ESTADOS UNIDOS continúa atacando Irak

Irak: El pueblo armado
Carlo Frabetti
Gara

14 de noviembre del 2003

La última vez que estuve en Irak, en enero de este año, lo que más me impresionó
­y no sólo a mí: todas las personas que estuvimos allí durante las semanas
previas a la invasión coincidimos en este punto­ fue la sensación de absoluta
normalidad que se respiraba en las calles, en los mercados, en la universidad...

Algunos medios occidentales dijeron entonces que el Gobierno iraquí engañaba a
la población negando o minimizando el riesgo de ataque, para evitar que cundiera
el pánico o que se pro- dujeran reacciones de apoyo a los invasores. Nada más
falso. Los iraquíes tenían muy claro lo que iba a pasar y por qué. Fueran o no
leales a Sadam, sabían que los mismos criminales que los habían sometido a un
embargo genocida que en doce años había matado a casi dos millones de personas
(la mayoría niños), los mismos canallas que habían bombardeado 30.000 escuelas y
sembrado el país de uranio empobrecido, que habían destruido las plantas
potabilizadoras de agua y las centrales eléctricas para «devolver a Irak al
siglo XIX», según palabras textuales del Pentágono, iban a invadirles para
robarles el petróleo y hacerse con el control estratégico de la zona, con el vil
pretexto de neutralizar una amenaza inexistente mediante una masacre
«preventiva». Tan claro lo tenían los iraquíes, que en todos los hogares había
reservas de víveres para varios meses, y estaban cavando pozos en los patios de
las casas para asegurarse el suministro de agua. Y había ­hay­ siete millones de
armas repartidas entre la población. (Dicho sea de paso, un gobierno que teme a
su pueblo, que piensa que puede apoyar a un ejército invasor, no deja siete
millones de armas en manos de los civiles).

¿Por qué, entonces, ofreció Bagdad tan escasa resistencia? ¿Por qué sus
defensores no hicieron algo tan obvio y tan fácil como volar los puentes del
Tigris para cerrarles el paso a los tanques estadounidenses? Muy sencillo:
porque si los bagdadíes hubieran impedido la entrada de las tropas enemigas,
habrían seguido bombardeándolos y masacrando a la población civil hasta destruir
todo conato de resistencia. Los invasores habían dejado bien claro que no tenían
ningún problema en lanzar sus criminales bombas de fragmentación sobre mercados
y barrios residenciales para «ablandar» a la población; ni siquiera descartaban
la posibilidad de usar armamento nuclear. De modo que los iraquíes hicieron lo
único que podían hacer para neutralizar a la aviación estadounidense (que, por
ahora, no se atreve a bombardear a sus propias tropas): dejar entrar los tanques
en Bagdad y dar entonces comienzo a la verdadera guerra, la guerra de guerrillas
(hasta ese momento, el mero hecho de hablar de guerra era un insulto a la razón:
cuando el ejército más poderoso ­y más cobarde­ de todos los tiempos bombardea
masiva e indiscriminadamente un país sin defensas antiaéreas, solo cabe hablar
de atropello y de infamia).

La guerra empezó el día que Bush anunció su final (la verdad suele coincidir con
lo contrario de lo que dicen los canallas que gobiernan el mundo), y no
terminará hasta que los invasores, sus cómplices, sus comparsas y sus tontos
útiles se hayan ido de Irak con el rabo entre las piernas. Como se fueron de
Vietnam, y por análogas razones. (Hay claras diferencias entre la guerra de
Vietnam y la de Irak; la más evidente, de carácter geográfico y demográfico, es
que en el segundo caso la resistencia adopta las tácticas de la guerrilla
urbana; la más importante, que ahora el Gobierno estadounidense y las
multinacionales que lo controlan se juegan mucho más que en Vietnam, tanto en el
terreno económico como en el político y en el estratégico- militar, por lo que
presumiblemente se aferrarán con uñas y dientes a la presa. Pero en lo
fundamental ambas situaciones son paralelas, y la heroica resistencia del pueblo
iraquí, apoyada por las fuerzas antiimperialistas de todo el mundo y por la
creciente oposición interna estadounidense, acabará infligiendo a los invasores
una derrota memorable).

La vieja máxima revolucionaria «El pueblo unido jamás será vencido» es, por
desgracia, una regla con muchas excepciones, por más que exprese una verdad
profunda y universal. Pero hay una variante que nunca falla, que no puede
fallar: «El pueblo armado jamás será aplastado». Los cubanos lo saben bien, y
por eso llevan cuarenta años riéndose en las barbas del Tío Sam. Lo sabían los
vietnamitas, y se lo demostraron incluso a los más escépticos. Lo saben los
palestinos, lo saben los guerrilleros de Hezbolá (que alternan la lectura del
Corán con la de Gramsci), lo saben los zapatistas, lo saben los bolivarianos. Y,
por supuesto, lo saben los iraquíes. Y tienen siete millones de armas.


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