República
Argentina
EL CÓNSUL PROTECTOR
Vicente Ramírez-Montesinos, el diplomátioc que se enfrentó a Galtieri
Vicente Ramírez-Montesinos y Prénez es un diplomático español con aspecto
de
coronel británico de épocas coloniales al que un destino de su padre -de su
misma profesión- hizo que naciera en Marsella en junio de 1929.
Alejado del mundanal ruido en un modesto chalet de Xávea, vive una apacible
jubilación junto a su velero, la pasión de su vida. Desde su embarcación
arrojó al río los libros y documentos comprometedores cuando los militares
argentinos pretendían detenerle y desde la caña de su barco recuerda y
reflexiona con frecuencia sobre aquellos azarosos días que le tocó vivir
cuando era el cónsul de España en Rosario (Argentina). Su comportamiento, al
que no da demasiada importancia, "sólo hice lo que debía y volvería a
hacerlo si fuera necesario" -nos dijo en su casa un soleado día de mayo
de
1996-, le valió la admiración y el respeto de cuantos le conocieron por
aquellas fechas, cuando el general Leopoldo Fortunato Galtieri, futuro
presidente de gobierno, era el amo de vida y haciendas de todos los que
habitaban en su zona militar, la provincia de Santa Fe.
Vicente llegó a Argentina en abril de 1975, es decir, con Francisco Franco
todavía vivo, e inmediatamente ocupó su puesto de cónsul general de España
en Rosario, una importante ciudad de la provincia de Santa Fe, situada a
unos doscientos kilómetros de Buenos Aires. Por lo que respecta a aquella
región argentina, Ramírez-Montesinos fue el último representante español
de
la dictadura y el primero de la democracia, circunstancia que en el caso de
este diplomático de profesión no es más que una mera curiosidad que no
influyó lo más mínimo en su comportamiento durante los dos años que
desempeñó su cargo en aquellas tierras. A él mismo le gusta aclarar, cuando
relata su difícil experiencia sudamericana, que un cónsul es el delegado de
los servicios administrativos españoles en el extranjero y que por lo tanto
su obligación es la de proteger a los compatriotas con problemas ante la
ley, sean culpables o no. También matiza que el cónsul no es juez ni
defensor y que su deber es buscar apoyo jurídico para el detenido,
aconsejarle y ayudarle siempre dentro de las leyes del país en el que vive.
Sin embargo, en esta ocasión hay un dato que desbarata su discurso
profesional y que desmiente su afirmación de que sólo cumplió con su deber:
en Argentina el sistema legal no funcionaba (y sigue sin funcionar). No
había legalidad en un país donde las personas desaparecían sin dejar rastro
y las que aparecían, lo hacían muertas con evidentes signos de tortura,
donde a los detenidos los arrojaban vivos al mar desde aviones y en el que
la justicia estaba supeditada al poder de los militares.
Fue en ese terreno donde Vicente Ramírez-Montesinos tuvo que ejercer su
consulado. Un campo de actuación tan claramente desfavorable que ni su
condición de diplomático le garantizaba salir bien parado y que sin embargo
sirvió para que su nombre sea mencionado con emoción por los familiares de
los españoles que padecieron la terrorífica política de detenciones
practicada por aquellos criminales dirigentes argentinos.
Para este diplomático retirado, la historia de la Argentina que conoció y
que recuerda con la perspectiva que da el paso del tiempo, sólo puede
explicarse a la luz de los acontecimientos que, desde su punto de vista,
desembocaron en el golpe de Estado del general Videla y en la peculiar
mentalidad de aquellos militares. Él se coloca en esta historia como cónsul
de Franco en el país de Isabelita Perón. Una nación donde el terrorismo de
los montoneros había apoyado inicialmente a Perón para luego ser condenado
por el régimen y pasar a la ilegalidad. Un país en el que varios generales
habían muerto asesinados, en el que la inseguridad ciudadana era enorme, en
el que la corrupción dominaba la acción del gobierno de Isabelita y donde un
amplio sector de la sociedad civil solicitaba una intervención militar que
no se producía porque los militares ya se habían quemado en anteriores
asonadas. Un Estado en el que, finalmente, Videla dio el golpe y en el que
aquellos militares "arreglaron" las cosas a su estilo, de manera que
lo
primero que hicieron fue marcarse un objetivo y ese objetivo no fue otro que
la eliminación física de sus enemigos.
