IMPERIO
Michael Hardt -
Antonio Negri
Traducción: Eduardo
Sadier
De la edición de Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 2000
CONTENIDO
Prefacio
Parte 1 La Constitución Política del Presente
1.2. Orden Mundial
1.2. Producción Biopolítica
1.3. Alternativas dentro del Imperio
Parte 2 Pasajes de Soberanía
2.1. Dos Europas, Dos Modernidades
2.2. Soberanía del Estado-nación
2.3. Las dialécticas de la Soberanía Colonial
2.4. Síntomas de Pasaje
2.5. Poder en Red: La Soberanía de U. S. y el Nuevo Imperio
2.6. Soberanía Imperial
INTERMEZZO: CONTRA – IMPERIO
Parte 3 Pasajes de Producción
3.1. Los límites del Imperialismo
3.2. Gobernabilidad Disciplinaria
3.3. Resistencia, Crisis, Transformación
3.4. Posmodernización, o la Informatización de la Producción
3.5. Constitución Mixta
3.6. Soberanía Capitalista, o Administrando la Sociedad Global de Control
Parte 4 Declinación y Caída del Imperio
4.1. Virtualidades
4.2. Generación y Corrupción
4.3. La Multitud contra el Imperio
Cada herramienta es un arma si la sostienes con firmeza.
Ani
DiFranco
Los hombres luchan y pierden la batalla,
y aquello
por lo que peleaban llega, pese a su derrota,
y luego ya
no parece ser lo que creían, y
otros hombres deben luchar por lo que creen,
bajo otro nombre.
WilliamMorris
Prefacio
El Imperio se está materializando ante nuestros ojos. Durante las últimas décadas, mientras los regímenes coloniales eran derrocados, y luego, precipitadamente, tras el colapso final de las barreras soviéticas al mercado capitalista mundial, hemos sido testigos de una irresistible e irreversible globalización de los intercambios económicos y culturales. Junto con el mercado global y los circuitos globales de producción ha emergido un nuevo orden, una nueva lógica y estructura de mando –en suma, una nueva forma de soberanía. El Imperio es el sujeto político que regula efectivamente estos cambios globales, el poder soberano que gobierna al mundo.
Muchos sostienen que la globalización de la producción capitalista y el
intercambio significa que las relaciones económicas se han vuelto más autónomas
de los controles políticos, y que, consecuentemente, ha declinado la soberanía
política. Algunos celebran esta nueva era como la liberación de la economía capitalista
de las restricciones y distorsiones que las fuerzas políticas le habían
impuesto, otros se lamentan por el cierre de los canales institucionales a
través de los cuales los trabajadores y ciudadanos podían influir o responder a
la fría lógica de la ganancia capitalista. Ciertamente es verdad que, frente al
proceso de globalización, la soberanía de los Estados-naciones, aunque aún es
efectiva, ha declinado progresivamente. Los factores primarios de la producción
y el intercambio –dinero, tecnología, gente y bienes– se mueven con creciente
facilidad a través de los límites nacionales; por lo que el Estado-nación posee
cada vez menos poder para regular estos flujos e imponer su autoridad sobre la
economía. Incluso los Estado-nación más poderosas ya no pueden ser consideradas
como autoridades supremas y soberanas, tanto fuera como dentro de sus propias
fronteras. La declinación de la soberanía de los estados-naciones, sin embargo,
no significa que la soberanía como tal haya declinado.(1).
De un extremo a otro de las transformaciones contemporáneas, los controles
políticos, las funciones del Estado y los mecanismos regulatorios han
continuado dirigiendo el reino de la producción económica y social y del
intercambio. Nuestra hipótesis básica es que la soberanía ha tomado una nueva
forma, compuesta por una serie de organismos nacionales y supranacionales
unidos bajo una única lógica de mando. Esta nueva forma global de soberanía es
lo que llamamos Imperio.
La soberanía declinante de las naciones-estado y su progresiva
incapacidad para regular los intercambios económicos y culturales es, de hecho,
uno de los síntomas principales de la llegada del Imperio. La soberanía del
Estado-nación fue la piedra basal de los imperialismos que las potencias
Europeas construyeron durante la Era Moderna. Por “Imperio”, sin embargo,
entendemos algo diferente de imperialismo”. Los límites definidos por el
moderno sistema de Estados-naciones fueron fundamentales para el colonialismo
europeo y la expansión económica: los límites territoriales de la nación
delimitaron el centro de poder desde el cual se ejerció el mando sobre
territorios externos y ajenos, por medio de un sistema de canales y barreras
que, alternativamente, facilitaron u obstruyeron los flujos de producción y circulación.
El imperialismo fue realmente una extensión de la soberanía de los
Estados-nación europeos más allá de sus fronteras. Eventualmente casi todos loe
territorios del mundo podían ser parcelados, y todo el mapa mundial podía ser
codificado en colores europeos: rojo para los territorios británicos, azul para
los franceses, verde para los portugueses, etc. Adonde se afianzara la moderna
soberanía, construía un moderno Leviatán que reproducía su dominio social e
imponía fronteras territoriales jerárquicas, tanto para vigilar la pureza de su
propia identidad como para excluir cualquier otra distinta.
El pasaje al Imperio emerge del ocaso de la moderna soberanía. En
contraste con el imperialismo, el Imperio no establece centro territorial de
poder, y no se basa en fronteras fijas o barreras. Es un aparato de mando
descentrado y deterritorializado que incorpora progresivamente a todo el reino
global dentro de sus fronteras abiertas y expansivas. El Imperio maneja
identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales por medio de
redes moduladoras de comando. Los diferentes colores del mapa imperialista del
mundo se han unido y fundido en el arco iris imperial global.
La transformación de la geografía moderna imperialista del mundo y la
realización del mercado mundial señalan un pasaje dentro del modo capitalista
de producción. Más aún: la división espacial de los tres Mundos (Primero,
Segundo y Tercer Mundo) se ha entremezclado de modo tal que hallamos
continuamente al Primer Mundo en el Tercero, al Tercero en el Primero, y al
Segundo, en verdad, en ningún lado. El capital parece enfrentar a un mundo
suavizado – o, realmente, un mundo definido por nuevos y complejos regímenes de
diferenciación y homogeneización, deterritorialización y reterritorialización.
La construcción de los pasajes y límites de estos nuevos flujos globales ha
estado acompañada por una transformación de los propios procesos productivos
dominantes, con el resultado que el rol del trabajo fabril industrial ha sido
reducido y la prioridad otorgada al trabajo cooperativo, comunicacional y
afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de riqueza
tiende cada vez más hacia lo que denominamos producción biopolítica, la
producción de la misma vida social, en la cual lo económico, lo político y lo
cultural se superponen e infiltran crecientemente entre sí.
Muchos ubican a la autoridad última que gobierna el proceso de
globalización y del nuevo orden mundial en los Estados Unidos. Los que
sostienen esto ven a los Estados Unidos como el líder mundial y única
superpotencia, y sus detractores lo denuncian como un opresor imperialista.
Ambos puntos de vista se basan en la suposición de que los Estados Unidos se
hayan vestido con el manto de poder mundial que las naciones europeas dejaron
caer. Si el siglo diecinueve fue un siglo británico, entonces el siglo veinte
ha sido un siglo americano; o, realmente, si la modernidad fue europea,
entonces la posmodernidad es americana. La crítica más condenatoria que pueden
efectuar es que los Estados Unidos están repitiendo las prácticas de los viejos
imperialismos europeos, mientras que los proponentes celebran a los Estados
Unidos como un líder mundial más eficiente y benevolente, haciendo bien lo que
los europeos hicieron mal. Nuestra hipótesis básica, sin embargo, que una nueva
forma imperial de soberanía está emergiendo, contradice ambos puntos de vista.
Los Estados Unidos no pueden, e, incluso, ningún Estado-nación puede hoy,
constituir el centro de un proyecto imperialista. El imperialismo ha concluido.
Ninguna nación será líder mundial, del modo que lo fueron las naciones modernas
europeas.
Sin embargo, los Estados Unidos ocupan un lugar privilegiado en el
Imperio, pero este privilegio deriva no de sus similitudes con las viejas
potencias imperialistas europeas, sino de sus diferencias. Estas diferencias
pueden reconocerse claramente en las bases propiamente imperiales (no
imperialistas) de la constitución de los Estados Unidos, y por “constitución”
queremos decir tanto la constitución formal, el documento escrito junto con sus
variadas enmiendas y aparatos legales, y la constitución material, es decir, la
continua formación y re-formación de la composición de sus fuerzas sociales.
Thomas Jefferson, los autores de El Federalista, y los otros miembros
fundadores de los Estados Unidos fueron todos inspirados por el antiguo modelo
imperial; todos ellos creían que estaban creando al otro lado del Atlántico un
nuevo Imperio, de fronteras abiertas y expansivas, donde el poder estaría efectivamente
distribuido en redes. Esta idea imperial ha sobrevivido y madurado a través de
la historia de la constitución de los Estados Unidos, y ha emergido ahora en
una escala global, en su forma plenamente realizada.
Debemos enfatizar que aquí utilizamos la palabra “Imperio” no como una
metáfora, que requeriría demostrar las semejanzas entre el mundo actual y los
Imperios de Roma. China, las Américas y demás, sino como un concepto, que pide
primariamente un acercamiento teórico(2). El concepto de Imperio se
caracteriza fundamentalmente por una falta de fronteras: el mando del Imperio
no tiene límites. Primero y principal, entonces, el concepto de Imperio incluye
a un régimen que, efectivamente, abarca a la totalidad espacial, o que,
rnaundoinguitoriaadoncep se prescomo un régimen histórico originado en la
conquista, sila conquista, sila conquista, sila conquista, sila conquista, sila
conquista, sila conquista, sila conquista, sila conquista, sino como un orden
que, efectivamente, suspende la historia, y así fija el estado existente para
la eternidad. Desde la perspectiva del Imperio este es el modo en que serán
siempre las cosas, y el modo en que siempre debió ser. El Imperio presenta su
mando no como un momento transitorio en el movimiento de la historia, sino como
un régimen sin límites temporales, y, en este sentido, fuera de la historia, o
en el fin de la historia. Tercero, el mando del Imperio opera sobre todos los
registros del orden social, extendiéndose hacia abajo, a las profundidades del
mundo social. El Imperio no sólo maneja un territorio y una población, sino que
también crea al mundo que habita. No sólo regula las interacciones humanas,
sino que también busca, directamente, regir sobre la naturaleza humana. El
objeto de su mando es la vida social en su totalidad, y por esto el Imperio
presenta la forma paradigmática del biopoder. Finalmente, aunque la práctica
del Imperio está continuamente bañada en sangre, el concepto de Imperio está
siempre dedicado a la paz- una paz perpetua y universal, fuera de la historia.
El Imperio que enfrentamos ejerce enormes poderes de opresión y
destrucción, pero este hecho no debe hacernos sentir nostalgia por las viejas
formas de dominación. El pasaje hacia el Imperio y su proceso de globalización
ofrece nuevas posibilidades a las fuerzas de liberación. La globalización, por
supuesto, no es una única cosa, y los múltiples procesos que reconocemos como
globalización no están unificados ni son unívocos. Nuestra tarea política,
argumentaremos, no es, simplemente, resistir a estos procesos, sino
reorganizarlos y redirigirlos hacia nuevos fines. Las fuerzas creativas de la
multitud que sostienen al Imperio son también capaces de construir un
contra-Imperio, una organización política alternativa de los flujos e intercambios
globales. Las luchas para contestar y subvertir al Imperio, como asimismo
aquellas para construir una alternativa real, tendrán lugar en el mismo terreno
imperial – y desde luego esas luchas ya han comenzado a emerger. Por medio de
esas luchas y muchas más como ellas, la multitud deberá inventar nuevas formas
democráticas y un nuevo poder constituyente que habrá de llevarnos algún día a
través y más allá del Imperio.
La genealogía que seguiremos en nuestro análisis del pasaje desde el
imperialismo hacia el Imperio será primero europea y luego euro-americana, no
porque creamos que estas regiones son la fuente privilegiada y exclusiva de
ideas nuevas e innovaciones históricas, sino simplemente porque este es el
principal camino geográfico que siguieron los conceptos y prácticas que animan
al Imperio desarrollado actualmente – paralelamente, como sostendremos, al
desarrollo del modo capitalista de producción.(3). Aunque la
genealogía del Imperio sea en este sentido eurocéntrica, sin embargo, sus poderes
actuales no están limitados a ninguna región. Lógicas de mando que, en algún
sentido, se originaron en Europa y los Estados Unidos, ahora invisten prácticas
de dominación por todo el mundo. Más importante aún: las fuerzas contestatarias
del Imperio, que efectivamente prefiguran una sociedad global alternativa, no
están ellas mismas limitadas a ninguna región geográfica. La geografía de estos
poderes alternativos, la nueva cartografía, está aún aguardando a ser escrita –
o, realmente, está siendo escrita hoy con las luchas, resistencias y deseos de
la multitud.
Al escribir este libro hemos intentado con nuestra mayor habilidad
emplear un enfoque interdisciplinario amplio[4]. Nuestros argumentos
pretenden ser igualmente filosóficos e históricos, culturales y económicos,
políticos y antropológicos. En parte nuestro objeto de estudio demanda esta
interdisciplinariedad, puesto que en el Imperio las fronteras que pudieron
justificar previamente enfoques disciplinarios estrechos están quebrándose
progresivamente. En el mundo imperial, el economista, por ejemplo, necesita de
un conocimiento básico de producción cultural para entender la economía, y del
mismo modo el crítico cultural requiere un conocimiento básico de los procesos
económicos para entender la cultura. Ese es un requerimiento que nuestro
proyecto demanda. Deseamos haber contribuido con este libro a un marco teórico
general y una herramienta conceptual para teorizar y actuar contra el Imperio(5)
Como la mayoría de los libros extensos, este puede ser leído de muchos
modos: de adelante hacia atrás, por partes, salteadamente, o por
correspondencias. Las secciones de la Parte 1 introducen la problemática
general del Imperio. En la parte central del libro, Partes 2 y 3, narraremos el
pasaje de la modernidad a la posmodernidad, o, en verdad, del imperialismo al
Imperio. La Parte 2 cuenta el pasaje básicamente desde el punto de vista de la
historia de las ideas y la cultura, desde el período moderno temprano a la
actualidad. El hilo rojo que recorre esta parte es la genealogía del concepto
de soberanía. La Parte 3 narra el mismo pasaje desde el punto de vista de la
producción, donde la producción es entendida en sentido amplio, desde la
producción económica a la producción de subjetividad. Esta narración ocupa un
período más breve, y enfoca principalmente las transformaciones de la
producción capitalista desde fines del siglo diecinueve hasta el presente. Las
estructuras internas de las Partes 2 y 3, pues, corresponden a: las primeras
secciones de cada una se ocupan de la fase moderna, imperialista; las secciones
medias tratan de los mecanismos del pasaje; y las secciones finales analizan
nuestro mundo posmoderno, imperial.
Hemos estructurado el libro de este modo para enfatizar la importancia
del desvío desde el reino de las ideas al de la producción. El Intermezzo entre
las Partes 2 y 3 funciona como una bisagra que articula el movimiento desde un
punto de vista hacia el otro. Pretendemos que este cambio de un punto de vista
al otro funcione como el momento en que Marx, en El Capital, nos invita a
abandonar la ruidosa esfera del intercambio y descender a la escondida morada
de la producción. Es en el reino de la producción donde se revelan claramente
las desigualdades sociales, y, más aún, donde aparecen las más efectivas
resistencias y alternativas al poder del Imperio. En la parte 4 intentaremos
identificar estas alternativas que hoy están trazando las líneas de un
movimiento más allá del Imperio.
Este libro fue iniciado al finalizar la Guerra del Golfo Pérsico y
terminado antes del inicio de la guerra en Kosovo. Por ello el lector deberá
situar el argumento en el punto medio entre estos dos eventos significativos en
la construcción del Imperio.
PARTE 1
LA
CONSTITUCIÓN POLÍTICA DEL PRESENTE
1.1 ORDEN MUNDIAL
El
capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando
es el
Estado.
Fernand
Braudel
Hacen
matanzas y lo llaman paz.
Tácito
La problemática del Imperio está determinada en primer lugar por un
hecho simple: que hay un orden mundial. Este orden se expresa como una
formación jurídica. Nuestra tarea inicial, entonces, es comprender la
constitución del orden que hoy se está formando. Sin embargo, eliminaremos
desde el principio dos concepciones habituales de este orden que residen en
extremos opuestos del espectro: primero, la noción de que el orden presente
emerge espontáneamente, por fuera de las interacciones de fuerzas globales
radicalmente heterogéneas, como si este orden fuese un concierto armonioso
orquestado por las manos naturales y neutrales del mercado mundial; y segundo,
la idea de que este orden es dictado por un único poder y un único centro de
racionalidad, trascendente a las fuerzas globales, guiando las diversas fases
del desarrollo histórico de acuerdo con un plan consciente y previsor, algo así
como una teoría conspirativa de la globalización(1)
Naciones Unidas
Antes de investigar la constitución del Imperio en términos jurídicos,
debemos analizar con cierto detalle el proceso constitucional que ha venido a
definir las categorías jurídicas centrales, y en particular prestar mucha
atención al proceso de la prolongada transición desde el derecho soberano de
los Estados-nación (y el derecho internacional que provino de allí) hasta las
primeras figuras globales posmodernas del derecho imperial. En una primera
aproximación puede pensarse en esto como en la genealogía de las formas
jurídicas que condujeron hacia, y ahora más allá de, el rol supranacional de
las Naciones Unidas y sus diversas instituciones afiliadas.
Está ampliamente reconocido que la noción de orden internacional que la
modernidad europea continuamente ha propuesto y repropuesto, al menos desde la
Paz de Westfalia, se halla en crisis.(2) De hecho, siempre estuvo en
crisis, y esta crisis ha sido uno de los motores que empujó permanentemente
hacia el Imperio. Tal vez esta noción del orden internacional y sus crisis debe
ser fechada desde el tiempo de las Guerras Napoleónicas, como claman algunos
estudiosos, o tal vez su origen se ubique en el Congreso de Viena y el
establecimiento de la Santa Alianza.(3). En cualquier caso, no
quedan dudas que para la época de la Primera Guerra Mundial y el nacimiento de
la Liga de las Naciones, se había establecido definitivamente una noción del
orden internacional junto con la de sus crisis. El nacimiento de las Naciones
Unidas al final de la Segunda Guerra Mundial simplemente reinició, consolidó y
extendió este desarrollado orden jurídico internacional, que fue al principio
europeo, pero progresivamente se ha vuelto completamente global. Las Naciones
Unidas pueden ser, en efecto, comprendidas como la culminación de todo este
proceso constitutivo, culminación que tanto revela las limitaciones de la
noción de orden internacional como apunta, más allá de él, hacia una nueva noción
de orden global. Uno puede por cierto analizar la estructura jurídica de la ONU
en términos puramente negativos, y llorar sobre el poder declinante de los
Estados-nación en el contexto internacional, pero debemos reconocer también que
la noción de derecho definido por la Carta de la ONU también apunta hacia una
nueva fuente positiva de producción jurídica, efectiva a escala global – un
nuevo centro de producción normativa que puede jugar un rol jurídico soberano.
La ONU funciona como una bisagra en la genealogía que va desde las estructuras
jurídicas internacionales hacia las globales. Por un lado, la totalidad de la
estructura conceptual de la ONU predica sobre el reconocimiento y la
legitimación de la soberanía de los estados individuales, plantándose de este
modo en el viejo marco del derecho internacional definido por pactos y
tratados. Por otro lado, sin embargo, este proceso de legitimación es efectivo
sólo en la medida que transfiere el derecho soberano a un centro supranacional
real. No es nuestra intención aquí criticar o lamentar las serias (y a veces
trágicas) insuficiencias de este proceso; en realidad estamos interesados en
las Naciones Unidas y el proyecto de orden internacional no como un fin en sí
mismo, sino como una palanca histórica real que empuja hacia delante la
transición a un adecuado sistema global. Son precisamente las insuficiencias
del proceso las que lo hacen efectivo.
Para aproximarnos más a esta transición en términos jurídicos es útil
leer la obra de Hans Kelsen, una de las figuras intelectuales centrales detrás
de la formación de las Naciones Unidas. Ya en 1910 y 1920 Kelsen propuso que el
sistema jurídico internacional fuera concebido como la fuente suprema de cada
constitución y formación jurídica nacional. Kelsen arribó a esta propuesta a
través de sus análisis de las dinámicas formales del ordenamiento particular de
los Estados. Los límites del Estado-nación, sostuvo, constituyen un obstáculo
infranqueable a la realización de la idea del derecho. Para Kelsen, el ordenamiento
parcial de las leyes domésticas de los Estados-naciones debe apoyarse
necesariamente en la universalidad y objetividad del ordenamiento
internacional. Esto último no sólo es lógico sino también ético, puesto que
pondría fin a los conflictos entre estados de poder desigual y afirmaría una
igualdad que es el principio de la verdadera comunidad internacional. Tras la
secuencia formal que describió Kelsen, entonces, había un impulso real y
sustancial de modernización civilizadora. Kelsen pensó, de un modo Kantiano, en
un concepto de derecho que se volviera una “organización de la humanidad y
[pudiera] en consecuencia identificarse con la suprema idea ética”(4).
Quiso ir más allá de la lógica del poder en las relaciones internacionales, de
modo que “los estados particulares puedan ser vistos jurídicamente como
entidades de igual rango” y así podría formarse un “estado mundial y
universal”, organizado como una “comunidad universal superior a los estados
particulares, incorporándolos a todos dentro de sí misma”(5).
Fue adecuado, por lo tanto, que Kelsen pudiera tener luego el privilegio de participar de las reuniones en San Francisco que fundaron las Naciones Unidas, y viera realizadas sus hipótesis teóricas. Por él las Naciones Unidas organizaron una idea racional(6). Le dieron movimiento a una idea del espíritu; propusieron una base real efectiva para un esquema trascendental de validación del derecho, situado por sobre el Estado-nación. La validez y eficacia del derecho podían ahora unirse en la suprema fuente jurídica, y con estas condiciones la noción de Kelsen de una norma fundamental podría finalmente ser realizada.
Kelsen concibió la construcción formal y validez del sistema como
independiente de la estructura material que lo organizara, pero en realidad la
estructura debía existir de algún modo y organizarse materialmente. ¿Cómo
podría construirse el sistema? Este es el punto en que el pensamiento de Kelsen
deja de tener utilidad para nosotros: queda como una mera utopía fantástica. La
transición que deseamos estudiar consiste precisamente en esta brecha entre la
concepción formal que sustenta la validez del proceso jurídico en una fuente
supranacional y la realización material de esta concepción. La vida de las
Naciones Unidas, desde su fundación hasta el fin de la Guerra Fría, ha sido una
larga historia de ideas, compromisos y experiencias limitadas, orientadas más o
menos hacia la construcción de dicho orden supranacional. Los aportes de este
proceso son obvios, y no es necesario describirlos aquí en detalle. Ciertamente
el dominio de las Naciones Unidas sobre el marco general del proyecto
supranacional entre 1945 y 1989 llevó a algunas de las consecuencias teóricas y
prácticas más perversas. Y, sin embargo, esto no fue suficiente para detener la
constitucionalización de un poder supranacional.(7) En las ambiguas
experiencias de las Naciones Unidas comenzó a tomar forma el concepto jurídico
del Imperio.
Las respuestas teóricas hacia la constitucionalización de un poder
mundial supranacional, sin embargo, han sido totalmente inadecuadas. En lugar
de reconocer lo que era realmente nuevo en estos procesos supranacionales, la
gran mayoría de los juristas teóricos apenas intentó resucitar modelos
anacrónicos para aplicar a los problemas nuevos. Mayoritariamente, de hecho,
los modelos que presidieron el nacimiento de los Estados-naciones fueron
simplemente desempolvados y vueltos a proponer como esquemas interpretativos
para la lectura de un poder supranacional. Así, la “analogía doméstica” se
volvió la herramienta metodológica fundamental en el análisis de las formas de
orden internacional y supranacional(8). Dos líneas de pensamiento
han sido particularmente activas durante esta transición, y a modo de
simplificación, podemos concebirlas como resurrecciones de las ideologías
Hobbesiana y Lockeana que en otra era dominaron las concepciones europeas del
Estado soberano.
