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P A N Y R O S A S |
6 de febrero del 2004 |
Kim Phuc Phan Thi es aquella niña que corría desnuda por la carretera número 2 Vietnam-Camboya el 8 de junio de 1972
Marta Fernández Morales
La Morada
Hace unas semanas una buena
amiga me regaló una cinta de vídeo con un documental grabado de algún canal
de pago que yo no disfruto en mi casa. Se lo agradecí a pesar del dolor que
me provocó. El trabajo, de más o menos una hora de duración, se titulaba
"Kim Phuc, la imagen de Vietnam". Después de pensármelo bastante,
le dediqué una tarde de domingo. No una hora que duraban las imágenes, digo,
sino toda una tarde. Digerir el contenido y lo que significaba me costó mucho
más de lo que duraba el documental. Y secarme las lágrimas contagiosas de
Kim Phuc me llevó también un buen rato. A veces me pregunto cuándo
dejaremos de acumular violencia y dolor los seres humanos.
Kim Phuc Phan Thi, para quienes no recuerden su nombre con sonido de campana
alegre, es aquella niña que corría desnuda por la carretera número 2
Vietnam-Camboya el 8 de junio de 1972, después de que dos aviones
estadounidenses bombardearan su pueblo con napalm para hacer salir al vietcong.
El fotógrafo Nick Ut, por entonces novato en eso de la guerra y de apretar el
botón a tiempo, oyó sus gritos, vio su piel en llamas, e hizo lo que había
ido a hacer en aquella guerra que tanto estaba dividiendo al pueblo
norteamericano: disparar su cámara. La instantánea recorrió el mundo
inmediatamente y le valió a Ut el Premio Pulitzer de Fotoperiodismo aquel año.
El recuerdo de Kim Phuc es desde entonces el recuerdo de la primera guerra
perdida por los estadounidenses y de una atrocidad sin nombre que devoró a
criaturas inocentes. Como ocurre en todas las guerras, incluida ésa que no ha
terminado cuando escribo estas líneas, aunque el as de picas haya caído con
barba y todo.
Ya parece un tópico esto de repetir una y otra vez que en los conflictos bélicos
de la segunda mitad del siglo XX los peor parados son siempre los más débiles
de la sociedad. Es decir, las mujeres de todas las edades, los niños y niñas,
y las personas mayores o inválidas. Suena a refrán político manido, a campaña
pacifista trasnochada. Pero sigue siendo verdad. Y la imagen de Kim Phuc
gritando a todo lo que daban sus pulmones nos lo confirma. Al ver el
documental, que iba más allá de la foto para mostrar toda la grabación
realizada aquel fatídico día por la prensa allí presente, contemplamos cómo
del cuerpo de Kim caen trozos de algo que parecen ser sus ropas. La niña
sigue chillando. Los otros pequeños que la siguen por la carretera, también.
Los pedazos que se desprenden del delgadísimo cuerpo de Kim no son vestidos.
Es su propia piel. El napalm deshizo las ropas y luego siguió carcomiendo
hasta llegar al hueso. La niña sigue chillando. Los fotógrafos que la
inmortalizan, también. Piden ayuda, la cogen en brazos, ya inconsciente, y la
llevan a un hospital con riesgo de sus propias vidas.
Treinta años después, un periodista como los de entonces invita a Kim Phuc a
realizar un viaje: buscará a los médicos que la operaron, a la mujer que la
acogió cuando emigró a Canadá sin nada más que sus heridas eternas, y
tratará también de encontrar al piloto que dejó caer la bomba que se llevó
a su familia, su aldea entera, la mayor parte de su epidermis y sus sueños en
Vietnam. Kim, mujer fuerte como tantas, superviviente nata y madre de sonrisa
perenne, acepta. Y los halla. A todos. Agradece a los médicos sus cuidados, a
los fotógrafos su generosidad por elegirla y salvarle la vida aquel día de
primavera. Llora en los brazos de su "mamá canadiense", la viejita
preciosa que recoge refugiados en su casa a pesar de las leyes, de las
fronteras y de los disgustos de verlos partir, repatriados, en ocasiones
injustas. Y en una tremenda escena final, acude como invitada a una ceremonia
de conmemoración de la guerra de Vietnam frente al memorial que trata de
cerrar heridas con sus miles de nombres inscritos en mármol. Allí le ve. Se
sientan cara a cara. Hombre. Mujer. Veterano. Veterana. Ex-soldado. Civil. ¿Asesino?
¿Víctima? Ahora él es sacerdote. Ahora ella es embajadora de buena voluntad
de UNICEF, activista, esposa, madre y mujer feliz. Él predica desde un púlpito.
Ella da conferencias y charlas por todo el mundo para convencer a la gente de
que la guerra no es el camino. A él le sigue oliendo a carne quemada cuando
cierra los ojos. A ella también. Es la carne de Kim Phuc, generosa y
valiente, que se enfrentó al dolor sin fin (a sus 37 años siguen curándose
las huellas del napalm) y al que casi fue su verdugo. La carne de los niños
vietnamitas, iraquíes, bosnios... La carne humana que se derrite bajo el
fuego cruzado y sin sentido.
Ante las cámaras, ante mis ojos perplejos, Kim perdona. Con una sonrisa
milenaria. Con un abrazo que es una lección de coraje y un ejemplo de cómo
vivir con tus cicatrices y tus miedos sin dejarte dominar por ellos. Un abrazo
de paz en tiempos de guerra. No quiero volver a ver mujeres quemadas abrazar a
sacerdotes metodistas. No si son como Kim Phuc y su piloto. No si su encuentro
significa que ha habido otra guerra más. Miles de violaciones más. Miles de
muertes más. Miles de niños y niñas sin hogar. Y otra vez ese olor a carne
quemada.
Enero 26, 2004
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