Ramírez-Montesinos asegura que para llevar a término su plan, los golpistas
hicieron un llamamiento terroríficamente simple: nuestros enemigos son los
montoneros y los montoneros son gente cuyas edades oscilan entre los 25 y 35
años, que estudian en la universidad y que llevan barba; pues eliminemos a
todos los universitarios que lleven barba, que tengan entre 25 y 35 años y
habremos acabando con los montoneros. Dicho y hecho.
Dos elementos permitieron a este cónsul llegar a las dramáticas conclusiones
históricas que aquí se exponen. En primer lugar, la posición de observador
privilegiado que ofrece ser un diplomático extranjero en un país en crisis;
en segundo lugar, su implicación personal a la hora de ocuparse de los
españoles detenidos. Esta doble circunstancia le llevó a constatar que el
mecanismo básico de eliminación adoptado por los golpistas fue la redada,
que practicaron sistemáticamente aún sabiendo que muchos de los detenidos no
tenían nada que ver con los terroristas. No obstante, como no podían
distinguir con precisión quién era montonero, optaron por no soltar a nadie.
Aquel 25 de marzo de 1976 nuestro cónsul en Rosario estaba de vacaciones en
España y cuando regresó a su puesto, su oficina ya había recibido muchas
llamadas de españoles angustiados por la detención de algún familiar. Un
primer análisis permitió concluir que la proliferación de peticiones de
ayuda no se debía a una especial persecución hacia nuestros compatriotas,
sino a una simple cuestión estadística debida al alto porcentaje de
españoles que pueblan Argentina.
Una de las primeras llamadas recibidas fue la de Sesé Aragó y otra la de la
familia Labrador, un caso emblemático y que se ha revelado de importancia
capital en el procedimiento abierto por el Juez Baltasar Garzón a la hora de
estimar la responsabilidad del genocida general Galtieri, un militar con
carácter de "italiano meridional" que pregonaba "cumplir con
el deber al
luchar contra el comunismo".
Los Labrador eran una familia de emigrantes originaría de Salamanca que se
habían afincado en Rosario y que tenían una pequeña industria de
manufacturas en piel. Tras el golpe, Miguel Ángel Labrador fue secuestrado y
su padre, Víctor, su hermano, Palmiro, y su cuñada, Edith, asesinados.
Cuando Ramírez-Montesinos supo de los Labrador, el drama de esta familia ya
había comenzado. El cónsul investigó lo sucedido y averiguó que semanas
después de la desaparición de Miguel Ángel, un grupo de diez encapuchados
había acudido a casa de su padre, Víctor, exigiendo con extrema violencia la
dirección de Palmiro. Cuando los asaltantes abandonaron el domicilio,
después de obligar a Víctor a firmar unos cheques en blanco, la familia
corrió a avisar a Palmiro pero al llegar ya lo habían matado. Horas después
Víctor aparecía también muerto, con un hombro desencajado.
Al día siguiente, la prensa local publicó un comunicado del ejército que
decía que en un enfrentamiento entre las fuerzas del orden y terroristas
había muerto Palmiro, su esposa Edith y el padre Víctor, al que le añadían
el alías de el vasco, posiblemente para dar un carácter más clandestino a
la
noticia.
Como quiera que la noto oficial no coincidía en lo más mínimo con la versión
reconstruida en el consulado, Ramírez- Montesinos decidió ir a ver al jefe
máximo de la región, el general Galtieri. Su planteamiento oficial iba a
consistir en pedir protección para una familia española que había sufrido
un
asalto por parte de unos encapuchados que volverían si los talones que
habían robado no tenían fondos. Le recibió un teniente coronel ayudante. La
conversación fue muy tensa, especialmente porque el diplomático le espetó
que era obvio que los autores de la muerte de los Labrador habían sido
militares tal como quedaba demostrado por el comunicado de prensa. El
teniente coronel no lo negó y como respuesta a la petición de protección
soltó un "¿usted pondría la mano en el fuego por los Labrador? No son
trigo
limpio..."