Las variantes Hobbesianas enfocaron primariamente la transferencia del
título de soberanía y concibieron a la constitución de la entidad soberana
supranacional como un acuerdo contractual basado en la convergencia de sujetos
estatales preexistentes(9). Un nuevo poder trascendente, “tertium
super partes”, concentrado básicamente en las manos de los militares (aquellos
que gobiernan sobre la vida y la muerte, el Hobbesiano “Dios y Tierra”), es,
según esta escuela, el único medio capaz de constituir un sistema internacional
seguro y así superar la anarquía que los Estados soberanos necesariamente
producen(10) Contrariamente, según la variante Lockeana, el mismo
proceso se proyecta en términos más descentralizados y pluralistas. En este
marco, cuando se logra la transferencia hacia un centro supranacional, emergen
redes de contrapoderes locales, constitucionalmente efectivas para contestar
y/o apoyar a la nueva figura del poder. Más que seguridad global, entonces, lo
que aquí se propone es constitucionalismo global, o, en verdad, esto equivale a
un proyecto para superar los imperativos del Estado, constituyendo una sociedad
civil global. Estos slogan están hechos para evocar los valores del globalismo
que habrán de imbuir al nuevo orden internacional, o, realmente, a la nueva
democracia transnacional(11). Mientras la hipótesis Hobbesiana
enfatiza el proceso contractual que origina una nueva unidad y un poder
supranacional trascendental, la hipótesis Lockeana apunta hacia los
contrapoderes que animan al proceso constitutivo y apoyan al poder
supranacional. En ambos casos, sin embargo, el nuevo poder global es presentado
meramente de modo análogo a la concepción clásica del poder soberano nacional
de los Estados. En lugar de reconocer la nueva naturaleza del poder imperial,
las dos hipótesis simplemente insisten en las antiguas formas heredadas de la
constitución del Estado: una forma monárquica en el caso Hobbesiano, una forma
liberal en el Lockeano.
Aunque dadas las condiciones en las que fueron formuladas estas teorías
(durante la Guerra Fría, cuando las Naciones Unidas apenas avanzaban hacia
delante con dificultad), debemos reconocer la gran visión de estos teóricos, y
comprender que no podían adelantarse a la gran novedad de los procesos
históricos que estamos presenciando actualmente(12). En este
sentido, estas teorías pueden y se han vuelto dañinas, pues no reconocieron el
ritmo acelerado, la violencia y la necesidad con la que opera el nuevo
paradigma imperial. Lo que no comprendieron es que la soberanía imperial marca
un cambio de paradigma. Paradójicamente (aunque en realidad no sea paradójico),
sólo la concepción de Kelse apuntó al problema real, aún cuando esa concepción
se limitara a un punto de vista estrictamente formal. ¿Qué poder político que
ya exista o pueda ser creado, se preguntó, es apto para una globalización de
las relaciones económicas y sociales? ¿Qué fuente jurídica, qué norma fundamental,
y qué comando puede sostener un nuevo orden y evitar la caída en el desorden
global?
La
Constitución del Imperio
Muchos teóricos contemporáneos se resisten a reconocer a la
globalización de la producción capitalista y su mercado mundial como una
situación fundamentalmente nueva y un cambio histórico significativo. Los
teóricos asociados con la perspectiva del sistema - mundo, por ejemplo,
argumentan que desde su inicio el capitalismo ha funcionado siempre como una
economía mundial, y por lo tanto, aquellos que claman por la novedad de su
actual globalización sólo no habían comprendido su historia(13).
Ciertamente, es importante enfatizar tanto la relación fundacional continua del
capitalismo hacia (o, al menos una tendencia hacia) el mercado mundial como los
ciclos expansivos del desarrollo del capitalismo; pero la adecuada atención
sobre el ab origine universal o las dimensiones universalistas del desarrollo
capitalista no deben enceguecernos ante la ruptura o cambio entre la producción
capitalista contemporánea y las relaciones globales de poder. Creemos que este
cambio vuelve perfectamente claro y posible para el proyecto capitalista actual
juntar al poder económico con el político, para realizar, en otras palabras, un
adecuado orden capitalista. En términos constitucionales, los procesos de
globalización ya no son sólo un hecho sino, también, una fuente de definiciones
jurídicas que tienden a proyectar una figura supranacional única de poder
político.
Otro teóricos se resisten a reconocer un cambio mayor en las relaciones
globales de poder, porque observan que los Estados-nación capitalistas
dominantes continúan ejerciendo una dominación imperialista sobre las otras
naciones y regiones del mundo. Desde esta perspectiva, las tendencias contemporáneas
hacia el Imperio no representarían un fenómeno nuevo, sino, simplemente, un
perfeccionamiento del imperialismo(14). Sin subestimar estas
importantes y ciertas líneas de continuidad, sin embargo, pensamos que es
importante observar que lo que solía ser competencia o conflicto entre diversas
potencias imperialistas ha sido reemplazado, en gran medida, por la idea de un
poder único que las sobredetermina a todas, estructurándolas de un modo
unitario, y tratándolas con una noción común del derecho que es, decididamente,
poscolonial y posimperialista. Este es, en verdad, el punto de partida de
nuestro estudio sobre el Imperio: una nueva noción del derecho, o, más aún, una
nueva inscripción de la autoridad y un nuevo diseño de la producción de normas
e instrumentos legales de coerción que garanticen los contratos y resuelvan los
conflictos.
Debemos señalar aquí que le hemos prestado especial atención a las
formas jurídicas de la constitución del Imperio, en el comienzo de nuestro
estudio, no por ningún interés disciplinario específico (como si el derecho o
la ley en sí mismos, como agentes de regulación, fueran capaces de representar
al mundo social en su totalidad) sino porque proveen un buen índice de los
procesos de constitución imperial. Las nuevas formas jurídicas revelan una
primera visión de la tendencia hacia la regulación centralizada y unitaria del
mercado mundial y las relacione globales de poder, con todas las dificultades
que presenta dicho proyecto. Las transformaciones jurídicas apuntan efectivamente
hacia cambios en la constitución material del orden y poder mundial. La
transición que hoy observamos, desde la ley internacional tradicional, que fue
definida por contratos y tratados, hacia la definición y constitución de un
nuevo poder mundial supranacional, soberano (y así hacia una noción imperial
del derecho), aunque incompleta, nos da un marco en el cual leer los procesos
sociales totalizantes del Imperio. En efecto, la transformación jurídica
funciona como un síntoma de las modificaciones de la constitución material
biopolítica de nuestras sociedades. Estos cambios se refieren no sólo a la ley
internacional y las relaciones internacionales, sino también a las relaciones
internas de poder de cada país. Estudiando y criticando las nuevas formas de la
ley internacional y supranacional, entonces, estaremos siendo simultáneamente
empujados hacia el núcleo de la teoría política del Imperio, donde el problema
de la soberanía supranacional, su fuente de legitimación y su ejercicio pondrá
en foco problemas políticos, culturales y, finalmente, ontológicos.
Para aproximarnos al concepto jurídico de Imperio, debemos observar
primero la genealogía del concepto, lo que nos dará algunos términos
preliminares para nuestra investigación. El concepto nos llega de una larga
tradición, primariamente europea, que retrocede, por lo menos, hasta la antigua
Roma, donde la figura jurídico-política de Imperio se asoció íntimamente con
los orígenes cristianos de las civilizaciones europeas. Allí, el concepto de
Imperio unió categorías jurídicas y valores éticos universales, haciéndolos
funcionar juntos como un todo orgánico. Esta unión ha funcionado continuamente
dentro del concepto, cualesquiera fuesen las vicisitudes de la historia del
Imperio. Cada sistema jurídico es, de algún modo, la cristalización de un
conjunto de valores, porque la ética forma parte de la materialidad de cada
fundación jurídica, pero el Imperio (y en particular la tradición Romana de
derecho imperial) es peculiar en cuanto empuja la coincidencia y universalidad
de lo ético y lo jurídico hasta el extremo: en el Imperio hay paz, en el
Imperio hay garantía de justicia para todos. El concepto de Imperio es
presentado como un concierto global bajo la dirección de un único conductor, un
poder unitario que mantiene la paz social y produce sus verdades éticas. Y para
alcanzar estos fines, al poder único se le otorga la fuerza necesaria para
conducir, cuando sea necesario, “guerras justas” en las fronteras, contra los
bárbaros, e internamente contra los rebeldes(15).
Desde el principio, entonces, el Imperio pone en marcha una dinámica
ético-política que yace en el centro de su concepto jurídico. Este concepto
jurídico incluye dos tendencias fundamentales: primero, la noción de un derecho
que se afirma en la construcción de un nuevo orden que abarca la totalidad del
espacio de lo que se considera civilización, un espacio universal, ilimitado;
y, segundo, una noción de derecho que abarca a todo el tiempo dentro de su
fundación ética. En otras palabras, el Imperio presenta su orden como
permanente, eterno y necesario.
En la tradición Germánico-romana que persistió por toda la Edad Media,
estas dos nociones del derecho se mantuvieron unidas(16). A
comienzos del Renacimiento, sin embargo, con el triunfo del secularismo, estas
dos nociones fueron separadas, y cada una se desarrolló independientemente. Por
un lado, emergió en el pensamiento político europeo moderno una concepción del
derecho internacional, y por otro, se desarrollaron utopía de “paz perpetua”.
En el primer caso, el orden que el Imperio Romano había prometido se pensó,
mucho después de su caída, a través de un mecanismo de tratados que construiría
un orden internacional entre Estados soberanos operando análogamente a los
mecanismos contractuales que garantizaban el orden entre el Estado-nación y su
sociedad civil. Pensadores desde Grotius hasta Puffendorf teorizaron este
proceso en términos formales. En el segundo caso, la idea de “paz perpetua”
reapareció continuamente a lo largo de la Europa moderna, desde Bernardin de
Saint Pierre hasta Immanuel Kant. Esta idea se presentó como un ideal de la
razón, una “luz” que debía criticar y también unir el derecho con la ética, una
supuesta trascendencia del sistema jurídico y esquema ideal de razón y ética. Las
alternativas fundamentales entre estas dos razones corrieron a lo largo de la
modernidad europea, incluyendo a las dos grandes ideologías que definieron su
fase madura: la ideología liberal que descansa en el concierto pacífico de las
fuerzas jurídicas y su suspensión en el mercado; y la ideología socialista, que
apunta a la unidad internacional a través de la organización de las luchas y la
suspensión del derecho.
¿Sería correcto decir, entonces, que estos dos desarrollos diferentes de
la noción del derecho que persistieron juntos durante los siglos de la
modernidad tienden hoy a estar unidos y presentados como una categoría única?
Sospechamos que éste es el caso, y que en la posmodernidad la noción de derecho
debe ser entendida nuevamente en los términos del concepto de Imperio. Pero,
aunque gran parte de nuestra investigación circulará alrededor de esta
cuestión, no nos parece una buena idea saltar tan rápido a una conclusión
definitiva, aunque aquí nos estemos limitando al análisis exclusivo de la noción
de derecho. Si podemos reconocer ya, sin embargo, algunos síntomas importantes
del renacimiento del concepto de Imperio – síntomas que funcionan como
provocaciones lógicas alzándose sobre el terreno de la historia, que la teoría
no puede ignorar.
Un síntoma, por ejemplo, es el renovado interés en el concepto de bellum
justum, o “guerra justa”, y su efectividad. Este concepto, que estuvo
orgánicamente ligado a los antiguos órdenes imperiales y cuya rica y compleja
genealogía retrocede hasta la tradición bíblica, ha comenzado a reaparecer
recientemente como narrativa central de las discusiones políticas,
particularmente en el transcurso de la Guerra del Golfo(17).
Tradicionalmente, este concepto descansa primariamente en la idea que cuando un
Estado se halla a sí mismo confrontado con una amenaza de agresión que puede
poner en peligro su integridad territorial o independencia política, tiene un
jus ad bellum (derecho a hacer guerra)18. Hay ciertamente algo
problemático en esta renovada atención sobre el concepto de bellum justum, que
la modernidad, o el secularismo moderno, tanto ha tratado de eliminar de la
tradición medieval. Los conceptos tradicionales de guerra justa involucran la
banalización de la guerra y la celebración de ella como instrumento ético, dos
ideas que el pensamiento político moderno y la comunidad internacional de
Estados-nación han rechazado resueltamente. Estas dos características
tradicionales han reaparecido en nuestro mundo posmoderno: por un lado, la
guerra es reducida al status de acción policial, y por otro, el nuevo poder que
puede ejercer funciones éticas legítimamente por medio de la guerra, es
sacralizado.
Lejos de repetir nociones antiguas o medievales, sin embargo, los conceptos actuales presentan algunas innovaciones ciertamente fundamentales. La guerra justa ya no es, en ningún sentido, una actividad de defensa o resistencia, como lo fue, por ejemplo, en la tradición cristiana desde San Agustín hasta los escolásticos de la Contrarreforma, como una necesidad de la “ciudad mundial” para garantizar su propia supervivencia. Se ha vuelto, en verdad, una actividad que se justifica por sí misma. En este concepto de guerra justa se combinan dos elementos distintos: primero, la legitimación del aparato militar, en tanto está éticamente basado, y, segundo, la efectividad de la acción militar para alcanzar la paz y el orden deseados. La síntesis de estos dos elementos puede, incluso, ser un factor clave determinando la fundación y la nueva tradición del Imperio. Hoy el enemigo, como la misma guerra, es, al mismo tiempo, banalizado (reducido a un objeto de represión policial rutinaria) y absolutizado (como El Enemigo, una amenaza absoluta al orden ético). La Guerra del Golfo nos ha brindado tal vez el primer ejemplo plenamente articulado de esta nueva epistemología del concepto(19). La resurrección del concepto de guerra justa puede ser sólo un síntoma de la emergencia del Imperio, ¡pero qué sugestivo y potente!
El Modelo de Autoridad Imperial
Debemos evitar definir el pasaje hacia el Imperio en términos puramente negativos, desde el punto de vista de los que no es, como, por ejemplo, hacemos al decir: El nuevo paradigma está definido por la declinación definitiva de los Estados-nación soberanos, por la desregulación de los mercados internacionales, por el fin de los conflictos antagónicos entre sujetos Estado, y así en más. Si el nuevo paradigma consistiera sólo en esto, entonces sus consecuencias serían verdaderamente anárquicas. El poder, sin embargo – y Michel Foucault no fue el único en enseñarnos esto – teme y detesta al vacío. El nuevo paradigma ya funciona en términos completamente positivos – y no podría ser de otro modo.
El nuevo paradigma es tanto sistema como jerarquía, construcción
centralizada de normas y producción extendida de legitimación, extendido por
todo el mundo. Se ha configurado ab inicio como una estructura sistémica
flexible y dinámica, articulada horizontalmente. Concebimos la estructura,
mediante algún tipo de síntesis intelectual, como un híbrido entre la teoría de
sistemas de Niklas Luhmann y la teoría de la justicia de John Rawl(20).
Algunos llaman a esta situación “gobierno sin gobierno”, para indicar la lógica
estructural, a veces imperceptible pero siempre y cada vez más efectiva, que
sumerge a todos los actores dentro del orden del conjunto(21). La
totalidad sistémica tiene una posición dominante en el orden global, rompiendo
resueltamente con toda dialéctica previa y desarrollando una integración de
actores que parece ser lineal y espontánea. Al mismo tiempo, sin embargo, la
efectividad del consenso bajo la suprema autoridad del ordenamiento aparece aún
más claramente. Todos los conflictos, todas las crisis y todos los disensos
empujan efectivamente hacia delante el proceso de integración, y por lo mismo,
reclaman una mayor autoridad central. La paz, el equilibrio y el cese de los
conflictos son valores hacia los que todo se dirige. El desarrollo del sistema
global (y del derecho imperial, en primer lugar) parece ser el desarrollo de
una máquina que impone procedimientos de contractualización continua, que
conducen al equilibrio sistémico – una máquina que crea un continuo pedido por
la autoridad. La máquina parece predeterminar el ejercicio de la autoridad y la
acción a través de la totalidad del espacio social. Cada movimiento está fijado
y puede buscar su propio espacio designado sólo dentro del propio sistema, en
la interrelación jerárquica que le ha sido acordada. Este movimiento
preconstituido define la realidad del proceso de la constitucionalización
imperial del orden mundial – el nuevo paradigma.
Este paradigma imperial es cualitativamente diferente de los diversos
intentos de definir un proyecto de orden internacional en el período de la
transición(22). Mientras las perspectivas previas, transicionales,
ponían su atención en las dinámicas legitimadoras que conducirían a un nuevo
orden, en el nuevo paradigma es como si el nuevo orden ya estuviera
constituido. La indivisibilidad conceptual entre el título y el ejercicio del
poder es afirmada desde el comienzo, como el a priori efectivo del sistema. La
imperfecta coincidencia, o mejor aún, las siempre presentes disyunciones
temporales y espaciales entre el nuevo poder central y el campo de aplicación
de su regulación, no conducen a una crisis o parálisis, sino que meramente
fuerza al sistema a minimizarlas y superarlas. En suma, el cambio de paradigma
está definido, al menos inicialmente, por el reconocimiento de que sólo un
poder establecido, sobredeterminado y relativamente autónomo respecto de los
estados-nación soberanos, es capaz de funcionar como centro del nuevo orden
mundial, ejerciendo sobre él una regulación efectiva y, cuando sea preciso,
coerción.
Se desprende de esto que, como deseaba Kelsen, pero sólo como un efecto
paradójico de su utopía, una suerte de positivismo jurídico domina también la
formación de un nuevo ordenamiento jurídico(23). La capacidad para
formar un sistema es, en efecto, presupuesta por el proceso real de su
formación. Más aún, el proceso de formación, y los sujetos que actúan en él,
son atraídos precozmente hacia el vórtice del centro definido positivamente, y
esta atracción se vuelve irresistible, no sólo en nombre de la capacidad del
centro de ejercer fuerza, sino también en nombre del poder formal, que reside en
el centro, para enmarcar y sistematizar la totalidad. ¡Otra vez hallamos un
híbrido de Luhmann y Rawls, pero aún antes que a ellos, encontramos a Kelsen,
ese utopista y, por ello, involuntario y contradictorio descubridor del alma
del derecho imperial!
Nuevamente, las antiguas nociones sobre el Imperio nos ayudan a
articular mejor la naturaleza de este orden mundial en formación. Como nos
enseñaron Tucídides, Livy y Tácito (junto con Maquiavelo comentando sus
trabajos), el Imperio no se forma sobre la base de la fuerza propiamente, sino
sobre la base de la capacidad para presentar a la fuerza colocada al servicio
del derecho y la paz. Todas las intervenciones de los ejércitos imperiales son
solicitadas por una o más de las partes involucradas en un conflicto ya
existente. El Imperio no nace por su propia voluntad, sino que es llamado a ser
y constituirse sobre la base de su capacidad para resolver conflictos. El
Imperio se conforma y sus intervenciones se vuelven jurídicamente legitimadas
sólo cuando se ha insertado en la cadena de consenso internacional orientada a
resolver conflictos existentes. Retornando a Maquiavelo, la expansión del
Imperio está enraizada en la trayectoria interna de los conflictos que se
supone que debe resolver(24) El primer objetivo del Imperio es, por
lo tanto, expandir el reino del consenso que sostiene su propio poder.
El modelo de la antigüedad nos proporciona una primera aproximación, pero debemos avanzar más allá a fin de articular los términos del modelo global de autoridad que está operando hoy. El positivismo jurídico y las teorías del derecho natural, el contractualismo y el realismo institucional, el formalismo y el sistematismo, todas pueden describir algún aspecto de él. El positivismo jurídico puede enfatizar la necesidad de la existencia de un fuerte poder en el centro del proceso normativo; las teorías del derecho natural pueden subrayar los valores de paz y equilibrio que el proceso imperial ofrece; el contractualismo puede sustentar la formación de consenso; el realismo puede traer a la luz los procesos formativos de las instituciones adecuadas a las nuevas dimensiones de consenso y autoridad; y el formalismo puede dar apoyo lógico a lo que el sistematismo justifica y organiza funcionalmente, enfatizando el carácter totalizante del proceso. ¿Pero qué modelo jurídico posee todas estas características del nuevo orden supranacional?
Antes de intentar una definición, haremos bien en reconocer que las
dinámicas y articulaciones del nuevo orden jurídico supranacional se corresponden
fuertemente con las nuevas características que han venido a definir
ordenamientos internos en el pasaje de la modernidad a la posmodernidad(25).
Debemos reconocer esta correspondencia (tal vez al modo de Kelsen, y
ciertamente, de un modo realista) no tanto como una “analogía doméstica” para
el sistema internacional, sino como una “analogía supranacional” para los
sistemas legales domésticos. Las características primarias de ambos sistemas
involucran hegemonía sobre las prácticas jurídicas, tales como procedimientos,
prevención y domicilio. La normatividad, sanción y represión derivan de estas,
y están conformadas dentro de los desarrollos de procedimientos. La razón para
la relativa (pero efectiva) coincidencia entre el nuevo funcionamiento de la
ley doméstica y la ley supranacional deriva, ante todo, del hecho de que ambas
operan sobre el mismo terreno, a saber, el terreno de la crisis. Como nos ha
enseñado Carl Schmitt, la crisis en el terreno de la aplicación de la ley debe
apuntar nuestra atención sobre la “excepción” operativa en el momento de su
producción(26). La ley doméstica y la supranacional están ambas
definidas por su excepcionalidad.
La función de la excepción es aquí muy importante. A fin de tener control y dominio sobre una situación tan completamente fluida, es necesario garantizar a la autoridad interviniente: (1) la capacidad de definir, cada vez de un modo excepcional, las demandas de intervención; y (2) la capacidad de poner en movimiento las fuerzas e instrumentos que de diversos modos puedan ser aplicados a la diversidad y pluralidad de acuerdos en crisis. Aquí, en consecuencia, ha nacido, en nombre de la excepcionalidad de la intervención, una forma de derecho que es, realmente, un derecho de la policía. La formación de un nuevo derecho se inscribe en el despliegue de fuerza preventiva, represiva y retórica, destinada a la reconstrucción del equilibrio social: todo esto es, propio de la actividad policial. Podemos así reconocer la fuente inicial e implícita del derecho imperial en términos de acción policial y de la capacidad de la policía para crear y mantener el orden. La legitimidad del ordenamiento imperial sostiene el ejercicio del poder policial, mientras que al mismo tiempo la actividad de la fuerza policial global demuestra la verdadera efectividad del ordenamiento imperial. El poder jurídico de mandar sobre la excepción y la capacidad de desplegar fuerza policial son, por lo tanto, dos coordinadas iniciales que definen el modelo imperial de autoridad.
Valores Universales
Llegados a este punto, bien podríamos preguntarnos: ¿podemos seguir
utilizando, en este contexto, el término jurídico “derecho”? ¿Cómo podemos
llamar derecho (y específicamente, derecho imperial)a una serie de técnicas
que, fundadas sobre un estado de excepción permanente y el poder de la policía,
reducen la ley y el derecho a un asunto de pura efectividad? A fin de responder
a estas preguntas, debemos primero observar más de cerca al proceso de
constitución imperial que estamos presenciando en este momento. Enfaticemos
desde el comienzo que su realidad está demostrada no sólo por las
transformaciones de la ley internacional que nos presenta, sino, también por
los cambios que produce en la ley administrativa de las sociedades y
Estados-nación individuales, o, en suma en la ley administrativa de la sociedad
cosmopolítica(27). Por medio de su transformación contemporánea de
la ley supranacional, el proceso de constitución imperial tiende directa o
indirectamente a penetrar y reconfigurar la ley doméstica de los
Estados-nación, y así, la ley supranacional sobredetermina poderosamente la ley
doméstica.
