viruela a esas tribus indias desafectas?
Deberíamos recurrir a cualquier estratagema para dominarlas. Haríamos
bien en intentar infectar a los indios utilizando mantas para
exterminar esa raza execrable". Está probado, también, el aumento de
suicidios entre los cherokees cuando contemplaban sus rostros
estragados por la viruela en los espejos que los comerciantes blancos
les vendían: ejemplo de combinación magistral de dos tipos de guerra:
la psicológica y la biológica.
Un elemento esencial de la guerra biológica es dificultar su
curación. Los guerreros apaches cayeron víctimas de la tuberculosis.
Lejos de permitirles regresar a sus tierras secas y altas del
Suroeste ?donde entonces se acostumbraba a curar la enfermedad?,
fueron forzados a moverse por las tierras frías y húmedas del Norte,
lo que aceleró los efectos de la epidemia.
La religión, en varios casos, contribuyó a empeorar las cosas. Cuando
los powhatan fueron aniquilados casi totalmente por la viruela, el
gobernador de Plymouth registró en su diario: "... los nativos están
casi todos muriendo de viruela, con lo que el Señor ha confirmado
nuestra propiedad de estas tierras". La muerte de los nativos, pues,
no era una trágica consecuencia de la llegada de los invasores, sino
el destino ineludible de un pueblo pagano que volvía la espalda al
verdadero Dios.
Una vez más, los conceptos nos son presentados de modo confuso. Las
armas, sean o no de destrucción masiva, sólo son execrables cuando
están en manos de los demás. Utilizadas por los buenos, en contra de
los malos, siempre encontrarán elaboradas e hipócritas
justificaciones para su empleo.
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