Difícil situación profesional y humana para un representante consular
encontrarse ante un asesino que no niega los hechos. Sin embargo, esa
desentonada respuesta del mando militar le sirvió para comprender que no
podía esperar demasiado de la autoridad argentina, por lo que le surgió la
idea de que tal vez lo mejor para los restantes Labrador sería que
abandonasen el país.
La reveladora conversación con el ayudante dio paso a una entrevista con
Galtieri en persona. El futuro presidente no presentaba ese día el aspecto
impecable que tenía por costumbre. Estaba desencajado. Recibió al
representante español en su despacho con un tono y ambiente muy frío, a
diferencia de las otras ocasiones que con motivo de alguna detención, había
acudido al fortificado acuartelamiento-residencia del general. En todas las
oportunidades anteriores había sido tratado aceptablemente bien; incluso un
teniente coronel de apellido Gasari lo había acompañado a visitar a los
españoles detenidos en las redadas, circunstancia que con toda seguridad
salvó vidas.
Galtieri estaba sentado ante la mesa de su despacho. Tras un saludo inicial,
Ramírez-Montesinos le expuso el motivo de su visita y su temor al regreso de
los encapuchados. Tampoco el general negó su relación con los trágicos
sucesos que habían acabado con la muerte de los Labrador. "Lo lamento,
fue
un error", dijo el militar. Fue entonces cuando el cónsul observó sobre
aquella mesa un papel amarillo en el que se distinguía un listado de treinta
nombres mecanografiados, la mitad de ellos marcados con una cruz cristiana
hecha a lápiz rojo. Se impresionó al ver aquello. Mientras Galtieri hablaba,
el diplomático repasó el listado al revés y vio que Palmiro Labrador
figuraba con una cruz y que su hermano Miguel Ángel no la tenía, por lo que
dedujo que si la cruz indicaba muerte, este último todavía debía estar vivo
en aquellos instantes. Así lo creyó entonces y así nos lo contó veinte años
después en Xávea, en un apacible día de primavera.
De hecho, a Vicente nunca le inquietó explicar estos acontecimientos tan
extraordinariamente incriminatorios para el que llegaría a ser el presidente
de la República Argentina. Es más, ya cuando sucedieron, el cónsul informó
de inmediato a sus superiores jerárquicos en Madrid y se ofreció a la
familia Labrador como testigo ante cualquier iniciativa legal que decidieran
emprender. "No tengo ningún inconveniente en referir los hechos, tal
como
los conozco, ante cualquier Autoridad oficial o Tribunal que así lo
requiera", reiteró en una carta remitida desde San Francisco a la
familia
Labrador que entonces residía en Salamanca. La misiva, en la que relata de
nuevo el pasaje de la lista y las cruces rojas, lleva fecha de febrero de
1979. A mediados de mayo de 1996, cuando acudimos a verle a Xávea y le
preguntamos qué pasó con los Labrador, Vicente exclamó "¡hace veinte
años
que nadie me lo ha preguntado!". Y luego el cónsul fue dejando fluir
poco a
poco la historia de aquellos días.
Pero volvamos al relato de lo sucedido en el acuartelamiento de Galtieri. Si
Miguel Ángel no estaba muerto ¿qué sucedió con él? Pues, que fue
asesinado
con toda seguridad por los militares en fechas posteriores a la entrevista
entre el general y el cónsul. A este respecto José Luis Dicenta, que le
sustituyó temporalmente y cuyo comportamiento personal y profesional también
fue encomiable, afirma que el propio Galtieri le acabaría aceptando que
Miguel Ángel Labrador murió después de aquella tensa entrevista en la que
no
admitió que el joven español, secuestrado por efectivos militares hacia tres
meses, estaba vivo y preso allí mismo.