Tal vez, el síntoma más significativo de esta transformación es el
desarrollo del así denominado derecho a la intervención(28). Este es
concebido comúnmente como el derecho u obligación de los sujetos dominantes del
orden mundial, de intervenir en los territorios de otros sujetos en interés de
prevenir o resolver problemas humanitarios, garantizar acuerdos e imponer la
paz. El derecho de intervención figura prominentemente en la panoplia de
instrumentos acordados en las Naciones Unidas por su mandato para mantener el
orden internacional, pero la reconfiguración contemporánea de este derecho
representa un salto cualitativo. Ya no más, como bajo el antiguo ordenamiento
internacional, los Estados individuales soberanos o el poder supranacional
(ONU), se intervendrá para asegurar o imponer la aplicación de acuerdos
internacionales aceptados voluntariamente. Ahora, los sujetos supranacionales
que están legitimados no por derecho sino por consenso intervienen en nombre de
cualquier tipo de emergencia y principio éticos superiores. Lo que está detrás
de esta intervención no es sólo un permanente estado de emergencia y excepción,
sino un permanente estado de emergencia y excepción justificado por la
apelación a valores esenciales de justicia. En otras palabras, el derecho de la
policía se legitima por valores universales(29).
¿Debemos asumir que como este nuevo derecho de intervención funciona primariamente con la finalidad de resolver problemas humanos urgentes, su legitimación está, en consecuencia, basada en valores universales? ¿Debemos leer este movimiento como un proceso que, sobre la base de los elementos fluctuantes del marco histórico, pone en marcha una máquina constitutiva dirigida por fuerzas universales de la paz y la justicia? ¿Nos hallamos, entonces, en una situación muy próxima a la definición tradicional de Imperio, aquella promulgada en la antigua imaginería Romano-cristiana?
Sería ir muy lejos responder afirmativamente a estas dos preguntas en
este estadio temprano de nuestra investigación. La definición del poder
imperial en desarrollo como una ciencia policial fundada sobre una práctica de
guerra justa para afrontar emergencias que aparecen continuamente es,
probablemente, correcta, pero aún muy insuficiente. Como hemos visto, las
determinaciones fenomenológicas del nuevo orden global existen en una situación
profundamente fluctuante, que también puede ser caracterizada correctamente en
términos de crisis y guerra. ¿Cómo podemos reconciliar la legitimación de este
orden por medio de la prevención y la vigilancia, con el hecho que la crisis y
la propia guerra demuestran la muy cuestionable génesis y legitimidad de este
concepto de justicia? Como hemos observado, estas técnicas y otras como
similares indican que los que estamos presenciando es el proceso de la
constitución material del nuevo orden planetario, la consolidación de su
máquina administrativa, y la producción de nuevas jerarquías de comando sobre
el espacio global. ¿Quién decidirá sobre las definiciones de orden y justicia a
través de la expansión de esta totalidad, en el curso de su proceso
constituyente? ¿Quién podrá definir el concepto de paz? ¿Quién será capaz de
unificar el proceso de suspender la historia, y denominar justa a esta
suspensión? La problemática del Imperio se halla no-cerrada, sino abierta,
alrededor de estas preguntas.
En este punto, el problema del nuevo aparato jurídico se nos presenta
como su figura más inmediata: un orden global, una justicia y un derecho que,
aunque aún virtuales, pero ya nos son aplicados. Cada vez más se nos fuerza a
sentir que somos partícipes de estos desarrollos, y se nos hace responsables de
lo que provenga de este marco. Nuestra ciudadanía, al igual que nuestra
responsabilidad ética, está situada dentro de estas nuevas dimensiones –
nuestro poder y nuestra impotencia se miden aquí. Podríamos decir, en un modo
Kantiano, que nuestra disposición moral interna, cuando es confrontada y
probada en el orden social, tiende a estar determinada por las categorías
éticas, políticas y jurídicas del Imperio. O podríamos decir que la moralidad
externa de cada ser humano y ciudadano es ahora mensurable sólo en el marco del
Imperio. Este nuevo marco nos empuja a confrontar una serie de explosivas
aporías, porque en este nuevo mundo jurídico e institucional en formación,
nuestras ideas y prácticas de justicia y nuestros medios de esperanza son
cuestionados. Los medios de aprehensión de los valores, privados e individuales,
son disueltos: con la aparición del Imperio ya no confrontamos con las
mediaciones locales de lo universal, sino, directamente, con un universo
concreto. La domesticidad de los valores, los escudos detrás de los cuales
presentaban su sustancia moral, los límites que protegían contra la
exterioridad invasora – todo eso desaparece. Todos estamos obligados a
confrontar preguntas absolutas y alternativas radicales. En el Imperio, ética,
moralidad y justicia son moldeadas en nuevas dimensiones.
A lo largo de nuestra investigación nos hemos hallado frente a una
problemática clásica de la filosofía política: la declinación y caída del
Imperio(30). Puede parecer paradójico que introduzcamos estos
tópicos al principio, al mismo tiempo que tratamos la construcción inicial del
Imperio; pero la llegada del Imperio se está realizando sobre la base de las
mismas condiciones que caracterizan su decadencia y declinación. El Imperio
está emergiendo hoy como el centro que sostiene la globalización de las redes
productivas y modela su red ampliamente inclusiva pretendiendo incorporar a
todas las relaciones de poder dentro de su orden mundial – desarrollando al
mismo tiempo una poderosa función de policía contra los nuevos bárbaros y los
esclavos rebeldes que amenazan su orden. El poder del Imperio aparece como
subordinado a las fluctuaciones de las dinámicas locales del poder y a los
desvíos, ordenamientos jurídicos parciales que intentan, pero nunca logran
plenamente, volver atrás, a un estado de normalidad, en el nombre de la
“excepcionalidad” de los procedimientos administrativos. Estas características,
sin embargo, son precisamente aquellas que definieron a la antigua Roma en su
decadencia y atormentaron tanto a los admiradores de su brillo. No debemos
esperar que la complejidad de los procesos que construyen la nueva
interrelación de derecho imperial se resuelva. Por el contrario, los procesos
son y seguirán siendo contradictorios. La pregunta sobre la definición de
justicia y paz no hallará una respuesta real; la fuerza de la nueva
constitución imperial no se corporizará en un consenso articulado en la
multitud. Los términos de la propuesta jurídica del Imperio están
indeterminados por completo, aún cuando son concretos. El Imperio ha nacido, y
se muestra a sí mismo como crisis. ¿Debemos, pues, concebir que este es un
Imperio decadente, en los términos descriptos por Montesquieu y Gibbon? ¿O
puede ser comprendido mejor en términos clásicos, como un Imperio de
corrupción?
Debemos entender a la corrupción, primeramente, no sólo en términos
morales sino también en términos jurídicos y político, porque, de acuerdo con
Montesquieu y Gibbon, cuando las diferentes formas de gobierno no están
firmemente establecidas en la república, el ciclo de la corrupción es ineluctablemente
puesto en marcha y la comunidad dejada a un lado(31). En segundo
lugar, debemos entender a la corrupción también en términos metafísicos: donde
la entidad y la esencia, la efectividad y el valor no hallan una satisfacción
común, allí no se desarrolla la generación sino la corrupción(32).
Estos son algunos de los ejes fundamentales del Imperio a los que volveremos
largamente más adelante.
Permítasenos, en conclusión, una analogía final que se refiere al nacimiento del Cristianismo en Europa y su expansión durante la declinación del Imperio Romano. En este proceso se construyó y consolidó un enorme potencial de subjetividad, en términos de la profecía de un mundo por venir. Esta nueva subjetividad ofreció una alternativa absoluta al espíritu del derecho imperial – una nueva base ontológica. Desde esta perspectiva, el Imperio fue aceptado como la “madurez de los tiempos” y la unidad de toda la civilización conocida, pero fue desafiado en su totalidad por un eje ético y ontológico completamente diferente. Del mismo modo hoy, dado que los límites y problemas irresolubles del nuevo orden imperial están fijados, la teoría y la práctica pueden ir más allá de ellos, encontrando una vez más una base ontológica de antagonismo – dentro del Imperio, pero también contra y más allá del Imperio, en el mismo nivel de totalidad.
1.2 Producción Biopolítica
La
“policía” aparece como una administración presidiendo al
Estado,
junto con lo judicial, el ejército y el tesorero. Cierto.
Pero, de
hecho, rodea a todo lo demás. Turquet dijo así: “Se
ramifica
en todas las condiciones de la gente, todo lo que ha-
cen o
emprenden. Su campo abarca el judicial, las finanzas y
el
ejército.”. La policía incluye a todo.
Michel
Foucault
Desde la perspectiva jurídica hemos sido capaces de vislumbrar algunos
de los elementos de la génesis ideal del Imperio, pero desde esa única
perspectiva sería difícil si no imposible comprender cómo la máquina imperial
se ha puesto hoy en movimiento. Los conceptos jurídicos y los sistemas jurídicos
están siempre referidos a algo distinto a ellos mismos. A través de la
evolución y el ejercicio del derecho, apuntan hacia las condiciones materiales
que definen su inserción en la realidad social. Nuestro análisis de be
descender ahora al nivel de esa materialidad e investigar allí la
transformación material del paradigma del mando. Necesitamos descubrir los
medios y fuerzas de producción de realidad social junto con las subjetividades
que la animan.
El Biopoder en la Sociedad de Control
En muchos aspectos la obra de Michel Foucault ha preparado el terreno
para dicha investigación del funcionamiento material del mando imperial.
Primeramente, el trabajo de Foucault nos posibilita reconocer un pasaje
histórico, trascendental, de las formas sociales, desde la sociedad
disciplinaria a la sociedad de control(1). La sociedad disciplinaria
es aquella sociedad en la cual el comando social se construye a través de una
difusa red de dispositifs o aparatos que producen y regulan costumbres, hábitos
y prácticas productivas. La puesta en marcha de esta sociedad, asegurando la
obediencia a sus reglas y a sus mecanismos de inclusión y / o exclusión, es
lograda por medio de instituciones disciplinarias (la prisión, la fábrica, el
asilo, el hospital, la universidad, la escuela, etc.) que estructuran el
terreno social y presentan lógicas adecuadas a la “razón” de la disciplina. El
poder disciplinario gobierna, en efecto, estructurando los parámetros y límites
del pensamiento y la práctica, sancionando y prescribiendo los comportamientos
normales y / o desviados. Foucault se refiere habitualmente al Ancien Régime y
la era clásica de la civilización francesa para ilustrar la emergencia de la
disciplinariedad, pero en general podemos decir que toda la primera fase de
acumulación capitalista (en Europa y en cualquier otro lado) fue conducida bajo
este paradigma del poder. Por otra parte, debemos entender a la sociedad del
control como aquella (que se desarrolla en el extremo más lejano de la
modernidad, abriéndose a lo posmoderno) en la cual los mecanismos de comando se
tornan aún más “democráticos”, aún más inmanentes al campo social, distribuidos
a través de los cuerpos y las mentes de los ciudadanos. Los comportamientos de
inclusión y exclusión social adecuados para gobernar son, por ello, cada vez
más interiorizados dentro de los propios sujetos. El poder es ahora ejercido
por medio de máquinas que, directamente, organizan las mentes (en sistemas de
comunicaciones, redes de información, etc.) y los cuerpos (en sistemas de bienestar,
actividades monitoreadas, etc.) hacia un estado de alineación autónoma del
sentido de la vida y el deseo de la creatividad. La sociedad de control, por lo
tanto, puede ser caracterizada por una intensificación y generalización de los
aparatos normalizadores del disciplinamiento, que animan internamente nuestras
prácticas comunes y cotidianas, pero, en contraste con la disciplina, este
control se extiende muy por fuera de los sitios estructurados de las
instituciones sociales, por medio de redes flexibles y fluctuantes.
En segundo lugar, la obra de Foucault nos permite reconocer la
naturaleza biopolítica de este nuevo paradigma de poder(2). El
biopoder es una forma de poder que regula la vida social desde su interior,
siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola y rearticulándola. El poder puede
lograr un comando efectivo sobre toda la vida de la población sólo cuando se
torna una función integral, vital, que cada individuo incorpora y reactiva con
su acuerdo. Como dijo Foucault: “La vida se ha vuelto ahora... un objeto del
poder”(3). La más alta función de este poder es infiltrar cada vez
más la vida, y su objetivo primario es administrar la vida. El biopoder, pues,
se refiere a una situación en la cual el objetivo del poder es la producción y
reproducción de la misma vida.
Estas dos líneas de la obra de Foucault se ensamblan una con otra en el sentido que sólo la sociedad de control es capaz de adoptar el contexto biopolítico como su terreno exclusivo de referencia. En el pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control se realiza un nuevo paradigma de poder, definido por las tecnologías que reconocen a la sociedad como el ámbito del biopoder. En la sociedad disciplinaria los efectos de las tecnologías biopolíticas fueron aún parciales, en el sentido que el disciplinamiento se desarrolló de acuerdo con lógicas relativamente cerradas, geométricas y cuantitativas. El disciplinamiento fijó individuos dentro de instituciones, pero no logró consumirlos completamente en el ritmo de las prácticas productivas y la socialización productiva; no alcanzó el punto de impregnar por completo la conciencia y los cuerpos de los individuos, el punto de tratarlos y organizarlos en la totalidad de sus actividades. En la sociedad disciplinaria, entonces, la relación entre el poder y los individuos permaneció estática: a la invasión disciplinaria del poder le correspondió la resistencia del individuo. En contraste, cuando el poder se vuelve enteramente biopolítico, todo el cuerpo social queda comprendido en la máquina del poder, y se desarrolla en su virtualidad. La relación es abierta, cualitativa y afectiva. La sociedad, subsumida dentro de un poder que llega hasta los núcleos de la estructura social y sus procesos de desarrollo, reacciona como un único cuerpo. El poder es entonces expresado como un control que se extiende por las profundidades de las conciencias y cuerpos de la población – y al mismo tiempo a través de la totalidad de las relaciones sociales(4).
En este pasaje de la sociedad disciplinaria hacia la sociedad de
control, entonces, uno podría decir que ahora se ha alcanzado la interrelación
de implicaciones mutuas, crecientemente intensa, de todas las fuerzas sociales
que el capitalismo ha perseguido a través de su desarrollo. Marx reconoció algo
similar en lo que denominó el pasaje de la subsunción formal a la subsunción
real del trabajo bajo el capital(5),y luego, los filósofos de la
Escuela de Frankfurt analizaron un pasaje estrechamente relacionado de la
subsunción de la cultura (y las relaciones sociales) bajo la figura totalitaria
del estado, o, en verdad, dentro de la dialéctica perversa del Iluminismo(6).
Sin embargo, el pasaje a que hacemos referencia es fundamentalmente diferente
en cuanto a que, en lugar de enfocar la unidimensionalidad del proceso descrito
por Marx y reformulado y ampliado por la Escuela de Frankfurt, el pasaje
Foucaultiano trata básicamente con la paradoja de la pluralidad y la
multiplicidad – y Deleuze y Guattari desarrollaron esta perspectiva aún con más
claridad(7). El análisis de la subsunción real, cuando es entendida
como abarcando no sólo la dimensión económica o sólo la cultural de la
sociedad, sino, en verdad, el propio bios social, y cuando es aplicado a las
modalidades del disciplinamiento y / o el control, rompe la figura lineal y
totalitaria del desarrollo capitalista. La sociedad civil es absorbida en el
Estado, pero la consecuencia de esto es una explosión de los elementos que
previamente eran coordinados y mediados en la sociedad civil. Las resistencias
ya no son marginales sino activas en el centro de una sociedad que se abre en
redes; los puntos individuales son singularizados en mil mesetas. Lo que
Foucault construyó implícitamente (y Deleuze y Guattari hicieron explícito) es,
entonces, la paradoja de un poder que, mientras unifica y envuelve dentro de sí
a cada elemento de la vida social (perdiendo así su capacidad efectiva de
mediar diferentes fuerzas sociales), en ese mismo momento revela un nuevo
contexto, un nuevo medio de máxima pluralidad e incontenible singularización –
un ambiente del evento(8).
Estas concepciones de la sociedad de control y del biopoder describen aspectos centrales del concepto de Imperio. El concepto de Imperio es el marco en el que deberá ser comprendida la nueva omniversalidad de los sujetos, y es la meta a la que se dirige el nuevo paradigma de poder. Aquí se abre un verdadero abismo entre los diversos marcos teóricos antiguos de la ley internacional (tanto en su forma contractual y / o en la forma de la ONU) y la nueva realidad de la ley imperial. Todos los elementos intermediarios del proceso han sido, de hecho, dejados a un lado, de modo que la legitimidad del orden internacional no puede ser ya construida mediante mediaciones, sino aprehendida de inmediato en toda su diversidad. Ya hemos conocido este hecho desde la perspectiva jurídica. Vimos, en efecto, que cuando emerge la nueva noción de derecho en el contexto de la globalización y se presenta como capaz de tratar la esfera planetaria, universal, como un único escenario sistémico, debe asumir un prerrequisito inmediato (actuando en un estado de excepción) y una tecnología adecuada, plástica y constitutiva (las técnicas de la policía)
Aunque el estado de excepción y las tecnologías policiales constituyen
el núcleo sólido y el elemento central del nuevo derecho imperial, sin embargo,
el nuevo régimen no tiene nada en común con las artes jurídicas de las
dictaduras o los totalitarismos que en otros tiempos, y con tanta fanfarria,
fueron detalladamente descritos por tantos (¡de hecho, demasiados!) autores(9).
Por el contrario, la regla de la ley continúa representando un papel central en
el contexto del pasaje contemporáneo: el derecho sigue siendo efectivo y
(precisamente por medio del estado de excepción y las técnicas policiales) se
vuelve procedimiento. Esta es una transformación radical que revela la relación
no mediada entre el poder y las subjetividades, y así demuestra tanto la
imposibilidad de mediaciones “anteriores” como la variabilidad temporal
incontenible del evento(10). A lo largo de los espacios sin límites,
hasta las profundidades del mundo biopolítico, y confrontando una temporalidad
imprevisible – estas son las determinaciones en las cuales debe ser definido el
nuevo derecho supranacional. Es aquí donde el concepto de Imperio deberá luchar
para establecerse, donde deberá probar su efectividad, y, por lo tanto, donde
la máquina tendrá que ser puesta en marcha.
Desde este punto de vista, el contexto biopolítico del nuevo paradigma es absolutamente central para nuestro análisis. Esto es lo que presenta al poder con una alternativa, no sólo entre obediencia y desobediencia, o entre participación política formal y rechazo, sino también a lo largo de todo el rango de vida y muerte, riqueza y pobreza, producción y reproducción social, etc. Dadas las grandes dificultades que la nueva noción del derecho tiene para representar esta dimensión del poder del Imperio, y dada su incapacidad para tocar al biopoder concretamente, en todos sus aspectos materiales, el derecho imperial puede a lo sumo sólo representar parcialmente el diseño subyacente de la nueva constitución del orden mundial, y no logra realmente aferrarse al motor que la pone en marcha. Nuestro análisis deberá en consecuencia prestar atención a la dimensión productiva del biopoder(11).
La Producción de la Vida
La cuestión de la producción en relación con el biopoder y la sociedad
de control, sin embargo, revela una debilidad real en la obra de los autores de
quienes hemos tomado estas nociones. Debemos clarificar, en consecuencia, las
dimensiones biopolíticas o “vitales” del trabajo de Foucault en relación con
las dinámicas de la producción. Foucault sostuvo en diversos trabajos a
mediados de 1970, que no podemos entender el pasaje desde el Estado
“soberano”del ancien regime hacia el moderno Estado “disciplinario” sin tomar
en cuenta cómo el contexto biopolítico es puesto progresivamente al servicio de
la acumulación capitalista. “El control de la sociedad sobre los individuos no
solo se lleva a cabo mediante la conciencia o la ideología, sino también en el
cuerpo y con el cuerpo. Para la sociedad capitalista lo más importante es la
biopolítica, lo biológico, lo somático, lo corporal.”(12).
Uno de los objetivos centrales de su estrategia de investigación en este
período fue avanzar más allá de las versiones del materialismo histórico,
incluyendo diversas variantes de la teoría marxista, que consideraban al
problema del poder y la reproducción social en un nivel superestructural
separado del nivel basal, real, de la producción. Por ello Foucault intentó
retrotraer el problema de la reproducción social y todos los elementos de la
denominada superestructura al interior de la estructura fundamental, material,
y definir este terreno no solo en términos económicos, sino también culturales,
corporales y subjetivos. Por esto, podemos comprender cómo la concepción de
Foucault del conjunto social se realizó y perfeccionó cuando en una fase
subsiguiente de su trabajo descubrió los rasgos emergentes de la sociedad de
control como figura de poder activa a través de toda la biopolítica de la
sociedad. No pareciera, sin embargo, que Foucault – aún cuando haya aprehendido
potentemente el horizonte biopolítico de la sociedad y lo haya definido como un
campo de inmanencia – haya podido desprender su pensamiento de esa
epistemología estructuralista que guió su investigación desde el comienzo. Por
epistemología estructuralista nos referimos a la reinvención de un análisis
funcionalista en el campo de las ciencias humanas, método que, efectivamente,
sacrifica la dinámica del sistema, la creativa temporalidad de sus movimientos
y la sustancia ontológica de la reproducción cultural y social(13).
De hecho, si llegados a este punto pudiéramos preguntarle a Foucault quién o
qué conduce el sistema, o, mejor aún, qué es el “bios”, su respuesta sería
inefable, o ninguna. Lo que Foucault no logra aprehender, en suma, son las
dinámicas reales de la producción en la sociedad biopolítica(14).
En contraste, Deleuze y Guattari se nos presentan con una adecuada comprensión posestructuralista del biopoder que renueva el pensamiento materialista y se afirma a sí misma sólidamente en la cuestión de la producción del ser social. Su trabajo desmitifica al estructuralismo y a todas las concepciones filosóficas, sociológicas y políticas que hacen de la fijación del marco epistemológico un punto de referencia ineludible. Fijan claramente nuestra atención en la sustancia ontológica de la producción social. Las máquinas producen. El funcionamiento constante de las máquinas sociales en sus diversos aparatos y ensamblajes producen el mundo, junto con los sujetos y objetos que lo constituyen. Deleuze y Guattari, sin embargo, parecen capaces de concebir positivamente sólo las tendencias hacia el movimiento continuo y los flujos absolutos, y por ello, también en su pensamiento, los elementos creativos y la ontología radical de la producción de lo social permanecen insustanciales e impotentes. Deleuze y Guattari descubren la productividad de la reproducción social (producción creativa, producción de valores, relaciones sociales, afectos, hechos), pero operan para articularla sólo superficialmente y efímeramente, como un horizonte indeterminado, caótico, marcado por el evento inasible(15).
Podemos entender mejor la relación entre producción social y biopoder en
la obra de un grupo de autores marxistas italianos contemporáneos, quienes
reconocen la dimensión biopolítica en términos de la nueva naturaleza del
trabajo productivo y su desarrollo viviente en la sociedad, utilizando términos
tales como “intelectualidad de masas”, “trabajo inmaterial”, y el concepto
marxiano de “intelecto general”(16). Estos análisis parten de dos
proyectos de investigación coordinados. El primero consiste en el análisis de
las transformaciones recientes del trabajo productivo y su tendencia a volverse
crecientemente inmaterial. El lugar central ocupado previamente por la fuerza
laboral de los trabajadores fabriles en la producción de plusvalía está siendo
hoy llenado cada vez más por la fuerza laboral intelectual, inmaterial y
comunicativa. Es por ello necesario desarrollar una nueva teoría política del
valor que pueda colocar al problema de esta nueva acumulación capitalista de
valor en el centro del mecanismo de explotación (y así, tal vez, en el centro
de la rebelión potencial). El segundo, y consecuente, proyecto de investigación
desarrollado por esta escuela consiste en el análisis de la dimensión
comunicativa e inmediatamente social del trabajo viviente en la sociedad
capitalista contemporánea, y así instala insistentemente el problema de las
nuevas figuras de la subjetividad, tanto en su potencial de explotación como en
el revolucionario. La dimensión social inmediata de la explotación del trabajo
viviente inmaterial sumerge al trabajo en todos los elementos relacionales que
definen lo social, pero también, al mismo tiempo, activa los elementos críticos
que desarrollan el potencial de insubordinación y rebelión a través de todo el
conjunto de prácticas laborales. Tras una nueva teoría del valor, entonces,
debe formularse una nueva teoría de la subjetividad que opere principalmente a
través del conocimiento, la comunicación y el lenguaje.