Pero el asunto de las cruces no fue la única sorpresa que deparó el
encuentro con el militar genocida Galtieri. Todavía bajo la impresión
inicial que le había causado el descubrimiento de la siniestra lista, el
cónsul hablaba con el general cuando apareció en la antesala del despacho un
joven rubio, bien parecido, de unos treinta y tantos años de edad. El recién
llegado se quedó a la espera, pero provocó en Galtieri una extraña
excitación pues, nada más verle, se desencajó aún más y comenzó a hablar
de
la Segunda Guerra Mundial, de los bombardeos de Hamburgo y de conceptos
tales como objetivos militares o destrucciones colaterales. Luego prosiguió
su tenso monólogo con la afirmación de que estaba en guerra y tras mencionar
la necesidad de la guerra sucia lanzó al aire una pregunta aparentemente
dirigida al cónsul:
-¿Qué me viene a decir usted? ¿No hizo Franco lo mismo?
-No he venido a hablar de política sino de la familia Labrador -respondió
innecesariamente Ramírez--Montesinos ya que Galtieri no le escuchaba.
-Pase, pase, coronel -dijo el general dirigiéndose al recién llegado-,
acérquese y traiga eso. Vamos a hacerle un regalo al cónsul.
El coronel se acercó con una cartera que entregó a su jefe y éste,
nervioso.
La abrió mostrándola. La cartera tenía un forro sin coser, de tal forma que
era posible guardar algunos papeles sin que se notaran al abrirla
normalmente. "Lo ve -dijo Galtieri levantando la voz al tiempo que la
señalaba enérgicamente- esto es lo que hace la familia Labrador."
Cuenta Ramírez-Montesinos que en ese instante comprendió que su vida podía
correr peligro, pues Galtieri estaba cometiendo un grave error y no tardaría
mucho en advertirlo. Analizada fríamente, la situación que se acababa de
producir era la siguiente: un objeto, sustraído por un grupo de
encapuchados, teóricamente desconocidos e incontrolados, estaba siendo
mostrado a un representante consular de las víctimas nada menos que por el
máximo responsable del gobierno en la región. El capitán general se estaba
comprometiendo personalmente en la comisión de varios delitos. Era la prueba
palpable de la implicación militar en los allanamientos de domicilio, en los
asesinatos y en las desapariciones; una prueba que terminó por convencer al
cónsul de la relación jerárquica existente entre el general y los
encapuchados.
De la mera sospecha pasó a la plena certeza con tal contundencia que el
cónsul exclamó azorado: "No, no me muestre nada general, yo no soy
juez."
El incidente de la cartera precipitó definitivamente la huida de los
Labrador -a la que nos referimos en otro capítulo de este libro- que fue
montada a lo Pimpinela Escarlata -en palabras del propio cónsul- con la
colaboración del Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid, que fue el que
envió los billetes de avión y la inestimable ayuda de los cónsules en
Buenos
Aires, Dicenta y Bermejo, que siempre estuvieron en la misma línea de
actuación que el de Rosario.
O Leopoldo Fortunato Galtieri se dio cuenta del error o alguien debió
hacérselo ver, pero el caso es que unas horas después de haber hablado con
el diplomático español éste recibió una denuncia por desacato. Era una
agresión por la vía jurídica, pero Ramírez-Montesinos sabía que en
cualquier
momento ese ataque podía dejar de ser jurídico para pasar a ser militar.
Alguien podía ametrallar su coche o, como mínimo, colocar droga o un libro
de Karl Marx en su casa y a partir de ahí el embajador de Buenos Aires,
Gregorio Marañon, que no compartía los desvelos del cónsul, provocaría su
traslado, pues las diferencias entre ambos representantes españoles siempre
estuvieron a flor de piel. Así, en las entrevistas que mantuvieron, el
embajador llegó a tacharle de mal diplomático a causa de su actitud
persistente ante las autoridades argentinas. Dice Vicente que en su defensa
siempre esgrimía los datos sobre las pocas detenciones de españoles en
Rosario en comparación con otras provincias argentinas, convencido de que
esas cifras relativamente bajas eran el resultado de su tozudez. Y es que
Galtieri estaba hasta la coronilla de él y, más que Galtieri su subordinado,
el poderoso teniente coronel Carranza Zabalía, al que molestó muchísimo,
especialmente con el asunto de Sesé Aragó.
Sesé Aragó tenía una de las profesiones más peligrosas que se podían
ejercer
en Argentina en aquellos sangrientos tiempos: impresor. Era un profesional
de las artes gráficas, originario de Valencia, que llegó a Argentina pocos
años después de la guerra civil española. En España, Aragó trabajaba en
una
imprenta que editaba la Gaceta Oficial en Valencia y cuando acabó el
conflicto fue condenado a prisión, donde enseñó a otros presos. Al cumplir
su pena emigró a Argentina en busca de una nueva vida más democrática.