De este modo, estos análisis han reestablecido la importancia de la
producción dentro del proceso biopolítico de constitución social, pero también,
en ciertos aspectos, lo han aislado (tomándolo en una forma pura, refinándolo
en el plano ideal. Han actuado como si descubrir las nuevas formas de las
fuerzas productivas– trabajo inmaterial, trabajo intelectual masificado, el
trabajo del “intelecto general”) fuese suficiente para comprender concretamente
la relación dinámica y creativa entre producción material y reproducción
social. Cuando reinsertan la producción en el contexto biopolítico, la
presentan casi exclusivamente en el horizonte del lenguaje y la comunicación.
Uno de los más serios defectos ha sido la tendencia, entre estos autores, a
tratar las nuevas prácticas laborales en la sociedad biopolítica solamente en
sus aspectos intelectuales e incorpóreos. La productividad de los cuerpos y el
valor del afecto, sin embargo, son absolutamente centrales en este contexto.
Elaboraremos los tres aspectos primarios del trabajo inmaterial en la economía
contemporánea: el trabajo comunicativo de la producción industrial que
recientemente se ha reunido en redes informativas, el trabajo interactivo del
análisis simbólico y la resolución de problemas, y el trabajo de la producción
y manipulación de afectos (ver Sección 3-4). Este tercer aspecto, con su
atención en la productividad de lo corporal, lo somático, es un elemento
extremadamente importante en las redes contemporáneas de producción
biopolítica. El trabajo de esta escuela y sus análisis del intelecto general,
por lo tanto, ciertamente marcan un avance, pero su marco conceptual permanece
muy pobre, casi angelical. En el análisis final, estas nuevas concepciones
también rasguñan apenas la superficie de la dinámica productiva del nuevo marco
teórico del biopoder(17)..
Nuestro objetivo, entonces, es construir estos intentos parcialmente
exitosos de reconocer el potencial de la producción biopolítica. Precisamente
juntando coherentemente las diferentes características definidoras del contexto
biopolítico que hemos descrito hasta ahora, y llevándolas a la ontología de la
producción, podremos identificar la nueva figura del cuerpo biopolítico
colectivo, el que podrá, sin embargo, permanecer contradictorio, tal como es
paradójico. Este cuerpo se vuelve estructura no negando las fuerzas productivas
originarias que lo animan sino reconociéndolas; se vuelve lenguaje (tanto
lenguaje científico como social) porque es una multitud de cuerpos singulares y
determinados que buscan relación. Es, por ende, tanto producción como
reproducción, estructura y superestructura, porque es vida en el más pleno
sentido y política en el sentido estricto. Nuestro análisis deberá descender a
la jungla de determinaciones productivas y conflictivas que nos ofrece el
cuerpo biopolítico colectivo(18). El contexto de nuestro análisis
debe por ello desarrollar la propia vida, el proceso de constitución del mundo,
de la historia. El análisis no debe ser propuesto por medio de formas ideales
sino dentro del denso complejo de la experiencia.
Corporaciones y Comunicaciones
Al preguntarnos como se constituyeron los elementos políticos y
soberanos de la máquina imperial, hallamos que no hay ninguna necesidad de
limitar nuestro análisis e incluso de enfocarlo en las instituciones
reguladoras supranacionales establecidas. Las organizaciones de la ONU, junto
con las grandes agencias de finanzas y comercio multi y transnacionales (el
FMI, el Banco Mundial, el GATT etc.), todas ellas se vuelven relevantes en la
perspectiva de constitución jurídica supranacional sólo cuando se consideran
dentro de la dinámica de la producción biopolítica del orden mundial. La
función que poseían en el antiguo orden internacional, debemos enfatizar, no es
lo que ahora legitima a estas organizaciones. Lo que en realidad las legitima
ahora es su nueva posible función en la simbología del orden imperial. Fuera
del nuevo marco, estas instituciones son ineficaces. A lo sumo, el viejo marco
institucional contribuye a la formación y educación del personal administrativo
de la máquina imperial, el “dressage” de una nueva elite imperial.
En determinados e importantes aspectos las grandes corporaciones
transnacionales construyen la trama conectiva fundamental del mundo
biopolítico. El capital siempre se ha organizado mirando hacia la totalidad de
la esfera global, pero sólo en la segunda mitad del siglo veinte las
corporaciones financieras e industriales multinacionales y transnacionales
comenzaron, realmente, a estructurar biopolíticamente territorios globales.
Algunos sostienen que estas corporaciones han venido a ocupar simplemente el
espacio detentado por los diversos sistemas colonialistas nacionales e
imperialistas en las fases previas del desarrollo capitalista, desde el
imperialismo europeo del siglo diecinueve hasta la fase Fordista de desarrollo
en el siglo veinte(19) Esto es en parte cierto, pero este mismo
lugar se ha transformado sustancialmente por la nueva realidad del capitalismo.
Las actividades de las corporaciones ya no están definidas por la imposición de
comando abstracto y la organización del simple robo y el intercambio desigual.
Por el contrario, estructuran directamente y articulan territorios y
poblaciones. Tienden a hacer de los Estados-nación meros instrumentos para
marcar los flujos de mercancías, dinero y poblaciones que ponen en movimiento.
Las corporaciones transnacionales distribuyen directamente la fuerza de trabajo
sobre los distintos mercados, colocan recursos funcionalmente y organizan
jerárquicamente los diversos sectores de la producción mundial. El complejo
aparato que selecciona las inversiones y dirige los movimientos financieros y
monetarios determina la nueva geografía del mercado mundial, o, realmente, la
nueva estructuración biopolítica del mundo(20).
El cuadro
más completo de este mundo está presentado desde la perspectiva monetaria.
Desde aquí podemos ver un horizonte de valores y una máquina de distribución,
un mecanismo de acumulación y un medio de circulación, un poder y un lenguaje.
No hay nada, no hay “vida desnuda”, no hay punto de vista externo, que pueda
ser colocado por fuera de este campo atravesado por el dinero; nada escapa al
dinero. La producción y reproducción se visten con vestidos monetarios. De
hecho, en la etapa global, cada figura biopolítica aparece vestida con
indumentaria monetaria. “¡Acumulad, acumulad! ¡Este es Moisés y los Profetas!”(21).
Es de este modo como las grandes potencias industriales y financieras
producen no sólo mercancías sino también subjetividades. Producen
subjetividades dentro del contexto biopolítico: producen necesidades,
relaciones sociales, cuerpos y mentes – es decir, producen productores(22).
En la esfera biopolítica, la vida está hecha de trabajar para la producción y
la producción está hecha de trabajar para la vida. Es una gran colmena donde la
abeja reina vigila continuamente la producción y la reproducción. Cuanto más
profundo llega el análisis, más encuentra con crecientes niveles de intensidad
los ensamblajes interconectados de relaciones interactivas(23).
Un lugar donde debemos localizar la producción biopolítica de orden es
en los nexos inmateriales de la producción del lenguaje, comunicación y lo
simbólico, desarrollados por las industrias de la comunicación(24).
El desarrollo de redes de comunicación tiene una relación orgánica con la
emergencia del nuevo orden mundial – es, en otras palabras, causa y efecto,
producto y productor. La comunicación no solo expresa sino que también organiza
el movimiento de la globalización. Organiza el movimiento multiplicando y
estructurando interconexiones mediante redes. Expresa el movimiento y controla
el sentido y dirección del imaginario que corre por estas conexiones
comunicativas; en otras palabras, el imaginario es guiado y canalizado dentro
de la máquina comunicativa. Lo que las teorías del poder de la modernidad se
vieron forzadas a considerar trascendente, es decir, externo a las relaciones
productivas y sociales, es formado aquí en el interior, inmanente a las
relaciones productivas y sociales. La mediación es absorbida dentro de la
máquina productiva. La síntesis política del espacio social es fijada en el espacio
de la comunicación. Por esto las industrias de las comunicaciones han asumido
una posición tan central. No sólo organizan la producción en una nueva escala e
imponen una nueva estructura adecuada al espacio global, sino que también hacen
inmanente su justificación. El poder, mientras produce, organiza; mientras
organiza, habla y se expresa a sí mismo como autoridad. El lenguaje, mientras
comunica produce mercancías, pero, sobre todo, crea subjetividades, las pone en
relación y las ordena. Las industrias de la comunicación integran el imaginario
y lo simbólico dentro de la trama biopolítica, no simplemente poniéndolos al
servicio del poder, sino, en realidad, integrándolos dentro de su
funcionamiento(25).
En este punto podemos comenzar a dedicarnos a la cuestión de la
legitimación del nuevo orden mundial. Su legitimación no nace de acuerdos
internacionales pre-existentes, ni del funcionamiento de las primeras,
embrionarias, organizaciones supranacionales, que fueron ellas mismas creadas
por medio de tratados basados en la ley internacional. La legitimación de la
máquina imperial nace, al menos en parte, de las industrias de las
comunicaciones, es decir, de la transformación del nuevo modo de producción en
una máquina. Es un sujeto que produce su propia imagen de autoridad. Esta es
una forma de legitimación que no se basa en nada externo a sí misma, y es
repropuesta incesantemente desarrollando sus propios lenguajes de
auto-validación.
Una consecuencia ulterior debe ser considerada sobre la base de estas
premisas. Si la comunicación es uno de los sectores hegemónicos de la
producción y actúa sobre todo el campo biopolítico, entonces debemos considerar
a la comunicación coexistente con el contexto biopolítico. Esto nos lleva mucho
más allá del viejo terreno, como fue descrito por Jürgen Habermas, por ejemplo.
De hecho, cuando Habermas desarrolló el concepto de acción comunicativa,
demostrando tan fuertemente su forma productiva y las consecuencias ontológicas
derivadas de ello, él se basó todavía en un punto de vista exterior a estos
efectos de la globalización, un punto de vista de la vida y la verdad que podía
oponerse a la colonización informacional del ser(26). La máquina
imperial, sin embargo, demuestra que este punto de vista externo ya no existe.
Por el contrario, la producción comunicativa y la construcción de la
legitimación imperial marchan de la mano y ya no podrán ser separadas. La
máquina es auto-validante, autopoyética – es decir, sistémica. Construye tramas
sociales que evacuan o tornan ineficaces cualquier contradicción; crea
situaciones en las cuales, antes de neutralizar coercivamente lo diferente,
parece absorberlo en un juego insignificante de equilibrio auto-generado y
auto-regulado. Como ya hemos sostenido, cualquier teoría jurídica que trate de
las condiciones de la posmodernidad deberá tomar en cuenta esta definición
comunicativa específica de la producción social(27). La máquina
imperial vive produciendo un contexto de equilibrio y / o reduciendo
complejidades, pretendiendo poner por delante un proyecto de ciudadanía
universal y, tras este fin, intensificando la efectividad de su intervención
sobre cada elemento de la interrelación comunicativa, mientras disuelve la
identidad y la historia en un modo completamente posmoderno(28).
Contrariamente al modo en que muchos posmodernistas consideraban que ocurriría,
sin embargo, la máquina imperial, lejos de eliminar las narrativas maestras, en
verdad las producen y reproducen (en particular narrativas maestras
ideológicas) a fin de validar y celebrar su propio poder(29). En
esta coincidencia de la producción con el lenguaje, la producción lingüística
de la realidad, y el lenguaje de la auto-validación reside una clave
fundamental para comprender la efectividad, validez y legitimación del derecho
imperial.
Intervención
Este nuevo marco de legitimidad incluye nuevas formas y nuevas
articulaciones del ejercicio de legítima fuerza. Durante su formación, el nuevo
poder debe demostrar la efectividad de su fuerza al mismo tiempo que se
construyen las bases de su legitimación. De hecho, la legitimidad del nuevo
poder está en parte basada directamente sobre la efectividad de su uso de la
fuerza.
El modo en que la efectividad del nuevo poder es demostrada no tiene
nada que ver con el viejo orden internacional, que muere lentamente; tampoco
tiene demasiado uso para los instrumentos del viejo orden dejado atrás. Los
despliegues de la máquina imperial son definidos por toda una serie de
características nuevas, tales como el territorio sin fronteras de sus
actividades, la singularización y localización simbólica de sus acciones, y la
conexión de la acción represiva con todos los aspectos de la estructura
biopolítica de la sociedad. A falta de un término mejor, continuaremos llamando
a esto “intervenciones”. Esto es meramente una deficiencia terminológica, pero
no conceptual, puesto que estas no son realmente intervenciones dentro de
territorios jurídicos independientes, sino acciones dentro de un mundo
unificado por la estructura gobernante de la producción y la comunicación. En
efecto, la intervención ha sido internalizada y universalizada. En la sección
previa nos hemos referido a los medios estructurales de intervención, que
involucran el despliegue de mecanismos monetarios y maniobras financieras sobre
el campo transnacional de regímenes productivos interdependientes, y a las
intervenciones en el campo de las comunicaciones y sus efectos en la
legitimación del sistema. Aquí queremos investigar las nuevas formas de
intervención que incluyen el ejercicio de la fuerza física por parte de la
máquina imperial sobre sus territorios globales. Los enemigos que enfrenta hoy
el Imperio pueden representar más una amenaza ideológica que un desafío
militar, pero, sin embargo, el poder del Imperio ejercido por medio de la
fuerza y todos los despliegues que garantizan su efectividad son muy avanzados
tecnológicamente y sólidamente consolidados políticamente(30).
El arsenal de fuerza legítima para las intervenciones imperiales ya es muy vasto, e incluye no sólo intervenciones militares sino otras formas tales como intervenciones morales y jurídicas. De hecho, las fuerzas de intervención del Imperio pueden ser mejor comprendidas como iniciándose no directamente con sus armas letales, sino con sus instrumentos morales. Lo que llamamos intervención moral es practicado en la actualidad por una variedad de cuerpos, incluyendo los medios de noticias y las organizaciones religiosas, pero los más importantes pueden ser algunas de las denominadas organizaciones no-gubernamentales (ONG), las cuales, precisamente por no ser conducidas directamente por los gobiernos, son aceptadas como actuando sobre la base imperativos éticos o morales. Este término se refiere a una amplia variedad de grupos, pero aquí nos referimos principalmente a las organizaciones globales, regionales y locales, dedicadas a aliviar el trabajo y la protección de los derechos humanos, tales como Amnistía Internacional, Oxfam y Médicos Sin Fronteras. Estas ONG humanitarias son, en efecto, (aún cuando esto vaya contra las intenciones de sus integrantes) algunas de las armas pacíficas más poderosas del nuevo orden mundial – las campañas caritativas y las órdenes mendicantes del Imperio. Estas ONG conducen “guerras justas” sin armas, sin violencia, sin fronteras. Como los Dominicos en el período medieval tardío y los Jesuitas en el alba de la modernidad, estos grupos se esfuerzan por identificar las necesidades universales y defender los derechos humanos. Por medio de su lenguaje y su acción, definen primero al enemigo como privación (en la esperanza de prevenir daños serios) y luego reconocen al enemigo como pecado.
Es difícil no recordar aquí cómo en la teología moral Cristiana, lo
maligno es primero definido como privación del bien, y luego, el pecado es
definido como negación culpable del bien. Dentro de este marco lógico no es
extraño, sino natural, que, en sus intentos de responder a la privación, estas
ONG sean empujadas a denunciar públicamente a los pecadores (o el Enemigo, en
adecuados términos inquisitoriales); ni tampoco es extraño que le dejen al “ala
secular” la tarea de ocuparse de los problemas. De este modo, la intervención
moral se ha convertido en una fuerza de avanzada de la intervención imperial.
En efecto, esta intervención prefigura al estado de excepción desde detrás, y
lo hace sin fronteras, armada con algunos de los más efectivos medios de
comunicación y orientada hacia la producción simbólica del Enemigo. Estas ONG
están completamente sumergidas en el contexto biopolítico de la constitución
del Imperio; anticipan el poder de su intervención de justicia pacificadora y
productiva. No debe por ello sorprendernos que honestos juristas teóricos de la
vieja escuela internacional (tales como Richard Falk) hayan sido atrapados por
la fascinación de estas ONG(31). La presentación que las ONG hacen
del nuevo orden, como un contexto biopolítico pacífico, parece haber cegado a
estos teóricos ante los brutales efectos que la intervención moral produce en
tanto prefiguración del orden mundial(32).
La intervención moral sirve a menudo como un primer acto que prepara el
escenario para la intervención militar. En esos casos, el despliegue militar es
presentado como una acción policial sancionada internacionalmente. En la
actualidad la intervención militar es cada vez menos un producto de decisiones
emanadas del viejo orden internacional e incluso de las estructuras de la ONU.
A menudo es dictada unilateralmente por los Estados Unidos, quien se encarga de
la primera tarea y luego, subsiguientemente, le solicita a sus aliados la
puesta en marcha de un proceso de contención armada y / o represión del enemigo
actual del Imperio. Estos enemigos son con frecuencia llamados terroristas, una
reducción conceptual y terminológica cruda, enraizada en una mentalidad
policial.
La relación entre prevención y represión es particularmente clara en el
caso de intervención en conflictos étnicos. Los conflictos entre grupos étnicos
y el consiguiente refuerzo de nuevas y / o reaparecidas identidades étnicas,
efectivamente interrumpe los antiguos agregados basados en líneas políticas
nacionales. Estos conflictos vuelven más fluida la trama de relaciones globales
y, al afirmar nuevas identidades y nuevas localidades, presentan un material
más maleable para el control. En esos casos la represión puede ser articulada
mediante una acción preventiva que construya nuevas relaciones (que serán
eventualmente consolidadas en la paz, pero sólo tras nuevas guerras) y nuevas
formaciones políticas y territoriales, funcionales (o más funcionales, mejor adaptadas)
a la constitución del Imperio(33). Un segundo ejemplo de la
represión preparada mediante la acción preventiva son las campañas contra los
grupos corporativos de negocios, o “mafias”, en particular aquellos
involucrados en el tráfico de drogas. La represión actual de estos grupos puede
no ser tan importante como la criminalización de sus actividades y el manejo de
la alarma social ante su existencia, a fin de facilitar su control. Aún cuando
controlar a los “terroristas étnicos” y a las “mafias de las drogas” puede
representar el centro del amplio espectro de control policial por parte del
poder imperial, esta actividad es, sin embargo, normal, es decir, sistémica. La
“guerra justa” es eficazmente sostenida por la “policía moral”, del mismo modo
que el derecho imperial y su funcionamiento legítimo son sostenidos por el
necesario y continuo ejercicio del poder policial.
Queda claro que las cortes internacionales o supranacionales están
forzadas a seguir esta línea. Los ejércitos y la policía se anticipan a las
cortes y preconstituyen las reglas de la justicia que las cortes deben aplicar.
La intensidad de los principios morales a los cuales se le encomienda la
construcción del nuevo orden mundial no puede cambiar el hecho que esto es
realmente una inversión del orden convencional de la lógica constitucional. Las
partes activas que apoyan la constitución imperial confían en que cuando la
construcción del Imperio esté suficientemente avanzada, las cortes podrán
asumir su papel director en la definición de justicia. Mientras tanto, sin
embargo, aunque las cortes internacionales no posean demasiado poder, la
exhibición pública de sus actividades es aún muy importante. Eventualmente se
deberá conformar una nueva función judicial, adecuada a la constitución del
Imperio. Las cortes deberán ser transformadas gradualmente de un órgano que
simplemente decreta sentencias contra los vencidos, en un cuerpo judicial o
sistema de cuerpos que dicten y sancionen la interrelación entre el orden
moral, el ejercicio de la acción de policía, y el mecanismo que legitime la
soberanía imperial(34).
Este tipo de intervención continua, entonces, tanto moral como militar, es realmente la forma lógica del ejercicio de la fuerza que deriva de un paradigma de legitimación basado en un estado de excepción permanente y acción policial. Las intervenciones son siempre excepcionales aún cuando se sucedan continuamente; toman la forma de acciones policiales porque están destinadas a mantener un orden interno. De este modo la intervención es un mecanismo efectivo que, mediante despliegues policiales, contribuye directamente a la construcción del orden moral, normativo e institucional del Imperio.
Prerrogativas reales
Las que tradicionalmente se llamaron prerrogativas reales de la soberanía
parecen ser, efectivamente, repetidas e incluso renovadas sustancialmente en la
construcción del Imperio. Si nos mantuviéramos dentro del marco conceptual de
la ley internacional y doméstica clásica, estaríamos tentados a decir que se
está formando un quasi-Estado supranacional. Pero esa no nos parece una
caracterización exacta de la situación. Cuando las prerrogativas reales de la
moderna soberanía reaparecen en el Imperio, toman una forma completamente
diferente. Por ejemplo, la función soberana de desplegar fuerzas militares era
llevada a cabo por los Estados-nación modernos, y ahora conducida por el
Imperio, pero, como hemos visto, la justificación para dichos despliegues ahora
descansa sobre un estado de excepción permanente, y los propios despliegues
toman forma de acciones policiales. Otras prerrogativas reales tales como
aplicar la justicia e imponer impuestos tienen la misma forma de existencia
liminal. Hemos discutido la posición marginal de la autoridad judicial en el
proceso constitutivo del Imperio, y podemos también sostener que imponer
impuestos ocupa una posición marginal en cuanto está crecientemente unido a
urgencias específicas y locales. En efecto, podemos decir que la soberanía del
propio Imperio se realiza en los márgenes, donde las fronteras son flexibles y
las identidades híbridas y fluidas. Sería difícil decir qué es más importante
para el Imperio, el centro o los márgenes. De hecho, el centro y los márgenes
parecen ser posiciones cambiando continuamente, huyendo de ubicaciones determinadas.
Podríamos incluso decir que el mismo proceso es virtual y que su poder reside
en el poder de lo virtual.
¡Sin embargo, en este punto podríamos objetar que aún siendo virtual y
actuando en los márgenes, el proceso de construcción de la soberanía imperial
es en muchos aspectos muy real! Ciertamente no deseamos negar ese hecho.
Nuestro reclamo, al contrario, es que estamos tratando aquí con una clase
especial de soberanía – una forma discontinua de soberanía que debe ser
considerada liminal o marginal en tanto actúa “en la instancia final”, una
soberanía que localiza su único punto de referencia en lo definitivamente
absoluto del poder que puede ejercer. El Imperio aparece, entonces, en la forma
de una máquina de alta tecnología: es virtual, construida para controlar el
evento marginal, y organizada para dominar, y cuando sea necesario intervenir
en los colapsos del sistema (en línea con las tecnologías más avanzadas de la
producción robotizada). La virtualidad y discontinuidad de la soberanía imperial,
sin embargo, no minimiza la efectividad de su fuerza; por el contrario, esas
mismas características sirven para reforzar su aparato, demostrando su
efectividad en el contexto histórico contemporáneo y su legítima fuerza para
resolver los problemas del mundo en última instancia.
Nos hallamos ahora en condiciones de responder la pregunta si, sobre la
base de estas nuevas premisas biopolíticas, la figura y la vida del Imperio
pueden ser hoy aprehendidas desde el punto de vista de un modelo jurídico. Ya
hemos visto que este modelo jurídico no puede ser constituido por las
estructuras existentes de la ley internacional, aún cuando sean entendidas en
los términos de los desarrollos más avanzados de las Naciones Unidas y las
grandes organizaciones internacionales. Sus elaboraciones de un orden
internacional pueden, a lo sumo, ser reconocidas como un proceso de transición
hacia el nuevo poder imperial. La constitución del Imperio no está siendo
formada sobre la base de ningún mecanismo contractual o apoyado en tratados, ni
desde ningún origen federativo. La fuente de la normatividad imperial nace de
una nueva máquina, una nueva máquina económica-industrial-comunicativa, en
suma, una máquina biopolítica globalizada. Parece claro que debemos mirar a
algo distinto a aquello que hasta ahora ha constituido las bases del orden
internacional, algo que no confía en la forma de derecho que, en las más
diversas tradiciones, se asentaba en el sistema moderno de soberanos
Estados-naciones. Sin embargo, la imposibilidad de aprehender la génesis del
Imperio y su figura virtual con cualquiera de los viejos instrumentos de la
teoría jurídica, los que fueron desplegados en los marcos del derecho natural,
positivista, institucionalista o realista, no debe empujarnos a aceptar un marco
cínico de fuerza pura o alguna postura Maquiavélica similar. En la génesis del
Imperio hay, sin embargo, una racionalidad en marcha que puede reconocerse no
tanto en términos de tradición jurídica, sino, más claramente, en la historia
habitualmente oculta de la administración industrial y los usos políticos de la
tecnología. (No debemos olvidar, tampoco, que avanzando por este camino se
revelará la trama de la lucha de clases y sus efectos institucionales, pero
trataremos estas cuestiones en la próxima sección). Es esta una racionalidad
que nos sitúa en el corazón de la biopolítica y las tecnologías biopolíticas.
Si deseamos tomar nuevamente la famosa fórmula tripartita de Max Weber
sobre las formas de legitimación del poder, el salto cualitativo que presenta
el Imperio en esta definición consiste en la imprevisible mezcla de (1)
elementos típicos del poder tradicional, (2) una extensión del poder
burocrático que se adapta fisiológicamente al contexto biopolítico, y idad
definida por el “evento” y por “carisma” que se alza como un poder d como un
poder de la singularización del todo y la efectividad de las intervenciones
imperiales(35). La lógica que caracteriza a esta perspectiva
neo-Weberiana sería funcional antes que matemática, y rizomática y ondulatoria
antes que inductiva o deductiva. Se ocuparía del manejo de las secuencias
lingüísticas en tanto conjuntos de secuencias maquinizadas de denotación y, al
mismo tiempo, de innovación creativa, coloquial e irreducible.
El objeto fundamental que interpretan las relaciones imperiales de poder
es la fuerza productiva del sistema, el nuevo sistema biopolítico, económico e
institucional. El orden imperial está formado no sólo desde la base de sus
poderes de acumulación y extensión global, sino también desde su capacidad para
desarrollarse a sí mismo más profundamente, de renacer, y de extenderse por
todo el entramado biopolítico de la sociedad mundial. Lo absoluto del poder
imperial es el término complementario para su completa inmanencia a la máquina
ontológica de producción y reproducción, y, de este modo, para el contexto
biopolítico. Tal vez, finalmente, esto no pueda ser representado por un orden
jurídico, pero, sin embargo, es un orden, un orden definido por su virtualidad,
su dinamismo, y su inconclusividad funcional. La norma fundamental de
legitimación será, por lo tanto, establecida en las profundidades de la
máquina, en el corazón de la producción social. La producción social y la
legitimación jurídica no deben ser concebidas como fuerzas primarias y secundarias,
ni como elementos de la base y la superestructura, sino que deben ser
entendidos en un estado de absoluto paralelismo y entremezclado, coextensivo a
través de la sociedad biopolítica. En el Imperio y su régimen de biopoder, la
producción económica y la constitución política tienden crecientemente a
coincidir.
1.3. Alternativas dentro del Imperio
Una vez
encarnado en el poder de los consejos obreros, que deben
suplantar
internacionalmente a todo otro poder, el movimiento pro-
letario se
vuelve su propio producto, y este producto es el propio
productor.
El productor es su propio fin. Sólo entonces la
espectacular
negación de la vida es negada a su vez.
Guy Debord
Este es el
tiempo de los hornos, y sólo se verá luz.
José Martí
Flirteando con Hegel, podríamos decir que la construcción del Imperio es
buena en sí misma pero no para sí misma(1). Una de las más poderosas
operaciones de las estructuras de poder de los imperialismos modernos fue
impulsar cuñas entre las masas del mundo, dividiéndolas en campos opuestos, o,
en verdad, una miríada de partes conflictivas. Incluso segmentos del
proletariado de los países dominantes fueron llevados a creer que sus intereses
estaban unidos exclusivamente con su identidad nacional y destino imperial. Por
ello, las instancias más significativas de rebeliones y revoluciones contra
estas estructuras de poder modernas, fueron aquellas que colocaron la lucha
contra la explotación junto a la lucha contra el nacionalismo, el colonialismo
y el imperialismo. En estos eventos, la humanidad aparecía durante un mágico
momento unida por un deseo común de liberación, y podíamos vislumbrar por un
instante un futuro donde los modernos mecanismos de dominación serían
destruidos de una vez y para siempre. Las masas revoltosas, sus deseos de
liberación, sus experimentaciones para construir alternativas, y sus instancias
de poder constituyente estuvieron todos, en sus mejores momentos, apuntados
hacia la internacionalización y globalización de las relaciones, más allá de las
divisiones del mando nacional, colonial e imperialista. En nuestro tiempo este
deseo puesto en marcha por las multitudes ha sido dirigido (de un modo extraño
y perverso, pero, sin embargo, real) por la construcción del Imperio. Podemos
decir, incluso, que la construcción del Imperio y sus redes globales es una
respuesta a las diversas luchas contra las modernas máquinas de poder, y,
específicamente, a la lucha de clases conducida por los deseos de liberación de
la multitud. La multitud llamó al Imperio.
Decir que el Imperio es bueno en sí mismo, sin embargo, no significa que
es bueno para sí mismo. Aunque el Imperio puede haber representado un papel en
terminar con el colonialismo y el imperialismo, construye, sin embargo, sus
relaciones de poder basadas en la explotación, que, en muchos aspectos, es más
brutal que aquella que destruyó. El fin de la dialéctica de la modernidad no ha
resultado en el fin de la dialéctica de la explotación. Hoy día casi toda la
humanidad está en cierto grado absorbida o subordinada a las redes de la
explotación capitalista. Vemos ahora una separación aún más extrema entre una
pequeña minoría que controla enormes riquezas y las multitudes que viven en la
pobreza en los límites de la debilidad. Las líneas geográficas y raciales de
opresión y explotación establecidas durante la era del colonialismo y el
imperialismo, en muchos aspectos no han declinado sino crecido
exponencialmente.
Pese a reconocer todo esto, insistimos en afirmar que la construcción
del Imperio es un paso adelante para librarse de toda nostalgia por las
estructuras de poder que lo precedieron y un rechazo a toda estrategia política
que incluya un retorno a ese viejo orden, tal como intentar resucitar al
Estado-nación para protegerse contra el capital global. Sostenemos que el
Imperio es mejor del mismo modo que Marx sostenía que el capitalismo era mejor
que las formas sociales y los modos de producción que lo precedieron. La visión
de Marx se basaba en un sano y lúcido disgusto por las jerarquías rígidas y parroquiales
que precedieron a la sociedad capitalista, como, asimismo, en un reconocimiento
del incremento del potencial para la liberación en la nueva situación. Del
mismo modo podemos ver hoy que el Imperio elimina a los crueles regímenes del
poder moderno y también incrementa el potencial de liberación.
Nos damos perfecta cuenta que al afirmar estas tesis estamos nadando
contra la corriente de nuestros amigos y camaradas de la Izquierda. Durante las
largas décadas de la actual crisis de la izquierda comunista, socialista y
liberal que han seguido a los ’60, una amplia porción del pensamiento crítico,
tanto en los países dominantes de desarrollo capitalista como en los
subordinados, ha intentado recomponer sitios de resistencia fundados en las
identidades de sujetos sociales o grupos nacionales y regionales, a menudo
basando los análisis políticos en la localización de las luchas. Dichos
argumentos están a veces construidos desde el punto de vista de movimientos o
políticas de “base-local”, en los cuales las fronteras del lugar (concebido
como identidad o territorio) son levantadas contra el espacio indiferenciado y
homogéneo de las redes globales(2). En otras épocas estos argumentos
políticos dibujaban la prolongada tradición del nacionalismo izquierdista, en
el cual, (en los mejores casos) la nación era concebida como el mecanismo de
defensa primario contra la dominación del capital global y / o foráneo(3).
Hoy, el silogismo operativo en el núcleo de las diferentes formas de estrategia
“local” de Izquierda parece ser por completo reactivo: Si la dominación
capitalista se está volviendo cada vez más global, entonces nuestras
resistencias a ella deben defender lo local y construir barreras a los flujos
acelerados del capital. Desde esta perspectiva, la globalización real del
capital y la constitución del Imperio deben ser consideradas signos de
desposeimiento y derrota.
Nosotros sostenemos, sin embargo, que hoy esa posición localista, aunque
admiramos y respetamos el espíritu de algunos de sus sostenedores, es tanto
falsa como dañina. Es falsa, antes que nada, porque el problema está expuesto
pobremente. En muchas caracterizaciones el problema se asienta sobre una
dicotomía falsa entre los global y lo local, asumiendo que lo global incluye
homogeneización e identidad indiferenciada, mientras lo local preserva la
heterogeneidad y las diferencias. Con frecuencia en esos argumentos está
implícita la asunción que las diferencias de lo local son, en algún sentido,
naturales, o, al menos, que su origen no está en cuestionamiento. Las
diferencias locales son preexistentes a la escena actual, y deben ser
defendidas o protegidas contra la intrusión de la globalización. No debe
sorprendernos, dada dicha asunción, que muchas defensas de lo local adopten la
terminología de la ecología tradicional e incluso identifiquen este proyecto
político “local” con la defensa de la naturaleza y la biodiversidad. Esta
visión puede derivar fácilmente en una clase de primordialismo que fija y
romantiza las relaciones sociales y las identidades. Lo que es necesario
analizar, en verdad, es precisamente la producción de localismo, es decir, las
máquinas sociales que crean y recrean las identidades y diferencias que son
entendidas como lo local(4). Las diferencias localistas no son
preexistentes ni naturales, sino, en verdad, efectos de un régimen de
producción. La globalidad, similarmente, no debe ser entendida desde el punto
de vista de homogeneización cultural, política o económica. La globalización,
como la localización, debe ser entendida, en cambio, como un régimen de
producción de identidad o diferencia, o, verdaderamente, de homogeneización y
heterogeneización. El mejor marco, entonces, para designar la distinción entre
lo global y lo local debe referirse a diferentes redes de flujos y obstáculos
en las cuales el momento o la perspectiva local da prioridad a las barreras
deterritorializantes o límites, y el momento global privilegia la movilidad de
flujos deterritorializantes. Es falso, en todo caso, sostener que podemos [re]
establecer identidades locales que en algún sentido están afuera y protegidas
contra los flujos globales de capital y el Imperio.
Esta estrategia Izquierdista de resistencia a la globalización y defensa
de lo local es también dañina porque en muchos casos lo que aparece como
identidades locales no son autónomas o auto-determinantes sino que, en
realidad, alimentan y sostienen al desarrollo de la máquina imperial
capitalista. La globalización o deterritorialización operada por la máquina
imperial no está de hecho opuesta a la localización o reterritorialización,
sino, en verdad, colocada en un juego móvil y en circuitos modulantes de
diferenciación e identificación. La estrategia de resistencia local no
identifica, y con esto enmascara, al enemigo. No estamos de ningún modo
opuestos a la globalización de las relaciones como tales – de hecho, como
dijimos, las más poderosas fuerzas del internacionalismo de Izquierda han
conducido este proceso. El enemigo, ciertamente, es un régimen específico de
relaciones globales que llamamos Imperio. Más importante: esta estrategia de
defender lo local es dañina porque oscurece e incluso niega las alternativas
reales y los potenciales para la liberación que existen dentro del Imperio.
Debemos abandonar de una vez y para siempre la búsqueda de un afuera, un punto
de vista que imagina una pureza para nuestras políticas. Es mejor, tanto
teóricamente como prácticamente, entrar en el terreno del Imperio y confrontar
sus flujos homogeneizantes y heterogeneizantes en toda su complejidad, apoyando
nuestros análisis en el poder de la multitud global.
El Drama Ontológico de la Res Gestae
La herencia de la modernidad es un legado de guerras fratricidas,
“desarrollo” devastador, “civilización” cruel, y violencia previamente
inimaginable. Erich Auerbach escribió una vez que la tragedia es el único
género que puede reclamar, con justicia, realismo en la literatura Occidental,
y tal vez esto sea cierto por la tragedia que la modernidad Occidental ha
impuesto en el mundo(5). Campos de concentración, armas nucleares,
guerras genocidas, apartheid: no es difícil enumerar los diversos escenarios de
la tragedia. Pero al insistir sobre el carácter trágico de la modernidad, sin
embargo, no pretendemos seguir a los filósofos “trágicos” de Europa, desde Schopenhauer
hasta Heidegger, quienes transformaron estas destrucciones reales en narrativas
metafísicas sobre la negatividad de ser, como si estas tragedias actuales
fuesen meras ilusiones, ¡o cómo si fueran nuestro destino final! La negatividad
moderna no está ubicada en ningún reino trascendental sino en la dura realidad
ante nosotros: los campos de las batallas patrióticas en la Primera y Segunda
Guerra Mundial, desde los campos de las matanzas en Verdún hasta los hornos
Nazis y la dulce aniquilación de millares en Hiroshima y Nagasaki, el
alfombrado de bombas de Vietnam y Camboya, las matanzas desde Sétif y Soweto
hasta Sabra y Shatila, y la lista sigue y sigue. ¡Ningún Job puede soportar tal
sufrimiento! (Y cualquiera que comience a compilar esta lista comprende
rápidamente cuán inadecuada es para la cantidad y calidad de las tragedias)
Bien, si esa modernidad ha llegado a su fin, y si el moderno Estado-nación que
sirvió como condición ineluctable para la dominación imperialista e
innumerables guerras está desapareciendo de la escena mundial, ¡de buena nos
hemos librado, entonces! Debemos limpiarnos a nosotros mismos de cualquier
nostalgia descolocada de esa modernidad.
Sin embargo, no podemos estar satisfechos con esa condena política del poder moderno que confía en la historia rerum gestarum, la historia objetiva que hemos heredado. Debemos considerar también el poder de los res gestae, el poder de la multitud para hacer la historia, que continúa y se reconfigura hoy, dentro del Imperio. Es cuestión de transformar una necesidad impuesta en la multitud (necesidad solicitada, en cierta medida, por la misma multitud a lo largo de la modernidad, como una línea de vuelo desde la miseria y la explotación localizada) en una condición de posibilidad de liberación, una nueva posibilidad en este terreno nuevo de la humanidad.
Aquí es cuando comienza el drama ontológico, cuando el telón sube en un
escenario en el cual el desarrollo del Imperio se vuelve su propio crítico y su
proceso de construcción se vuelve el proceso de su derrumbe. Este drama es
ontológico en el sentido que aquí, en este proceso, el ser es producido y
reproducido. Este drama deberá ser más clarificado y articulado a medida que
nuestro estudio avanza, pero debemos insistir desde el comienzo que esto no es
simplemente otra variante de iluminismo dialéctico. No estamos proponiendo la
enésima versión del inevitable pasaje por el purgatorio (aquí bajo la
apariencia de la nueva máquina imperial) a fin de ofrecer una luz de esperanza
para futuros radiantes. No estamos repitiendo el esquema de una teleología
ideal que justifique cualquier pasaje en nombre del fin prometido. Por el
contrario, nuestro razonamiento se basa aquí en dos aproximaciones
metodológicas que pretenden ser no-dialécticas y absolutamente inmanentes: las
primera es crítica y deconstructiva, pretendiendo subvertir los lenguajes y
estructuras sociales hegemónicos, y de este modo revelar una base ontológica
alternativa que resida en las prácticas creativas y productivas de la multitud;
la segunda es constructiva y ético-política, buscando dirigir a los procesos de
producción de subjetividad hacia la constitución de una alternativa política y
social efectiva, un nuevo poder constituyente.
Nuestro enfoque crítico se dirige a la necesidad de una deconstrucción
ideológica y material real del orden imperial. En el mundo posmoderno, el
espectáculo gobernante del Imperio se está construyendo mediante una variedad
de discursos y estructuras auto-legitimantes. Tiempo atrás, autores tan
diversos como Lenin, Horckheimer y Adorno, y Debord, reconocieron este
espectáculo como el destino del capitalismo triunfante. Pese a sus importantes
diferencias, esos autores nos ofrecieron una anticipación real del camino del
desarrollo capitalista(7). Nuestra deconstrucción de este
espectáculo no puede ser sólo textual, sino que debe buscar continuamente
enfocar sus poderes en la naturaleza de los eventos y las determinaciones
reales de los procesos imperiales hoy en movimiento. La aproximación crítica
pretende, por ello, traer a la luz las contradicciones, ciclos y crisis del
proceso porque en cada uno de estos momentos la necesidad imaginada del
desarrollo histórico puede abrirse hacia posibilidades alternativas. En otras
palabras, la deconstrucción de la historia rerum gestarum, del reino espectral
del capitalismo globalizado, revela la posibilidad de organizaciones sociales
alternativas. Tal vez esto sea lo más lejos que podamos llegar con el andamiaje
metodológico de un deconstruccionismo crítico y materialista – ¡pero esto ya es
una enorme contribución!(8).
Aquí es donde el primer abordaje metodológico debe pasarle la batuta al
segundo, el enfoque constructivo y ético-político. Aquí debemos profundizar en
el sustrato ontológico de las alternativas concretas empujadas continuamente
hacia delante por la res gestae, las fuerzas subjetivas actuando en el contexto
histórico. Lo que aquí aparece no es una nueva racionalidad, sino un nuevo
escenario de diferentes actos racionales – un horizonte de actividades,
resistencias, voluntades y deseos que rechazan el orden hegemónico, proponen
líneas de fuga y forjan itinerarios constitutivos alternativos. El sustrato
real, abierto a la crítica, revisado por el enfoque ético-político, representa
el referente ontológico real de la filosofía, o, en verdad, el campo adecuado
para una filosofía de la liberación. Este abordaje rompe metodológicamente con
toda filosofía de la historia en tanto rechaza toda concepción determinista del
desarrollo histórico y toda celebración “racional” del resultado. Demuestra,
por el contrario, cómo el evento histórico reside en la potencialidad. “ No son
los dos que se recomponen en uno, sino el uno que se abre en dos”, según la
hermosa fórmula anti-Confucionista (y anti-Platónica) de los revolucionarios chinos(9).
La filosofía no es el búho de Minerva que se echa a volar una vez que la
historia se ha realizado, a fin de celebrar su feliz fin; más bien, la
filosofía es proposición subjetiva, deseo y praxis aplicados al evento.
Estribillos de la “Internationale”
Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando el internacionalismo era un
componente clave de las luchas proletarias y las políticas progresistas en
general. “El proletariado no tiene país”, o mejor, “el país del proletariado es
el mundo entero”. La “Internationale” era el himno de los revolucionarios, el
canto de futuros utópicos. Debemos notar que la utopía expresada en estos lemas
no es, de hecho, internacionalista, si por internacionalista entendemos a un
tipo de consenso entre las variadas identidades nacionales, que preserve sus
diferencias pero negocie algunos acuerdos limitados. En realidad, el
internacionalismo proletario era antinacionalista, y, por ello, supranacional y
global. ¡Trabajadores del mundo uníos! – no sobre la base de identidades nacionales
sino directamente mediante necesidades y deseos comunes, sin considerar límites
y fronteras.
El internacionalismo fue la voluntad de un activo sujeto de masas que
reconoció que los Estados-nación eran los agentes clave de la explotación
capitalista y que la multitud era continuamente empujada a pelear sus guerras
sin sentido – en suma, que el Estado-nación era una forma política cuyas
contradicciones no podían ser subsumidas y sublimadas sino solamente
destruidas. La solidaridad internacional era realmente un proyecto para la
destrucción del Estado-nación y la construcción de una nueva comunidad global.
Este programa proletario estuvo por detrás de las con frecuencia ambiguas
definiciones tácticas producidas por los partidos comunistas y socialistas
durante el siglo de su hegemonía sobre el proletariado(10). Si el
Estado-nación era un eslabón central en la cadena de dominación, y por ello
debía ser destruido, entonces el proletariado nacional tenía como tarea
primaria destruirse a sí mismo en tanto estaba definido por la nación, sacando
con ello a la solidaridad internacional de la prisión en la que había sido
encerrada. La solidaridad internacional debía ser reconocida no como un acto de
caridad o altruismo para el bien de otros, un noble sacrificio para otra clase
trabajadora nacional, sino como propio e inseparable del propio deseo y la
lucha por la liberación de cada proletariado nacional. El internacionalismo
proletario construyó una máquina política paradójica y poderosa que empujó
continuamente más allá de las fronteras y las jerarquías del estado-nación y
ubicó los futuros utópicos sólo en el terreno global.
Hoy debemos reconocer claramente que el tiempo de ese internacionalismo
proletario ha pasado. Esto no niega el hecho, sin embargo, que el concepto de
internacionalismo realmente vivió entre las masas y depositó una especie de
estrato geológico de sufrimiento y deseo, una memoria de victorias y derrotas,
un residuo de tensiones ideológicas y necesidades. Más aún, el proletariado se
ha, de hecho, hallado a sí mismo hoy en día, no precisamente internacional,
pero (al menos tendencialmente) global. Uno puede estar tentado a decir que el
internacionalismo proletario realmente “ganó” a la luz del hecho que los
poderes de los Estados-nación han declinado en el reciente pasaje hacia la
globalización y el Imperio, pero esta sería una noción de victoria extraña e
irónica. Es más exacto decir, siguiendo la cita de William Morris que sirve
como uno de los epígrafes de este libro, que aquello por lo que lucharon ha
llegado, pese a su derrota.
La práctica del internacionalismo proletario se expresó con mayor
claridad en los ciclos internacionales de luchas. En este marco la huelga
general (nacional) y la insurrección contra el Estado (-nación) fueron sólo
realmente concebibles como elementos de comunicación entre luchas y procesos de
liberación en el terreno internacionalista. Desde Berlín a Moscú, desde París a
Nueva Delhi, desde Argelia a Hanoi, desde Shangai a Yakarta, desde La Habana a
Nueva York, las luchas resonaron una tras otra durante los siglos diecinueve y
veinte. Se construía un ciclo al comunicarse las noticias de una revuelta y
aplicarse en cada nuevo contexto, del mismo modo que en una era previa los
barcos mercantes llevaban las noticias de las rebeliones de esclavos de isla en
isla alrededor del Caribe, prendiendo una terca línea de incendios que no
podían ser extinguidos. Para que se formara un ciclo, los receptores de las
noticias debían ser capaces de “traducir” los eventos a su propio lenguaje,
reconociendo las luchas como propias, y con ello, agregando un eslabón a la
cadena. En algunos casos esta “traducción” fue muy elaborada: cómo los
intelectuales chinos en los finales del siglo veinte, por ejemplo, pudieron oír
de las luchas anticoloniales en las Filipinas y Cuba, y traducirlas a los
términos de sus propios proyectos revolucionarios. En otros casos fue mucho más
directo: cómo el movimiento de consejos de fábrica en Turín, Italia, fue
inmediatamente inspirado por las noticias de la victoria bolchevique en Rusia.
Más que pensar en las luchas como relacionadas unas con otras como eslabones de
una cadena, puede ser mejor entenderlas como comunicándose como un virus que
modula su forma para hallar en cada contexto un huésped adecuado.
No es difícil hacer un mapa de los períodos de extrema intensidad de
estos ciclos. Una primera ola puede verse comenzando después de 1848, con la
agitación política de la Primera Internacional, continuando en la década de
1880 y 1890 con la formación de organizaciones políticas y sindicales
socialistas, y alcanzando luego un pico tras la revolución rusa de 1905 y el
primer ciclo internacional de luchas anti-imperialistas(11). Una
segunda ola se alzó tras la revolución Soviética de 1917, la que fue seguida
por una progresión internacional de luchas que sólo podría ser contenida por
los fascismos en un lado, y reabsorbida por el New Deal y los frentes
antifascistas en el otro. Y finalmente está la ola de luchas que comenzaron con
la revolución China y continuaron con las luchas de liberación Africanas y
Latinoamericanas hasta las explosiones de la década de 1960 en todo el mundo.