Al llegar a América, Sesé buscó trabajo entre los de su oficio y lo encontró
en una imprenta de la que era propietario un catedrático de derecho de la
Universidad Católica de Rosario. Por aquellas fechas los montoneros
publicaban una revista que se llamaba El Combatiente, eran legales y habían
traído a Perón, lo que les situaba en la crema de las instituciones
oficiales del Estado. Con los años, María Estela Martínez de Perón alcanzó
la presidencia de la nación y con ella los militares se hicieron con el
poder. Primero gobernaron a través de Isabelita y más tarde simplemente la
echaron. Ella mismo explicó al juez Garzón que se libró por los pelos de
ser
fusilada.
Durante la fase del gobierno títere de Isabelita, los montoneros y sus
publicaciones fueron ilegalizados. Una nueva Ley de Seguridad del Estado
dictada por los futuros golpistas amenazaba hasta con quince años de prisión
a todo impresor o dueño de imprenta que publicase documentos, revistas o
libros de organizaciones consideradas terroristas. Dicho de otra forma a
cualquiera que le encontrasen con una revista o un papel montonero encima
iba a la cárcel por un mínimo de dos años, fuera o no responsable de su
publicación.
Un día, poco tiempo antes de la llegada de Ramírez-Montesinos al consulado,
una pareja de jóvenes montoneros decidió asaltar una comisaría,"coparla"
en
términos locales. La operación les salió mal y en su lugar de
"copar" la
comisaria fueron ellos los "copados", es decir, que los detuvieron.
Los
registraron y hallaron en su poder unas agendas y en una de ellas apareció
la dirección donde trabajaba Sesé Aragó. La policía acudió a la imprenta
y
nada más comenzar el registro encontraron tres cajas repletas de El
Combatiente.
Más adelante Sesé explicaría al cónsul que los ejemplares de la publicación
montonera habían sido impresos cuando estaban legalizados y que no los
habían destruido creyendo que las cosas cambiarían rápidamente y que así
podrían cobrar su trabajo, pues aún no les habían abonado el pedido. Lo que
Sesé no aclaró es que una vez entraron en la ilegalidad, los montoneros no
tenían por costumbre ir a recoger sus encargos a las tiendas... Ahora,
cuando Ramírez-Montesinos explica estos acontecimientos se hace cruces del
tiempo en que tardó en comprender lo que estaba sucediendo. Sólo al final,
cuando estaba a punto de irse de Argentina, acertó a completar el
rompecabezas en que se estaba convirtiendo el caso Aragó. Pero sigamos con
el relato de los hechos.
Tras el registro de la imprenta, Aragó y el catedrático propietario de la
misma fueron detenidos y poco después juzgados junto con la pareja de
asaltantes de la comisaría. El fiscal pedía para el español dos años de
cárcel y su abogado defensor intentaba con todos los medios a su alcance que
en lugar de celebrarse un único juicio hubiera dos: uno por el asalto y otro
por la tenencia de revistas. No hubo manera y sólo se celebró un proceso con
el resultado de condena para todos. En la sentencia se estipuló que en el
plazo máximo de veinte días el juez dictaría sentencia.
Cuando el cónsul español llegó a Rosario y se ocupó de Sesé Aragó, hacía
un
año que él y el catedrático esperaban sentencia en la cárcel. Mientras
tanto, el joven asaltante montonero también aguardaba en una prisión, pero
su compañera, por razones que no se han explicado, permaneció detenida en
los calabozos de una comisaría donde llegó a tener una intensa relación
sentimental con un teniente de la Policía Federal. De las pesquisas del
cónsul se deduce con claridad que la nueva pareja formada por el teniente y
la montonera no fue bien vista por las autoridades y en especial por los
responsables de la policía. Así que a ella la trasladaron de comisaría y
desapareció como otros muchos jóvenes en Argentina y el teniente enamorado
de la terrorista murió en un "enfrentamiento" con los montoneros,
según la
típica versión oficial.