Estos ciclos internacionales de luchas fueron el verdadero motor que
condujo el desarrollo de las instituciones del capital y que lo condujo en un
proceso de reforma y reestructuración(12). El internacionalismo
proletario, anticolonial y anti-imperialista, la lucha por el comunismo, que
vivió en todos los eventos insurreccionales más poderosos de los siglos
diecinueve y veinte, anticiparon y prefiguraron los procesos de la
globalización del capital y la formación del Imperio. Es en este modo que la
formación del Imperio es una respuesta al internacionalismo proletario. No hay
nada dialéctico o teleológico en esta anticipación y prefiguración del
desarrollo capitalista por la lucha de masas. Por el contrario, las luchas
mismas son demostraciones de la creatividad del deseo, de las utopías o la
experiencia vivida, los trabajos de la historicidad como potencialidad – en
suma, las luchas son la realidad desnuda de la res gestae. Una teleología de
clases es construida sólo después del hecho, post festum.
Las luchas que precedieron y prefiguraron la globalización fueron
expresiones de la fuerza del trabajo viviente, quien buscó liberarse a sí mismo
de los rígidos regímenes territorializantes impuestos. Al contestar al trabajo
muerto acumulado contra él, el trabajo viviente siempre busca quebrar las
estructuras territorializantes fijadas, las organizaciones nacionales y las
figuras políticas que lo mantienen prisionero. Con la fuerza del trabajo
viviente, su incansable actividad, y su deseo deterritorializante, este proceso
de ruptura abrió todas las ventanas de la historia. Cuando uno adopta la
perspectiva de la actividad de la multitud, su producción de subjetividad y
deseo, puede reconocer cómo la globalización, al operar una
deterritorialización real de las estructuras previas de explotación y control,
es, realmente, una condición para la liberación de la multitud. ¿Pero cómo
puede hoy realizarse este potencial para la liberación? ¿Ese mismo deseo
incontenible de libertad que quebró y enterró al Estado-nación y determinó la
transición hacia el Imperio, vive aún bajo las cenizas del presente, las
cenizas del fuego que consumió la sujeto proletario internacionalista, centrado
en la clase trabajadora industrial? ¿Qué ha subido a escena en el lugar de ese
sujeto? ¿En qué sentido podemos decir que la raíz ontológica de una nueva
multitud ha llegado para ser un actor alternativo o positivo en la articulación
de la globalización?
El topo y la serpiente
Debemos reconocer que el sujeto del trabajo y la rebelión ha cambiado
profundamente. La composición del proletariado se ha transformado, y con ello
debe cambiar también nuestra comprensión del mismo. En términos conceptuales,
entendemos al proletariado como una amplia categoría que incluye a todos
aquellos cuyo trabajo está directa o indirectamente explotado por el
capitalismo y sujeto a las normas de producción y reproducción del mismo(13).
En la era previa la categoría del proletariado se centraba, y por momentos
estaba efectivamente subsumida, en la clase trabajadora industrial, cuya figura
paradigmática era el trabajador varón de la fábrica masiva. A esa clase
trabajadora industrial se le asignaba con frecuencia el papel principal por
sobre otras figuras del trabajo (tales como el trabajo campesino y el trabajo
reproductivo), tanto en los análisis económicos como en los movimientos
políticos. Hoy en día esa clase casi ha desaparecido de la vista. No ha dejado
de existir, pero ha sido desplazada de su posición privilegiada en la economía
capitalista y su posición hegemónica en la composición de clase del
proletariado. El proletariado ya no es lo que era, pero esto no significa que
se haya desvanecido. Significa, por el contrario, que nos enfrentamos otra vez
con el objetivo analítico de comprender la nueva composición del proletariado
como una clase.
El hecho que bajo la categoría de proletariado entendemos a todos
aquellos explotados por y sujetos a la dominación capitalista no indica que el
proletariado es una unidad homogénea o indiferenciada. Está, por el contrario,
cortada en varias direcciones por diferencias y estratificaciones. Algunos
trabajos son asalariados, otros no; algunos trabajos están limitados dentro de
las paredes de la fábrica, otros están dispersos por todo el ilimitado terreno
social; algunos trabajos se limitan a ocho horas diarias y cuarenta horas
semanales, otros se expanden hasta ocupar todo el tiempo de la vida; a algunos
trabajos se le asigna un valor mínimo, a otros se los exalta hasta el pináculo
de la economía capitalista. Argumentaremos (en la Sección 3.4.) que entre las
diversas figuras de la producción hoy activas, la figura de la fuerza de
trabajo inmaterial (involucrada en la comunicación, cooperación, y la
producción y reproducción de afectos) ocupa una posición crecientemente central
tanto en el esquema de la producción capitalista como en la composición del
proletariado. Nuestro objetivo es señalar aquí que todas estas diversas formas
de trabajo están sujetas de igual modo a la disciplina capitalista y a las
relaciones capitalistas de producción. Es este hecho de estar dentro del
capital y sostener al capital lo que define al proletariado como clase.
Necesitamos observar más concretamente la forma de las luchas con las
cuales el nuevo proletariado expresa sus deseos y necesidades. En el último
medio siglo, y en particular en las dos décadas que transcurrieron entre 1968 y
la caída del Muro de Berlín, la reestructuración y expansión global de la
producción capitalista ha sido acompañada por una transformación de las luchas
proletarias. Como hemos dicho, la figura de un ciclo internacional de luchas
basadas en la comunicación y traducción de los deseos comunes del trabajo en
rebeliones, parece no existir más. El hecho que el ciclo como forma específica
del agrupamiento de las luchas se haya desvanecido, sin embargo, no nos coloca
simplemente ante el abismo. Por el contrario, podemos reconocer poderosos
eventos en la escena mundial que revelan la traza del rechazo de la multitud a
la explotación y el signo de un nuevo tipo de solidaridad proletaria y
militancia.
Consideremos las luchas más radicales y poderosas de los últimos veinte
años del siglo veinte: los hechos de la Plaza de Tiananmen en 1989, la Intifada
contra la autoridad del Estado de Israel, la rebelión de mayo de 1992 en Los
Ángeles, el alzamiento de Chiapas que comenzó en 1994, la serie de huelgas que
paralizaron a Francia en diciembre de 1995 y las que inmovilizaron a Corea del
Sur en 1996. Cada una de estas luchas fue específica y basada en asuntos
regionales inmediatos, de modo tal que no pueden ser de ninguna manera unidas
entre sí como una cadena de rebeliones expandiéndose globalmente. Ninguno de
estos eventos inspiró un ciclo de luchas, porque los deseos y necesidades que
expresaban no podían ser traducidos en contextos diferentes. En otras palabras,
los revolucionarios (potenciales) en otras partes del mundo no escucharon los
eventos de Beijing, Nablus, Los Ángeles, Chiapas, París o Seúl, reconociéndolos
de inmediato como sus propias luchas. Más aún, estas luchas no sólo fallaron en
comunicarse a otros contextos, sino que también les faltó una comunicación
local, por lo cual a menudo tuvieron una duración muy breve en su lugar de
origen, encendiéndose como un destello fugaz. Esta es ciertamente una de las
paradojas políticas más centrales y urgente de nuestro tiempo: en nuestra
celebrada era de las comunicaciones, las luchas se han vuelto casi incomunicables.
Esta paradoja de incomunicabilidad vuelve extremadamente difícil comprender y
expresar el nuevo poder derivado de las luchas emergentes. Debemos ser capaces
de reconocer que lo que las luchas han perdido en extensión, duración y
comunicabilidad lo han ganado en intensidad. Debemos ser capaces de reconocer
que aunque estas luchas apuntan a sus propias circunstancias locales e
inmediatas, todas ellas se abocan a problemas de relevancia supranacional,
problemas propios de la nueva figura de la regulación imperial capitalista. En
Los Ángeles, por ejemplo, los motines fueron alimentados por antagonismos
raciales locales y patrones de exclusión económica y social que son, en muchos
aspectos, particulares de ese territorio (post-) urbano, pero los hechos fueron
también catapultados inmediatamente a un nivel general en la medida que
expresaban un rechazo del régimen de control social post-Fordista. Como la
Intifada en ciertos aspectos, los tumultos de Los Ángeles demostraron cómo la
declinación del régimen contractual Fordista y de los mecanismos de mediación
social han vuelto tan precario el manejo de los territorios metropolitanos y
poblaciones racial y socialmente diversos. Los saqueos de mercaderías y los
incendios de propiedades no fueron simples metáforas sino la condición real de
movilidad y volatilidad de las mediaciones sociales post-Fordistas(14).
También en Chiapas la insurrección se basó primariamente en asuntos locales: problemas de exclusión y falta de representación, específicos de la sociedad mexicana y el Estado mexicano, que habían sido, en un grado limitado, comunes a las jerarquías raciales de la mayor parte de América latina. Sin embargo, la rebelión Zapatista fue también, de inmediato, una lucha contra el régimen social impuesto por el NAFTA, y, más generalmente, contra la exclusión y subordinación sistemáticas dentro de la construcción regional del mercado mundial(15). Finalmente, como en Seúl, las huelgas masivas en París y toda Francia a fines de 1995 fueron apuntadas a cuestiones laborales específicamente locales y nacionales (tales como pensiones, salarios y desempleo), pero muy pronto se reconoció a la lucha como una clara respuesta a la nueva construcción económica y social de Europa. Las huelgas francesas se hicieron, por sobre todo, por una nueva noción de lo público, una construcción nueva de espacio público contra los mecanismos neoliberales de privatizaciones que acompañaron en casi todas partes al proyecto de globalización capitalista(16). Tal vez precisamente porque todas estas luchas son incomunicables y, por ello, están bloqueadas para desplazarse horizontalmente en la forma de un ciclo, se ven forzadas a saltar verticalmente y tocar inmediatamente los niveles globales.
Debemos ser capaces de reconocer que esta no es la aparición de un nuevo
ciclo de luchas internacionalistas, sino, por el contrario, la emergencia de
una nueva calidad de movimientos sociales. Debemos ser capaces de reconocer, en
otras palabras, las características fundamentalmente nuevas que todas estas
luchas presentan, pese a su radical diversidad. Primero, cada lucha, aunque
firmemente asentada en condiciones locales, salta de inmediato al nivel global
y ataca a la constitución imperial en su generalidad. Segundo, todas las luchas
destruyen la distinción tradicional entre luchas políticas y económicas. Estas
luchas son, a un mismo tiempo, económicas, políticas y culturales – y, por lo
tanto, son luchas biopolíticas, luchas sobre la forma de vida. Son luchas
constituyentes, creando nuevos espacios públicos y nuevas formas de comunidad.
Debemos ser capaces de reconocer todo esto, pero no es tan fácil.
Tenemos que admitir, de hecho, que aún al intentar individualizar la novedad
real de estas situaciones, nos asalta la molesta impresión que estas luchas ya
son viejas, desactualizadas y anacrónicas. Las luchas de la Plaza Tiananmen
hablan un lenguaje de democracia que parece fuera de moda; las guitarras, las
vinchas, las tiendas y los estribillos parecen un eco lejano de Berkeley en la
década de 1960. Los motines de Los Ángeles, también, parecen una réplica del
terremoto de conflictos raciales que sacudió a los Estados Unidos en los ’60.
Las huelgas de París y Seúl parecen volvernos atrás, a la era de los
trabajadores fabriles, como si fueran el último suspiro de una clase
trabajadora agonizante. Todas estas luchas, que presentan, realmente, elementos
nuevos, aparecen desde el principio como viejas y desactualizadas –
precisamente porque no pueden comunicarse, porque sus lenguajes no pueden ser
traducidos. Las luchas no se comunican pese a ser hipermediatizadas, en
televisión, en Internet y en cualquier otro medio imaginable. Otra vez, nos
enfrentamos a la paradoja de la incomunicabilidad. Podemos, ciertamente,
reconocer obstáculos reales que bloquean la comunicación de las luchas. Uno de
ellos es la ausencia de reconocimiento del enemigo común contra el cual se
dirigen las luchas. Beijing, Los Ángeles, Nablus, Chiapas, París, Seúl: estas
situaciones parecen totalmente particulares, pero de hecho todas ellas atacan
al orden global del Imperio y buscan una alternativa real. Por ello, la
clarificación de la naturaleza del enemigo común es una tarea política
esencial. Un segundo obstáculo, que es realmente corolario del primero, es la
ausencia de un lenguaje común de las luchas, que pueda “traducir” el lenguaje
particular de cada uno a un lenguaje cosmopolita. Las luchas en otras partes
del mundo, e incluso nuestras propias luchas, parecen estar escritas en un
incomprensible lenguaje extranjero. Esto también apunta a una tarea política
importante: construir un nuevo lenguaje común que facilite la comunicación, tal
como los lenguajes del anti-imperialismo y del internacionalismo proletario lo
hicieron para las luchas de la era anterior. Tal vez esta deba ser un nuevo
tipo de comunicación que funcione no sobre la base de similitudes sino sobre
las diferencias: una comunicación de singularidades.
El reconocimiento de un enemigo común y la invención de un lenguaje
común de las luchas son ciertamente objetivos políticos importantes, y
avanzaremos sobre ellos todo lo que podamos en este libro, pero nuestra
intuición nos dice que esta línea de análisis falla en aprehender el potencial
real que presentan las nuevas luchas. Nuestra intuición nos dice, en otras
palabras, que el modelo de articulación horizontal de luchas en un ciclo ya no
es adecuado para reconocer el modo en que las luchas contemporáneas alcanzan
significación global. Dicho modelo, de hecho nos ciega a su nuevo potencial
total.
Marx intentó entender la continuidad del ciclo de luchas proletarias que
emergían en la Europa del siglo diecinueve en términos de un topo y sus túneles
subterráneos. El topo de Marx saldría a la superficie en épocas de conflicto de
clases abierto, y luego regresaría bajo tierra – no para hibernar pasivamente
sino para cavar sus túneles, moviéndose con los tiempos, empujando hacia
delante con la historia, de modo que cuando el tiempo fuese el adecuado (1830,
1848, 1870), saldría a la superficie nuevamente. “¡Bien escarbado, viejo topo!”(17).
Pues bien, sospechamos que el viejo topo de Marx ha muerto finalmente. Nos
parece que en el pasaje contemporáneo hacia el Imperio, los túneles
estructurados del topo han sido reemplazados por las infinitas ondulaciones de
la serpiente(18). Las profundidades del mundo moderno y sus
pasadizos subterráneos se han vuelto superficiales en la posmodernidad. Las
luchas de hoy se deslizan silenciosamente a través de los paisajes
superficiales imperiales. Tal vez la incomunicabilidad de las luchas, la falta
de túneles comunicativos bien estructurados, es de hecho una fuerza y no una
debilidad – una fuerza porque todos los movimientos son inmediatamente
subversivos en sí mismos y no esperan ninguna clase de ayuda externa o
extensión para garantizar su efectividad. Tal vez, cuanto más extiende el
capital sus redes globales de producción y control, más poderoso se vuelve
cualquier punto singular de rebelión. Enfocando simplemente sus propios
poderes, concentrando sus energías en un resorte tenso y compacto, estas luchas
serpentinas golpean directamente a las articulaciones más elevadas del orden
imperial. El Imperio presenta un mundo superficial, cuyo centro virtual puede
ser alcanzado inmediatamente desde cualquier otro punto de la superficie. Si
estos puntos van a constituir algo parecido a un nuevo ciclo de luchas, va a
ser un ciclo definido no por la extensión comunicativa de las luchas sino por
su emergencia singular, por la intensidad que las caracteriza, una a una. En
suma, esta nueva fase se define por el hecho que estas luchas no se unen
horizontalmente, sino porque cada una salta verticalmente, directo al centro
virtual del Imperio.
Desde el punto de vista de la tradición revolucionaria, uno puede
objetar que los todos éxitos tácticos de las acciones revolucionarias de los
siglos diecinueve y veinte se caracterizaron precisamente por su capacidad para
destruir el eslabón más débil de la cadena imperialista, que ese es el ABC de
la dialéctica revolucionaria y que hoy día la situación no pareciera ser muy
promisoria. Es verdad que las luchas serpentinas que presenciamos hoy no
proveen ninguna táctica revolucionaria clara o quizá son completamente
incomprensibles desde el punto de vista de la táctica. Pero tal vez,
enfrentados como estamos a una serie de movimientos sociales intensamente
subversivos que atacan los más altos niveles de la organización imperial, ya no
sea útil insistir en la vieja distinción entre estrategia y táctica. En la
constitución del Imperio ya no hay un “afuera” del poder y, por ello, ya no hay
eslabones débiles – si por eslabones débiles queremos decir un punto externo en
el cual las articulaciones del poder global son vulnerables(19).
Para lograr importancia, cada lucha debe atacar al corazón del Imperio, a su
fortaleza. Este hecho, sin embargo, no prioriza ninguna región geográfica, como
si sólo los movimientos sociales de Washington, Ginebra o Tokio pudieran atacar
al corazón del Imperio. Por el contrario, la construcción del Imperio, y la
globalización de las relaciones económicas y culturales, significan que el
centro virtual del Imperio puede ser atacado desde cualquier punto. Las
preocupaciones tácticas de la vieja escuela revolucionaria son completamente
irrecuperables; la única estrategia disponible para las luchas es aquella de un
contrapoder constituyente que emerge desde el interior del Imperio.
Aquellos que tienen dificultades en aceptar la novedad y el potencial
revolucionario de esta situación desde la propia perspectiva de las luchas,
podrán reconocerlo con mayor facilidad desde la perspectiva del poder imperial,
que se ve limitado a reaccionar ante estas luchas. Aún cuando estas luchas se
vuelvan sitios efectivamente cerrados a la comunicación, son, al mismo tiempo,
el foco maníaco de atención crítica del Imperio(20). Hay lecciones educacionales
en las clases de administración y las cámaras de gobierno – lecciones que
demandan instrumentos represivos. La lección principal es que dichos eventos no
pueden repetirse si se continúan los procesos de globalización capitalista. Sin
embargo, estas luchas tienen su propio peso, su propia intensidad específica y,
además, son inmanentes a los procedimientos y desarrollos del poder imperial.
Invisten y sostienen los mismos procesos de globalización. El poder imperial
susurra los nombres de las luchas para atraerlas a la pasividad, para construir
una imagen mistificada de ellas, pero, lo que es más importante, para descubrir
cuáles procesos de globalización son posibles y cuales no. De este modo
contradictorio y paradójico, los procesos imperiales de globalización asumen
estos eventos, reconociéndolos tanto como límites y oportunidades para
recalibrar los propios instrumentos del Imperio. Los procesos de globalización
no existirían o llegarían a detenerse si no fueran continuamente frustrados y
conducidos por las explosiones de la multitud, que llegan de inmediato a los
niveles más altos del poder imperial.
El Águila de dos Cabezas
El emblema del Imperio Austro-Húngaro, un águila de dos cabezas, bien
puede representar a la forma contemporánea del Imperio. Pero mientras en el
emblema anterior las dos cabezas miraban hacia fuera, para indicar la autonomía
relativa y coexistencia pacífica de los respectivos territorios, en nuestro
caso las dos cabezas deberían girar hacia dentro, cada una atacando a la otra.
La primera cabeza del águila imperial es una estructura jurídica y un
poder constituido, construidos por la máquina de comando biopolítico. El
proceso jurídico y la máquina imperial están siempre sujetos a crisis y
contradicciones. Paz y orden (los valores eminentes propuestos por el Imperio)
nunca podrán ser alcanzados, pero son repropuestos continuamente. El proceso
jurídico de constitución del Imperio vive esta crisis constante que es
considerada (al menos por los teóricos más atentos) el precio de su propio
desarrollo. Pero siempre hay un excedente. La continua extensión y presión
constante del Imperio para adherir aún más cercanamente a la complejidad y
profundidad del ámbito biopolítico, fuerza a la máquina imperial a abrir nuevos
conflictos, cuando apenas termina de resolver otros. Intenta volverlos
conmensurables, pero emergen otra vez como inconmensurables, con todos los
elementos del nuevo terreno móviles en el espacio y flexibles en el tiempo.
La otra cabeza del águila imperial es la multitud plural de
subjetividades de la globalización, productivas, creativas, que han aprendido a
navegar en este enorme océano. Están en perpetuo movimiento y forman
constelaciones de singularidades y eventos que imponen reconfiguraciones
globales continuas al sistema. Este movimiento perpetuo puede ser geográfico,
pero también puede estar referido a procesos de modulaciones de forma y
procesos de mezcla e hibridación. La relación entre “sistema” y “movimientos
asistémicos” no puede ser aplastada dentro de ninguna lógica de
correspondencia, en esta atopía perpetuamente modulante(21). Incluso
los elementos asistémicos producidos por las nuevas multitudes son, de hecho,
fuerzas globales que no pueden tener una relación conmensurada, ni siquiera
invertida, con el sistema. Cada evento insurreccional que erupciona dentro del
orden del sistema imperial provoca una conmoción a la totalidad del sistema.
Desde esta perspectiva, el marco institucional en el cual vivimos está
caracterizado por su radical contingencia y precariedad o, realmente, por la
imprevisibilidad de las secuencias de eventos – secuencias que son siempre más
breves o más compactas temporalmente y, por ello, cada vez menos controlables(22).
Cada vez se vuelve más difícil para el Imperio intervenir en las imprevisibles
secuencias temporales de eventos cuando aceleran su temporalidad. El aspecto
más relevante demostrado por las crisis puede ser sus súbitas aceleraciones, a
menudo acumulativas, que pueden volverse explosiones, virtualmente simultáneas,
que revelan un poder propiamente ontológico y un ataque imprevisible sobre el
más central equilibrio del Imperio.
De igual modo que el Imperio con el espectáculo de su fuerza determina continuamente recomposiciones sistémicas, nuevas figuras de resistencia son compuestas en las secuencias de los eventos de lucha. Esta es otra característica fundamental de la existencia de la multitud, hoy, dentro del Imperio y contra el Imperio. Se producen nuevas figuras de lucha y nuevas subjetividades en la coyuntura de eventos, en el nomadismo universal, en la mezcla y mestizaje de individuos y pueblos y en la metamorfosis tecnológica de la máquina biopolítica imperial. Estas nuevas figuras y subjetividades son producidas porque, aunque las luchas sean en verdad antisistémicas, no se alzan meramente contra el sistema imperial – no son simples fuerzas negativas. También expresan, alimentan y desarrollan positivamente sus propios proyectos constituyentes; trabajan por la liberación del trabajo viviente, creando constelaciones de poderosas singularidades. Este aspecto constituyente del movimiento de la multitud, en sus infinitas caras, es realmente el terreno positivo de la construcción histórica del Imperio. Esta no es un positivismo historicista sino, por el contrario, una positividad de la res gestae de la multitud, una positividad creativa, antagónica. El poder deterritorializador de la multitud es la fuerza productiva que sostiene al Imperio y, al mismo tiempo, la fuerza que hace necesaria y llama a su destrucción.
En este punto, sin embargo, debemos reconocer que nuestra metáfora se
rompe y el águila de dos cabezas no una representación adecuada de la relación
entre el Imperio y la multitud, porque coloca a los dos en un mismo nivel, y
eso no reconoce las jerarquías reales y discontinuidades que definen su
relación. Desde una perspectiva, el Imperio se posiciona claramente por sobre
la multitud y la sujeta bajo el mando de su máquina, como un nuevo Leviatán. Al
mismo tiempo, sin embargo, desde la perspectiva de la creatividad y
productividad social, desde la que hemos venido denominando perspectiva
ontológica, la jerarquía es revertida. Es la multitud la fuerza productiva real
de nuestro mundo social, mientras que el Imperio es un mero aparato de captura
que sólo vive fuera de la vitalidad de la multitud – como diría Marx, un
régimen vampiro de trabajo muerto acumulado que sólo sobrevive chupando la
sangre de los vivos.
Una vez que adoptamos este punto de vista ontológico, podemos volver al
marco jurídico que investigamos inicialmente y reconocer las razones del
déficit real que aflige a la transición desde la ley pública internacional
hacia la nueva ley pública del Imperio, es decir, la nueva concepción del
derecho que define al Imperio. En otras palabras, la frustración y la continua
inestabilidad sufrida por el derecho imperial mientras intenta destruir los
viejos valores que sirvieron como puntos de referencia para la ley pública
internacional (los Estados-nación, el orden internacional de Westfalia, las
Naciones Unidas, etc.), junto con la denominada turbulencia que acompaña a este
proceso, son todos síntomas de una carencia propiamente ontológica. Mientras
construye su figura supranacional, el poder parece privado de todo terreno real
por debajo de él o, mejor aún, le está faltando el motor que impulsa su
movimiento. El mando del contexto imperial biopolítico debe ser visto, por
ello, en primera instancia como una máquina vacía, una máquina espectacular,
una máquina parasitaria.
Un nuevo sentido de ser es impuesto sobre la constitución del Imperio
por el movimiento creativo de la multitud o, en verdad, está continuamente
presente en este proceso como un paradigma alternativo. Es interno al Imperio y
empuja hacia delante su constitución, no como un negativo que construye un
positivo, o cualquier otra resolución dialéctica. En realidad actúa como una
fuerza absolutamente positiva que empuja al poder dominante hacia una
unificación abstracta y vacía, de la cual aparece como la alternativa
diferente. Desde esta perspectiva, cuando el poder constituido del Imperio
aparezca meramente como una privación del ser y la producción, como una traza
abstracta y vacía del poder constituyente de la multitud, entonces seremos
capaces de reconocer el punto de vista real de nuestro análisis. Un punto de
vista tanto estratégico como táctico, cuando ambos ya no son distintos.
Manifiesto Político
En un extraordinario texto escrito en su período de reclusión, Louis
Althusser lee a Maquiavelo y hace la muy razonable pregunta sobre si El Príncipe
debe ser considerado un manifiesto político revolucionario(1). A fin
de aplicarse a esta cuestión, Althusser intenta primero definir la “forma
manifiesto” en tanto género específico de texto, comparando las características
de El Príncipe con aquellas del manifiesto político paradigmático, el
Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels. Halla entre estos dos
documentos parecidos estructurales innegables. En ambos textos la forma del
argumento consiste en “un aparato completamente específico [dispositif] que
establece relaciones particulares entre el discurso y su’objeto’ y entre el
discurso y su ‘sujeto’ “ (p. 55). En cada caso el discurso político nace de la
relación productiva entre el sujeto y el objeto, del hecho de que esta relación
es ella misma el verdadero punto de vista de la res gestae, una acción
colectiva auto-constituyente apuntada a su objetivo. En suma, claramente por
fuera de la tradición de la ciencia política (tanto en su forma clásica, que
era realmente el análisis de las formas de gobierno, o en su forma
contemporánea, que apunta a una ciencia de la administración), los manifiestos
de Maquiavelo y Marx-Engels definen lo político como los movimientos de la
multitud, y definen su objetivo como la auto-producción del sujeto. Aquí tenemos
una teleología materialista.
Pese a esa importante similitud, continúa Althusser, las diferencias
entre los dos manifiestos son significativas. La primera diferencia consiste en
el hecho que, mientras en el texto de Marx-Engels el sujeto que define el punto
de vista del texto (el moderno proletariado) y el objeto (el partido comunista
y el comunismo) son concebidos como co-presentes de tal modo que la creciente
organización del primero conlleva directamente la creación del segundo, en el
proyecto de Maquiavelo hay una distancia ineluctable entre el sujeto (la
multitud) y el objeto (el Príncipe y el Estado libre). Esta distancia llevó a
que Maquiavelo buscara en El Príncipe una aparato democrático capaz de unir
sujeto con objeto. En otras palabras, mientras el manifiesto de Marx-Engels
traza una causalidad lineal y necesaria, el texto de Maquiavelo describe en
realidad un proyecto y una utopía. Althusser reconoce finalmente que ambos
textos traen efectivamente la propuesta teórica al nivel de la praxis; ambos
asumen al presente como vacío para el futuro, “vide pour le futur” (p. 62), y
en este espacio abierto establecen un acto inmanente del sujeto que constituye
una nueva posición del ser.
¿Es esta elección del campo de la inmanencia, sin embargo, suficiente
para definir un manifiesto que sea un modo de discurso político adecuado para
el sujeto insurgente de la posmodernidad ? La situación posmoderna es
eminentemente paradójica cuando se considera desde el punto de vista
biopolítico – es decir, entendido como un circuito ininterrumpido de vida,
producción y política, dominado globalmente por el modo capitalista de
producción. Por un lado, en esta situación todas las fuerzas de la sociedad
tienden a ser activadas como fuerzas productivas; pero por otro lado, estas
mismas fuerzas son sometidas a una dominación global, continuamente más
abstracta y por ello ciega al sentido de los aparatos de reproducción de la
vida. En la posmodernidad, se ha impuesto efectivamente el “fin de la
historia”, pero de un modo tal que, paradójicamente, todos los poderes de la
humanidad son llamados a contribuir a la reproducción global del trabajo, la
sociedad y la vida. En este marco, la política (cuando es entendida como
administración y dirección) pierde toda su transparencia. A través de este
proceso de normalización, el poder oculta en lugar de revelar e interpretar las
relaciones que caracterizan su control sobre la sociedad y la vida.
¿Cómo puede reactivarse un discurso político revolucionario en esta situación? ¿Cómo puede ganar nueva consistencia y llenar algún manifiesto eventual con una nueva teleología materialista? ¿Cómo podemos construir un aparato para unir al sujeto (la multitud) con el objeto (la liberación cosmopolita) dentro de la posmodernidad? Ciertamente no podemos lograr esto, aún asumiendo por completo el argumento del campo de inmanencia, siguiendo simplemente las indicaciones ofrecidas por el manifiesto de Marx-Engels. En la fría placidez de la posmodernidad, lo que Marx-Engels vieron como co-presencia del sujeto productivo y el proceso de liberación es totalmente inconcebible. Y, sin embargo, desde nuestra perspectiva posmoderna, los términos del manifiesto de Maquiavelo parecen adquirir una nueva contemporaneidad. Forzando un poco la analogía con Maquiavelo, podemos plantear el problema en estos términos: ¿Cómo puede el trabajo productivo dispersado en diversas redes encontrar un centro? ¿Cómo puede la producción material e inmaterial de los cerebros y cuerpos de tantos construir una dirección y sentido comunes o, mejor, cómo puede encontrar su príncipe el esfuerzo de saltar la distancia entre la formación de la multitud como sujeto y la constitución de un aparato político democrático?
Esta analogía es, sin embargo, insuficiente.. Permanece en el príncipe
de Maquiavelo una condición utópica que distancia al proyecto del sujeto y eso,
pese a la inmanencia radical del método, confía la función política a un plano
superior. En contraste, cualquier liberación posmoderna debe ser alcanzada
dentro de este mundo, en el plano de la inmanencia, sin ninguna posibilidad de
ninguna utopía por fuera. La forma en la que la política se exprese como
subjetividad no está totalmente clara hoy día. Una solución a este problema
deberá entrelazar juntos al sujeto y el objeto del proyecto, colocarlos en una
situación de inmanencia aún más profunda que la alcanzada por Maquiavelo o
Marx-Engels, en otras palabras, situarlos en un proceso de auto-producción.
Tal vez necesitemos reinventar la noción de la teleología materialista
que Spinoza proclamó en el amanecer de la modernidad, cuando sostuvo que el
profeta producía a su propio pueblo(2). Tal vez, junto con Spinoza,
debemos reconocer al deseo profético como irresistible y, cuanto más poderoso,
más identificado con la multitud. No nos queda del todo claro que esta función
profética pueda satisfacer efectivamente nuestras necesidades políticas y
sostener un manifiesto potencial de la revolución posmoderna contra el Imperio,
pero algunas analogías y coincidencias paradójicas nos parecen llamativas. Por
ejemplo, mientras Maquiavelo propone que el proyecto de construir una nueva
sociedad desde abajo requiere “armas” y “dinero” e insiste en que debemos
buscarlos afuera, Spinoza responde: ¿No los tenemos ya? ¿No están las armas
necesarias precisamente dentro del poder creativo y profético de la multitud?
Tal vez nosotros también, colocándonos dentro del deseo revolucionario de la
posmodernidad, podamos responder: ¿No tenemos ya “armas” y “dinero” ? El tipo
de dinero que Maquiavelo insiste que es necesario puede residir en la
productividad de la multitud, el actor inmediato de la producción y
reproducción biopolítica. El tipo de armas en cuestión puede estar contenido en
el potencial de la multitud para sabotear y destruir con su propia fuerza
productiva el orden parasitario del comando posmoderno.
Hoy un manifiesto, un discurso político, debe aspirar a llevar a cabo la
función profética spinozista, la función de un deseo inmanente que organiza a
la multitud. No hay aquí ningún determinismo o utopía: este es, en verdad, un
contrapoder radical, apoyado ontológicamente no en algún ”vide pour le futur”
sino en la actividad actual de la multitud, su creación, producción y poder –
una teleología materialista.
NOTAS
1 Sobre la
declinación de la soberanía de los Estados-nación y la transformación de la
soberanía en el sistema global contemporáneo, ver Saskia Sassen, Losing
Control? Sovereignity in an Age of Globalization. (New York,
Columbia University Press, 1996)
2 Sobre el concepto de Imperio,
ver Maurice Duverger, “Le concept d’empire”,en Maurice Duverger, ed. Le concept
d’empire (Paris: PUF, 1980), pp. 5-23. Duverger divide los ejemplos históricos
en dos modelos primarios, con el Imperio Romano por un lado y los Chino, Arabe,
Mesoamericano y otros Imperios, por otro. Nuestro análisis pertenece
básicamente al lado Romano porque este es el modelo que ha animado la tradición
Euro-americana que ha desembocado en el orden mundial contemporáneo.
3. “La modernidad no es un
fenómeno de Europa como sistema independiente, sino de Europa como centro”. Enrique
Dussel, “Beyond Eurocentrism: The World System and the Limits of Modernity”, en
Fredric Jameson y Masao Miyoshi, eds., The Cultures of Globalization (Durham:
Duke University Press, 1998), pp. 3-31; nota p. 4.
5 El nuestro no es el único
libro que prepara el terreno para el análisis y la crítica del Imperio. Aunque
no usen el término “Imperio”, vemos las obras de numerosos autores orientadas
en esta dirección; esto incluye a Fredric Jameson, David Harvey, Arjun
Appadurai, Gayatri Spivak, Edward Said, Giovanni Arrighi y Arif Dirlik, para
nombrar sólo a algunos de los más conocidos.
1 Ya
en 1974 Franz Schurmamm subrayó la tendencia hacia un orden global en The Logic
of World Powe: An Inquirí into the Origins, Comments and Contradictions of
World Politics (New York: Panteón, 1974).
2 Sobre los cambios en los
pactos europeos para la paz internacional, ver Leo Gross, “The Peace of
Westphalia, 1648-1948”, American Journal of International Law, 42, No 1 (1948).
20-41.
3
Danilo Zolo, Cosmópolis: Prospects for World Government, trad. David McKie (Cambridge
Polity Press, 1997), es el que expresa con mayor claridad la hipótesis de que
el paradigma del proyecto del nuevo orden mundial debe localizarse en la Paz de
Viena. Seguimos sus análisis en muchos aspectos. Véase también a
Richard Falk, “The Interplay of Wetphalia and Charter Conception of
International Legal Order”, en C. A. Blach y Richard Falk, eds, The Future of
International Legal Order (Princeton: Princeton University Press, 1969), 1:
32-70.
4 Hans
Kelsen, Das Problem des Souveranitat and die Theorie des Volkerrechts: Beitrag
zu einer Reinen Rechtslchre (Tubingen: Mohr, 1920), p. 205. Ver también
Principles of International Law, (New York: Rinehart, 1952), p. 586.
5
Kelsen, Das Problem des Souveranitat, p. 319
6 Ver
Hans Kelsen, The Law of the United Nations (New York: Praeger, 1950)
7
Sobre la historia legal de las Naciones Unidas, ver Alf Ross, United Nations:
Peace and Progress (Totowa, NJ: Bedminster Press, 1966): Benedetto Conforti,
The Law and Practice of the United Nations (Boston: Kluwer Law international,
1996); Richard Falk, Samuel S. Kim y Saul H. Mendlovitz, eds, The United
Nations and a Just World Order (Boulder: Westview Press, 1991)
8 Sobre el concepto
de “analogía doméstica”, tanto desde el punto de vista genealógico como desde
el de la política jurídica internacional, ver Hedley Bull, The Anarchical
Society (London: Macmillan, 1977); y, por sobre todo, Hidemi Suganami, The
Domestic Analogy and World Order Proposals (Cambridge: Cambridge University
Press, 1989). Para
una perspectiva crítica y realista contra la concepción de una “analogía
doméstica”, ver a James N. Rosenau, Turbulence in World Politics: A Theory of
Change and Continuity (Princeton: Princeton University Press, 1990)
9 Véase a Norberto Bobbio,
Il problema della guerra e le vie della pace (Bologna: Il Mulino, 1984)
10 Sobre las proposiciones
de Norberto Bobbio acerca de estos argumentos, véase principalmente Il terzo
assente (Turín: Edizioni Sonda, 1989). En general, sin embargo, sobre las
líneas recientes de pensamiento internacionalista y la alternativa entre
enfoque estatistas y cosmopolitanos, ver Zolo, Cosmópolis.
11
Véase la obra de Richard Falk, en especial A Study of Future Worlds (New York:
Free Press, 1975); The Promise of World Order (Philadelphia: Temple University
Press, 1987); y Explorations at the Edge of Time (Philadelphia: Temple
University Press, 1992). El
origen del discurso de Falk y su línea idealista y reformista puede ser trazado
hasta las famosas proposiciones iniciales de Grenville Clark y Louis B. Sohn,
World Peace through World Law (Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1958)
12 En la Sección 2.4
discutiremos brevemente la obra de aquellos autores que desafiaron al campo
tradicional de las relaciones internacionales desde una perspectiva
posmodernista.
13 “El capitalismo ha sido
desde su inicio un asunto de economía-mundial...Sólo es una mala lectura de la
situación sostener que recién en el siglo veinte el capitalismo se ha vuelto
‘mundializado’.” Immanuel Wallerstein, The Capitalist World-Economy
(Cambridge: Cambridge University Press, 1979), p. 19. La referencia más completa
sobre este punto es Immanuel Wallerstein, The Modern World System, 3 vols. (New
York: Academic Press, 1974-1988). Véase también Giovanni Arrighi, The Long
Twentieth Century (London: Verso, 1995).
14
Ver, como ejemplo, Samir Amin, Empire of Chaos (New York: Monthly Review Press,
1992)
15 Para nuestro análisis del
Imperio Romano, nos hemos valido de algunos de los textos clásicos, tal como
Gaetano de Sanctis, Storia dei Romani, 4 vols. (Turín: Bocca,
1907-1923); Hermann Dessau, Geschichte der römanischen Keiserzeit, 2 vols.
(Berlin: Weidmann, 1924-1930); Michel Rostovzeff, Social and Economic History
of the Roman Empire, 2 vols. (Oxford:
Clarendon Press, 1926); Pietro de Francisci, Genesi e struttura del principato
augusteo (Rome: Sampaolesi, 1940); y Santo Mazzarino, Fra Oriente ed Occidente
(Florence: La Nuova italia, 1947).
16 Ver
Johannes Adam Hartung, Die Lehre von der Weltherrschaft im Mittelalter (Halle,
1909); Heinrich Dannenbauer, ed. Idee und Gestalt (Stuttgart: Cotta, 1940); Georges de
Legarde, “La conception medieval de lingüística’ordre en face de lingüística’umanisme,
de la Renaissance et de la Reforme”, en el Congresso internazionale dialecto
studi umanistici, Umanesimo e scienza política (Milan: Marzorati, 1951); y
Santo Mazzarino, The End of the Ancient World, trad. George Holmes
(New York: Knopf, 1966)
17 Ver
Michael Walzer, Just and Unjust Wars, 2a edición (New York: basic Books, 1992).
La renovación
de la teoría de la guerra justa en los ’90 queda demostrada por los ensayos en
Jean Bethke Elshtain, ed. Just War Theory (Oxford: Basil Blackwell, 1992)
18 Deberíamos distinguir
aquí entre jus ad bellum (el derecho a hacer la guerra) y jus in bello (la ley
en la guerra), o, en verdad, las reglas de la conducta correcta en la guerra. Ver
Walzer, Just and Unjust Wars, pp. 61-63 y 90.
19 Sobre la Guerra del Golfo
y la justicia, ver Norberto Bobbio, Unna guerra giusta? Sul
conflitto del Golfo (Vence: Marsilio, 1991); Ramsey Clark, The Fire This Time:
U. S. War Crimes in the Gulf (New York: Thunder’s Mouth Press, 1992); Jurgen
Habermas, The Past as Future, trad. Max Pensky (Lincoln: University of Nebraska
Press, 1994) ; y Jean Bethke Elshtain, ed. But Was It Just. Reflections on the
Morality of the Persian Gulf War (New York: Doubleday, 1992)
20 Acerca de la influencia
de la sistematización de Niklas Luhmann sobre la teoría jurídica internacional,
véase los ensayos de Gunther Teubner, en Gunther Teubner y Alberto Febbrajo,
eds. State, Law and Economy as Autopoietic Systems (Milan: Giuffré, 1992). Una adaptación de
las teorías ético-jurídicas de John Rawl fue intentada por Charles R. Beitz en
Political Theory and International Relations (Princeton: Princeton University
Press, 1979)
21
Este concepto fue presentado y articulado en James Rosenau, “Governance, Order
and Change in World Politics”, en James Rosenau y Ernst-Otto Czempiel,
Governance without Government (Cambridge: Cambridge University Press, 1992)
22 En
un extremo, ver el grupo de ensayos colectados en V. Rittenberger, ed., Beyond
Anarchy: International Cooperation and Regimes (Oxford: Oxford University
Press, 1994)
23 Ver
Hans Kelsen, Peace through Law (Chapel Hill: University of North Carolina
Press, 1999)
24 Acerca de las
lecturas de Maquiavelo sobre el Imperio Romano, ver Antonio Negri, Il potree
costituente (Milan: Sugarco, 1992), pp. 75-96; en inglés, Insurgencies:
Constituent Power and the Modern State, trad. Maurizia Boscagli
(Minneapolis: University of Minnesota Press, 1999)
25 Para una lectura
sobre el pasaje jurídico de la modernidad a la posmodernidad, ver Michael hardt
y Antonio Negri, Labor of Dionysus: A Critique of the State-Form (Minneapolis:
University of Minnesota Press, 1994), cap. 6 y 7.
26 Es extraño cómo en este
debate internacionalista casi la única obra de Carl Schmitt que se considera es
Der Nomos der Ende im Volkerrecht des Jus Publicum Europaeum (Cologne: Greven,
1950), cuando realmente precisa en este contexto su trabajo más importante es
Verfassungslehre, 8a ed. (Berlín: Duncker & Humblot, 1993), y sus
posiciones desarrolladas alrededor de la definición del concepto de lo político
y la producción del derecho.
27 Para tener una buena idea
de este proceso puede ser suficiente con leer, conjuntamente, los clásicos
disciplinarios de la ley internacional y la economía internacional, uniendo sus
observaciones y prescripciones, las que emergen de diferentes formaciones
disciplinarias pero comparten un cierto neorrealismo, o, verdaderamente, un
realismo en el sentido Hobbesiano. Véase, por ejemplo, Kenneth Neal
Waltz, Theory of International Politics (New York: Random House, 1979), and
Robert Gilpin, The Political Economy of International Relations (Princeton:
Princeton University Press, 1987)
28 A fin de obtener una idea
inicial de la vasta y a menuda confusa literatura sobre este tópico, ver Gene
Lyons y Michael Mastanduno, eds., Beyond Westphalia? State Sovereignty
and International Intervention (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1995); Arnold Kanter y Linton Brooks, eds., U. S. Intervention Policy for the
Post-Cold War World (New York: Norton, 1994); Mario Bettati, Le droit
d’ingérence (Paris: Odile Jacob, 1995); y Maurice Bernard, La fin de l’ordre
militaire (Paris: Presses de Sciences Politiques, 1995)
29 Sobre la ética de
las relaciones internacionales, además de las propuestas ya citadas de Michael
Walzer y Charles Beitz, ver también Stanley Hoffmann, Duties beyond Borders
(Syracuse: Syracuse University Press, 1981); y Terry Nardin y David R. Mapel,
eds., Traditions of International Ethics (Cambridge: Cambridge University
Press, 1992)
30 Nos
referimos aquí a dos textos clásicos: Montesquieu, Considerations on the Causes
of the Greatness of the Romans and Their Decline, trad. David Lowenthal (New
York: Free Press, 1965); y Edward Gibbon, The History of the Decline and Fall
of the Roman Empire, 3 vol. (London:
Penguin, 1994)
31 Como Jean Ehrard ha
mostrado ampliamente, la tesis de que la declinación de Roma comenzó con Cesar
fue repropuesta continuamente a lo largo de la historiografía de la edad del
Iluminismo. Ver Jean Ehrard, La politique de Montesquieu (paris: A. Colin,
1965)
32 El principio de la
corrupción de los regímenes políticos estaba implícita en la teoría de las
formas de gobierno, tal como fue formulada en el período Sofista,
posteriormente codificado por Platón y Aristóteles. El principio de corrupción
“política” fue luego trasladado a un principio de desarrollo histórico por
medio de teorías que consideraron a los esquemas ético de las formas de
gobierno como desarrollos temporales cíclicos. De todos los proponentes de
diferentes tendencias teóricas que se han ocupado de esta cuestión (y los
estoicos fueron ciertamente fundamentales en este aspecto), Polibio fue el que
realmente describió el modelo en su forma definitiva, celebrando la función
creativa de la corrupción.
1 El pasaje de la sociedad
disciplinaria a la sociedad de control no está articulado explícitamente por
Foucault, pero permanece implícito en su obra. Seguimos los excelentes
comentarios de Gilles Deleuze en esta interpretación. Ver: Gilles Deleuze,
Foucault (Paris: Minuit, 1986); y “Post-scriptum sur les sociétés de contrôle”,
en Peuparlers (Paris: Minuit, 1990). Ver también Michael Hardt, “The
Withering of Civil Society”, Social Text, No 45 (Winter 1995), 27-44.
2 Ver
principalmente Michel Foucault, The History of Sexuality, trad. Robert Hurley
(New York: Vintage, 1978), 1: 135-145. Sobre otros tratamientos del concepto de
biopolítica en las obras de Foucault, ver “The Politics of Health in the
Eighteenth Century”, en Power/Knowledge, ed. Colin Gordon (New York: Panteón, 1980),
pp. 166-182; “La naissance de la médecine sociale”, en Dits et écrits (Paris:
Gallimard, 1994), 3:207-228, particularmente p. 210; y “Naissance de la
biopolitique”, en Dits et écrits, 3:818-825. Para ejemplos de trabajos de otros
autores que siguieron la visión de la biopolítica de Foucault, ver Hubert
Dreyfus y Paul Rabinow, eds. Michel Foucault: Beyond Structuralism abd Hermeneutics
(Chicago: University of Chicago Press, 1992), pp 133-142; y Jacques Donzelot,
The Policing of Families, trad. Robert Hurley (New York: Panteón, 1979)
3. Michel Foucault,
“Les mailles du pouvoir”, en Dits et écrits (Paris: Gallimard, 1994),
4:182-201; nota en p. 194.
4 Muchos pensadores han
seguido a Foucault en estas líneas, y problematizado correctamente al Estado de
Bienestar. Ver principalmente Jacques Donzelot,
Lingüística’invention du social (Paris: Fayard, 1984); y Francois Ewald,
Lingüística’état providence (Paris: Seuil, 1986)
5 Ver
Karl Marx, “Results of the Immediate Process of Production”, trad. Rodney Livingstone, publicado
como apéndice de Capital, trad. Ben Fowkes (New York: Vintage,
1976), 1:948-1084. Ver
también Antonio Negri, Marx beyond Marx, trad. Harry Cleaver, Michael Ryan y
Mauricio Viano (New York: Autonomedia, 1991)
6 Ver Marx Horkheimer y
Theodor Adorno, The Dialectic of Enlightenment, trad. John Cumming (New
York: Herder and Herder, 1972)
7 Ver
Gilles Deleuze , A s, tmi (versity of Minnesota Press, 1987)
8 Ver,
por ejemplo, Peter Dews, Logics of Disintegration: Poststructuralist Thought
and the Claims of Critical Theory (London: Verso, 1987), cap. 6 y 7. Cuando uno adopta
esta definición del poder y las crisis que lo atraviesan, el discurso de Foucault (y
más aún aquellos de Deleuze y Guattari) presenta un poderoso marco teórico para
criticar al Estado de Bienestar. Para análisis más o menos eis más o menos eis
más o menos eis más o menos eis más o menos en esta misma línea ver: Claus
Offe, Disorganized Capitalism: Contemporary Transformations of Work and
Politics (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1985); Antonio Negri, Revolution
Retrieved: Selected Writings (London: Red Notes, 1988); y los ensayos de
Antonio Negri incluidos en: Michael Hardt y Antonio Negri, Labor of Dionysus
(Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994), pp. 23-213.
9 Las nociones de “totalitarismo”
construidas durante el período de la Guerra Fría probaron ser instrumentos
útiles para propaganda pero herramientas analíticas completamente inadecuadas,
derivando a menudo en métodos inquisitorios y dañando los argumentos morales.
Los numerosos estantes de nuestras librerías llenos con análisis del
totalitarismo deben ser vistos actualmente con vergüenza y eliminados sin
vacilaciones. Como breve muestra de la literatura sobre totalitarismo, desde la
más coherente a la más absurda, ver Hannah Arendt, The Origins of
Totalitarianism (New York: Harcourt, Brace, 1951); y Jeanne Kirkpatrick,
Dictatorships and Double Standards (New York: Simon and Schuster, 1982).
Volveremos sobre el tema del totalitarismo en más detalle en la Sección 2.2.
10 Nos referimos aquí a las
temáticas de Mobilmachtung desarrolladas en el mundo germánico primariamente
entre 1920 y 1930, más o menos desde Ernst Jünger hasta Carl Schmitt. También
en la cultura francesa emergieron esas posiciones alrededor de 1930, y las
polémicas alrededor de ellas no han terminado aún. La figura de Georges
Bataille está en el centro de esta discusión. Entre diferentes líneas, sobre la
“movilización general” como paradigma de la constitución de la fuerza laboral
colectiva en el capitalismo fordista, ver Jean Paul de Gaudemar, La
mobilisation genérale (París: Maspero, 1978)
11 Podemos trazar una muy
interesante línea de discusión que desarrolla efectivamente la interpretación
Foucaltiana del biopoder, desde la lectura que Jacques Derrida hace de la obra
de Walter Benjamín “Critique of Violence” (“Force of Law”, en: Drucilla Corner,
Michel Rosenfeld y David Gray Carlson, eds. Deconstruction and the Possibility
of Justice [New York: Routledge, 1992], pp. 3-67) hasta la contribución más
reciente y estimulante de Giogio Agamben: Homo sacer: il potree sovrano e la
nuda vita (Turín: Einaudi, 1995). Nos parece fundamental, sin embargo, que
todas estas discusiones vuelvan atrás, a la cuestión de las dimensiones
productivas del “bios”, identificando, en otras palabras, la dimensión
materialista del concepto más allá de cualquier concepción puramente
naturalista (vida como “zoe”) o simplemente antropológica (como Agamben en
particular tiende a hacer, volviendo indiferente el concepto)
12 Michel Foucault, “La naissance
de la médecine sociale”, en Dits et écrits (París: Gallimard. 1994),
3:210.
13 Ver
Henri Lefebvre, L’ideologie Structuraliste (Paris: Anthropos, 1971); Gilles
Deleuze, “A quoi reconnait-on le structuralisme?” en Francois Châtelet, ed.
Histoire de la philosophie, vol. 8 (París: Hachette, 1972), pp. 299-335; y
Fredric Jameson, The Prison-House of Language (Princeton: Princeton University
Press, 1972)
14 Cuando Deleuze formuló
sus diferencias metodológicas con Foucault, en una carta privada escrita en
1977, el principal punto de desacuerdo provenía precisamente de la cuestión de
la producción. Deleuze prefería el término “deseo” al “placer” de Foucault,
explicó, porque deseo aprehende la dinámica activa y real de la producción de
realidad social, mientras que placer es meramente inerte y reactiva: “Placer
interrumpe la positividad de deseo y la constitución de su plano de
inmanencia”. Ver Gilles Deleuze,”Desir et plaisir”, Magazine Littéraire, No 325
(Octubre 1994), 59-65; nota p. 64.
15 Felix Guattari ha
desarrollado, tal vez, las consecuencias extremas de este tipo de crítica
social, evitando cuidadosamente caer en el estilo anti –“grand narrative” del
argumento posmodernista, en su Chaosmosis, trad. Paul Bains y
Julian Pefanis (Sydney: Power Publications, 1995). Desde un punto de vista metafísico, entre
los seguidores de Nietszche, hallamos posiciones genéricamente análogas,
expresadas en: Massimo Cacciari, DRAN: meridiens de la decisión dans la pensée
contemporaine (parís: L’Éclat, 1991)
16 En inglés, ver los
ensayos de Paolo Virno y Michael Hardt, eds., Radical Thought in Italy
(Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996). También ver Christian
Marazzi, Il posto dei calzini: la svolta lingüística dell’economia e i suoi
effetti nella política (Bellinzona: Edizioni Casagrande); y numerodad ediciones
de la revista francesa Futur antérieur, particularmente los Nos 10 (1992) y
35-36 (1996). Para un análisis que se apropia de elementos centrales de este
proyecto, pero al final falla en capturar su poder, ver André Gorz, Misére du
présent, richesse du posible (París: Galilée, 1997)
17 El marco en el cual se
construye esta línea de investigación es tanto su gran riqueza como su
limitación real. El análisis debe ser desarrollado, en efecto, más allá de las
limitaciones del análisis “obrerista” (operaista) del desarrollo capitalista y
la forma-Estado. Una de sus limitaciones, por ejemplo, es subrayada por Gayatri
Spivak, In Other Worlds: Essays in Cultural Politics (New York: Routledge,
1988), p. 162, quien insiste en el hecho de que la concepción del valor en esta
línea de análisis marxista puede funcionar en los paises dominantes (incluyendo
en el contexto a ciertas corrientes de la teoría feminista), pero pierde por
completo el marco en el contexto de las regiones subordinadas del mundo. El
cuestionamiento de Spivak es, por cierto, extremadamente importante para la
problemática que estamos desarrollando en este estudio. De hecho, desde un
punto de vista metodológico, podemos decir que la problemática compleja más
profunda y sólida que se ha elaborada para la crítica de la biopolítica se
halla en la teoría feminista, en particular las teorías feministas marxistas y
socialistas, que se ocupan del trabajo de la mujer, el trabajo afectivo y la
producción de biopoder. Esto presenta el marco tal vez más apto para renovar la
metodología de las escuelas europeas “obreristas”.
18 Las teorías de la
“turbulencia” del orden internacional, y más aún, del orden del nuevo mundo,
que citamos antes (ver en especial la obra de J. G. Ruggie), evitan por lo
general en sus explicaciones de las causas de esta turbulencia toda referencia
al carácter contradictorio de las relaciones capitalistas. La turbulencia
social es considerada meramente una consecuencia de las dinámicas internacionales
entre Estados-actores, de modo tal que la turbulencia puede ser normalizada
dentro de los límites estrictamente disciplinarios de las relaciones
internacionales. Las luchas sociales y de clases son efectivamente ocultadas
por el propio método de análisis. Desde esta perspectiva, entonces, el “bios
productivo” no puede ser realmente entendido. Lo mismo vale, en general, para
los autores de la perspectiva del sistema-mundo, quienes se abocan
principalmente a los ciclos del sistema y las crisis sistémicas (ver las obras
de Wallerstein y Arrighi citadas antes). El suyo es, en efecto, un mundo (y una
historia) sin subjetividad. Lo que pierden es la función del bios productivo,
o, en verdad, el hecho que el capital no es una cosa sino una relación social,
una relación antagónica, uno de cuyos lados está animado por la vida productiva
de la multitud.
19 Giovanni Arrighi, The
Long Twentieth Century (London: Verso, 1995), por ejemplo, sostiene esa
continuidad en el papel de las corporaciones capitalistas. Para un punto vista
excelentemente contrastante, en términos de periodización y enfoque
metodológico, ver Luciano Ferrari Bravo, “Introduzione: vecchie e nuove
questioni nella teoria dell’imperialismo”, en Luciano Ferrari Bravo, ed.
Imperialismo e classe operaia multinazionale (Milán: Feltrinelli, 1975), pp.
7-70.
20 Ver, desde la perspectiva
del análisis político, Paul Kennedy, Preparing for the Twenty-first Century
(New York: Random House, 1993); y desde la perspectiva de la topografía
económica y la crítica socialista, David Harvey, The Conditions of
Postmodernity (Oxford: Blackwell, 1989)
21 Marx, Capital, 1:742.
22 Sobre este punto la
bibliografía que podemos citar es interminable. En efecto, las teorías de
propaganda y consumo se han integrado (justo a tiempo) en las teorías de la
producción, hasta el punto donde ahora tenemos ¡ideologías de la “atención”
ubicadas como valor económico! En cualquier caso, para una selección de los
numerosos trabajos que tocan este campo, uno debería consultar: Susan Strasser,
Satisfaction Guaranteed: The Making of the American Mass Market (New York:
Panteón, 1989); Gary Cross, Time and Money: The Making of Consumer Culture (New
York: Routledge, 1993); y para un análisis más interesante desde otra
perspectiva, The Project on Disney, Incide the Mouse (Durham: Duke University
Press, 1995). La producción del productor, sin embargo, no es sólo la
producción del consumidor. También involucra la producción de jerarquías,
mecanismos de inclusión y exclusión, etc. Abarca, finalmente, la producción de
crisis. Desde este punto de vista, ver Jeremy Rifkin, The End
of Work: The Decline of Global Labor Force and the Dawn of the Postmarket Era
(New York: Putnam, 1995); y Stanley Aronowitz y William DiFazio, The Jobless
Future (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994)
23 Les debemos a Deleuze y
Guattari y su A thousand Plateaus la descripción fenomenológica más
completamente elaborada de esta naturaleza-mundo-industrial-monetaria, que
constituye el primer nivel del orden mundial.
24 Ver
Edward Comor,ed., The Global Political Economy of Communication (London:
Macmillan,1994)
25 Ver
Stephen Bradley, ed., Globalization, Technologies and Competition: The Fusion
of Computers and Telecommunications in the 90s (Cambridge, Mass: Harvard
Business School Press, 1993); y Simon Serfaty, The Media and Foreign Policy
(London: Macmillan, 1990)
26 Ver
Jürgen Habermas, Theory of Communicative Action, Trad. Thomas McCartthy
(Boston: Beacon Press, 1984). Discutiremos esta relación entre comunicación y producción
con más detalle en la Sección 3.4.
27 Ver
Hardt y Negri, Labor of Dionysus, caps. 6 y 7.
28
Pese al extremismo de los autores presentados en Martín Aalborg y Elizabeth
King, eds., Globalization, Knowledge and Society (London: Sage, 1990), y de la
relativa moderación de Bryan S. Turner, Theories of Modernity and Postmodernity
(London: Sage, 1990), y Mike Featherstone, ed., Global Culture, Nationalism,
Globalization and Modernity (London: Sage, 1991), las diferencias entre sus
diversas opiniones son realmente menores. Siempre debemos recordar que la imagen de
una “sociedad civil global” nace no sólo en las mentes de ciertos filósofos
posmodernistas y en algunos seguidores de Habermas (tales como Jean Cohen y
André W. Arato) sino también, lo que es más importante, en la tradición
Lockeana de las relaciones internacionales. Este último grupo incluye teóricos
tan importantes como Richard Falk, David Held, Anthony Giddens, y (en algunos
aspectos) Danilo Zolo. Acerca del concepto de sociedad civil en el contexto
global, ver Michael Walzer, ed., Toward a Global Civil Society (Providence:
Berghahn Books, 1995)
29 Con la ironía
iconoclástica de los más recientes escritos de Jean Baudrillard, tales como The
Gulf War Did Not Take Place, trad. Paul Patton (Bloomington: Indiana University
Press, 1995), una cierta vena de posmodernismo francés ha regresado a un marco
propiamente surrealista.
30 Hay una ininterrumpida
continuidad desde las nociones de la última Guerra Fría de “reforzamiento de la
democracia” y “transición democrática” hasta las teorías imperiales de
“reforzamiento de la paz”. Ya hemos subrayado el hecho de que muchos filósofos
morales han apoyado la Guerra del Golfo como una causa justa, mientras que
teóricos jurídicos, siguiendo la importante guía de Richard Falk, se han
opuesto a ella. Ver, por ejemplo, Richard Falk, “Twisting the U. N.
Charter to U. S. Ends”, en Hamid Mowlana, George Gerbner y Herbert Schiller,
eds., Triumph of the Image: The Media’s War in the Persian Gulf (Boulder: Westview
Press, 1992), pp. 175-190. Ver
también la discusión sobre la Guerra del Golfo en Danilo Zolo, Cosmópolis:
Prospects for World Government, trad. David McKie (Cambridge: Polity
Press, 1997)
31
Para un ejemplo representativo, ver Richard Falk, Positive Prescrptions for the
Future, trabajo ocasional No 20 del World Order Studies Program (Princeton:
Center for International Studies, 1991). Para ver cómo se integran las ONG en este
marco más o menos Lockeano de “constitucionalismo global”, debemos referirnos a
la declaración pública de Antonio Cassese, presidente de la Corte Criminal de
las Naciones Unidas en Ámsterdam, además de sus libros, International Law in a
Divided World (Oxford: Clarendon Press, 1986), y Human Rights in a Changing
World (Philadelphia: Temple University Press, 1990)
32 Incluso las propuestas de
reformar a las Naciones Unidas permanecen más o menos entre estas líneas. Para
una buena bibliografía de tales obras, ver Joseph Preston Baratta,
Strengthening the United Nations: a Bibliography on U. N. Reform and World
Federalism (New York: Greenwood, 1987)
33 Esta es la línea
promovida en algunos de los documentos estratégicos publicados por las agencias
militares de los Estados Unidos. De acuerdo con la actual doctrina del
Pentágono, el proyecto de expansión de la democracia de mercado debería estar
apoyado tanto por adecuadas microestrategias basadas en zonas de aplicación
(tanto pragmáticas como sistémicas), como por la continua identificación de
puntos críticos y fisuras en los fuertes bloques culturales antagónicos, que
podrían conducirlos a su disolución. Sobre esto, ver la obra de Maurice Rounai
del Instituto Estratégico en París. Ver también las obras sobre el
intervencionismo de USA citadas en Sección 1.1, nota 28.
34 Debemos referirnos, otra
vez, al trabajo de Richard Falk y Antonio Cassese. Debemos enfatizar en
particular cómo una concepción “débil” del ejercicio de las funciones
judiciales de la Corte de Justicia de la ONU se ha transformado gradualmente, a
menudo bajo la influencia de fuerzas políticas de la Izquierda, en una
concepción “fuerte”. En otras palabras, hay un pasaje desde la demanda que la
Corte de Justicia sea investida con las funciones de sanción judicial que
derivan de la autoridad de la estructura de la ONU, a la demanda que la Corte
juegue un papel directo y activo en las decisiones de la ONU y sus órganos,
respecto de las normas de paridad y justicia material entre los Estados, hasta
el punto de llevar a cabo intervenciones directas en nombre de los derechos humanos.
35 Ver
Max Weber, Economy and Society, trad. Guenther Roth y Claus Wittich (Berkeley:
University of California Press, 1968), Vol 1, vap. 3, Sec. 2, “The Three Pure
Types of Authority”, pp. 215-216.
1 Decimos “flirtear con
Hegel” en el modo descrito por Marx en el famoso postscripto al Volumen 1 de
Capital (trad. Ben Fowkes [New York: Vintage, 1976] del 24 de enero de 1873
(pp. 102-103). Como a Marx, las palabras de Hegel nos parecen útiles para
enmarcar el argumento, pero escaparemos presurosamente de los limites reales de
su utilidad.
2 Esta presentación está
obviamente simplificada, y muchos estudios presentan discusiones mucho más
sofisticadas sobre el lugar. Nos parece, sin embargo, que estos análisis
políticos siempre retroceden a la noción de “defender” o “preservar” la
delimitada identidad local o territorio. Doreen Massey argumenta explícitamente
por una política del lugar en la que el lugar sea concebido no como cercado
sino abierto y poroso a los fluidos de alrededor, en Space, Place and Gender
(Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994), en particular, p. 5.
Podemos discutir, sin embargo, que la noción de un lugar sin límites vacía
totalmente de contenido al concepto. Para una excelente revisión de la
literatura y una concepción alternativa sobre lugar, ver Arif Dirlik,
“Place-based Imagination: Globalism and the Politics of Place”, manuscrito sin
publicar.
3 Volveremos a tratar con
más amplitud este concepto de nación en la Sección 2.2.
4 “ Yo entiendo la
localización como un atributo material fundamental de la actividad humana, pero
reconozco que esa localización es producida socialmente”. David
Harvey, The Limits of Capital (Chicago: University of Chicago Press, 1984), p.
374. Arjun
Appadurai también discute “la producción de localismo” en un modo consistente
con el de Harvey y con nuestro argumento en Modernity at Large: Cultural
Dimensions of Globalization (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996),
pp. 178-199.
5
Erich Auerbach, Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature,
trad. Willard Trask (Princeton: Princeton University Press, 1953)
7 Ver, por ejemplo,
Guy Debord: Society of the Spectacle, trad. Donald Nicholson-Smith (New York: Zone
Books, 1994), que es, tal vez, la mejor articulación, en su propio modo de
definición, de la conciencia contemporánea del triunfo del capital.
8 Para un buen ejemplo de
este método deconstruccionista, que demuestra sus virtudes y limitaciones, ver
las obras de Gayatri Spivak, en especial su introducción a: Ranajit Guha y
Gayatri Spivak, eds., Selected Subaltern Studies (New York: Oxford University
Press, 1988), pp. 3-32.
9 Ver
Arif Dirlik, “Mao Zedong and Chinese Marxism” , en Saree Makdisi, Cesare
Casarino y Rebecca Karl, eds., Marxism beyond Marxism (New York: Routledge,
1996), pp. 119-148. Ver también Arif Dirlik, “Modernism and Antimodernism in
Mao Zedong’s Marxism”, en Arif Dirlik, Paul Healy y Nick Knight, eds., Critical
Perspectives on Mao Zedong’s Thought (Atlantic Heights, N. J.: Humanities
Press, 1997), pp. 59-83.
10 Sobre las ambigüedades de
las “políticas nacionales” de los partidos comunistas y socialistas, ver
primariamente la obra de los Austro-marxistas, tales como Otto Bauer: Die
Nationalitatenfrage un die Sozialdemocratie (Viena: Wiener Volksbuchhandlung,
1924); y la influyente obra de Stalin “Marxism and the National Question”, en
Marxism and the National and Colonial Question (New York: International
Publishers, 1935), pp. 3-61. Volveremos a estos autores en la Sección 2.2. Para
una caso especial y particularmente interesante, ver Enzo Traverso, Les
marxistes et la question juive (París: La Bréche, 1990)
11 Sobre los ciclos de
luchas anti-imperialistas a fines del siglo diecinueve y principios del veinte
(visto desde la perspectiva china), ver: Rebecca Karl, Staging the World: China
and the Non-West at the Turn of the Twentieth Century (Durham: Duke University
Press, en prensa)
12 Sobre la hipótesis acerca
de que las luchas precedieron y prefiguraron al desarrollo y reestructuración
capitalista, ver: Antonio Negri, Revolution Retrieved (London: Red Notes, 1988)
13 Esta noción del
proletariado puede ser entendida en los propios términos de Marx como la
personificación de una categoría estrictamente económica, es decir, el sujeto
del trabajo bajo el capital. Cuando redefinimos el concepto mismo del trabajo y
extendemos el rango de actividades comprendidas dentro de él (como hemos hecho
en otras partes y continuaremos haciendo en este libro), la distinción
tradicional entre lo económico y lo cultural se rompe. Aún en las formulaciones
más economicistas de Marx, sin embargo, el proletariado debe ser entendido
apropiadamente como una categoría política. Ver Michael Hardt
y Antonio Negri, Labor of Dionysus (Minneapolis: University of Minnesota Press,
1994), pp. 3-21; y Antonio Negri, “Twenty Theses of Marx”, en Saree Makdisi,
Cesare Casarino y Rebecca Karl, eds., Marxismo beyond Marxism (New York:
Routledge, 1996), pp. 149-180.
14 Ver: Michael Hardt, “Los
Angeles Novos”, Futur antérieur, No 12/13 (1991), p. 12-26.
15 Ver: Luis Gomez, ed.,
Mexique: du Chiapas á la crise financiére, Supplement, Futur antérieur (1996)
16 Ver primariamente: Futur
antérieur, No 33/34, Tous ensemble! Réflections sur les luttes de
novembre-décembre (1996). Ver también: Raghu Krishnan, “December 1995: The First
Revolt against Globalization”, Monthly Review, 48, No 1 (may 1996), 1-22.
17
Karl Marx, The Eighteen Brumaire of Louis Bonaparte (New York: International
Publishers, 1963), p. 121.
18
Ver: Gilles Deleuze, “Postscript on Control Societies”, en Negatiations, trad.
Martin Joughin (New York: Columbia University Press, 1995), pp. 177-182.
19 En oposición a las
teorías del “eslabón más débil”, que no sólo fue el núcleo de las tácticas de
la Tercera Internacional sino también extensamente adoptado por la tradición
anti-imperialista en conjunto, el movimiento operaismo italiano de los ’60 y
los ’70 propuso una teoría del “eslabón más fuerte”. Para la tesis teórica
fundamental, ver: Mario Tronti, Operai e capitale (Turín: Einaudi, 1966), en
especial pp. 89-95.
20 Podemos hallar una amplia
y continua documentación sobre estas técnicas de desinformación y
silenciamiento, transitando desde Le Monde Diplomatique hasta Z Magazine y el
Covert Action Bulletin. Noam Chomsky ha trabajado incansablemente para develar
y enumerar dicha desinformación en sus numerosos libros y conferencias. Ver,
por ejemplo, Edward Herman y Noam Chomsky, Manufacturing Consent: The Political
Economy of Mass Media (New York: Pantheon, 1988). La Guerra del Golfo presentó un excelente
ejemplo del manejo imperial de la comunicación. Ver: W. Lance
Bennett y David L. Paletz, eds., Taken by Storm: The Media, Public Opinion and
U. S. Foreign Policy in the Gulf War (Chicago: University of Chicago Press,
1994); y Douglas Kellner, The Persian Gulf TV War (Boulder: Westview, 1992)
21 Esta operación de
aplastar las luchas bajo la forma de una homología invertida con el sistema
está adecuadamente representada en la obra (en otros aspectos muy impresionante
e importante) de Immanuel Wallerstein y la escuela del sistema–mundo. Ver,
por ejemplo, Giovanni Arrighi, Terence Hopkins e Immanuel Wallerstein,
Antisystemic Movements (London: Verso, 1989)
22 Teniendo en mente las
limitaciones que mencionamos antes, debemos referirnos aquí a la obra de Félix
Guattari, en especial los escritos de su período final, como Chaosmosis, trad. Paul
Bains y Julian Pefanis (Sydney: Power Publications, 1995)
1
Louis Althusser, “Machiavel et nous”, en Écrits philosophiques et politiques,
Vol. 2, ed. Francois
Matheron (París: Stock/ IMEC, 1995), pp. 39-168; citado subsecuentemente en el
texto.
2 Ver Baruch Spinoza, Theologico-Political Treatise, Vol 1 de Chief
Works, trad. R. H. M. Elwes (New York: Dover, 1951)