Por aquel entonces Ramírez-Montesinos no conocía estos hechos y lo único
que
sabía es que por alguna razón, inexplicable para él, no había manera de
que
dictasen la esperada sentencia. Así las cosas, el cónsul fue de juez en juez
hasta un total de seis distintos, todos ellos en principio competentes en el
caso Aragó. Ninguno de ellos dictó sentencia. Hacía dos años que el
diplomático español visitaba con regularidad e insistencia claramente
impertinente a los magistrados sin lograr aclarar el porqué del retraso; un
retraso que ya era escandaloso, pues comenzaba a superar la propia petición
de pena del fiscal que era de dos años.
El primer juez con el que habló el diplomático había sido precisamente el
defensor de oficio del tribunal. Pero no hizo nada y con la llegada de los
militares se declaró incompetente de todos los casos en los había actuado
como abogado. Luego vinieron otros magistrados que también se mostraron
inoperantes en el caso Aragó. Finalmente llegó una juez con la que el cónsul
tuvo un grave enfrentamiento verbal. El diplomático tuvo la osadía de
recordarle que ya habían pasado dos años sin dictarse sentencia y, elevando
la voz, se permitió decirle que "en esta Argentina ustedes los jueces no
son
libres a la hora de sentenciar. Seguro que tienen miedo de las represalias
de los montoneros". Producto de un arrebato de ira producido por la
impotencia, el cónsul había acertado en parte con la explicación al muro
judicial con el que se topaban tanto él como su protegido Aragó. Pero en
algo se equivocaba, pues en aquella Argentina los jueces ya no tenían miedo
a los montoneros...
La juez califico de muy graves las palabras del diplomático y tres días
después la policía compareció en el consulado con orden de detenerle, cosa
que no hicieron simplemente porque el cónsul no se dejó alegando que
carecían de jurisdicción para hacerlo. No obstante a partir de aquel momento
su situación en Rosario fue empeorando rápidamente hasta tal punto que desde
Madrid -donde ya le habían dado un nuevo destino en San Francisco (Estados
Unidos)- le aconsejaron que acortará al máximo su estancia en Argentina.
Aparte de la presión judicial por el desacato, que le impedía circular con
la soltura necesaria para un cónsul por los tribunales, la posibilidad de
una represalia por parte de los encapuchados militares era cada vez más
real. Era tan factible que, avisado por amigos de que incluso su casa podía
ser allanada, decidió deshacerse de libros y documentos que a la luz de
aquellas leyes podían justificar, como mínimo, su detención.
Y fue entonces cuando una noche cargó su velero con una carga tan
comprometedora en una dictadura como puede ser El Quijote y la fue arrojando
el río. Vicente se emociona especialmente cuando rememora este pasaje de su
vida y trata de transmitir las sensaciones que le produjo tomar plena
conciencia de que estaba en un país donde los libros eran peligrosos. Lo
conmueve el recuerdo de verlos flotando uno tras otro, tenuemente iluminados
por la luz de la luna, y todavía le asalta el temor de que pudo ser
descubierto al dejar, a modo de Pulgarcito, un rastro de papel que se negó a
ir al fondo para acabar tapizando la orilla.
Antes de abandonar el país, el cónsul averiguó lo que sucedió con el caso
Aragó. "No puedo demostrarlo pero les aseguro que fue así", nos
dijo. Una
vez consumado el golpe, los jueces fueron nombrados por el comando militar,
es decir, por Galtieri. Poco después estos nombramientos recayeron en el
Ministro de Justicia de la zona que en el caso de Rosario no era otro que el
teniente coronel Carranza Zabalía, al que el cónsul llamaba con frecuentes
peticiones de ayuda para los detenidos españoles. Fue este mando militar el
que dio instrucciones a los jueces para que no dictaran sentencia en el caso
Aragó porque para hacerlo, tenían que comunicarla a los detenidos y para que
ello fuera posible era preceptivo que estuvieran presentes. Pero les faltaba
la chica montonera, y si no aparecía, la juez se vería en la obligación de
abrir una investigación para descubrir lo sucedido y eso no podía ser ya que
se corría el peligro acabar reconociendo una desaparición a manos de las
fuerzas del orden y en la Argentina de los militares eso no sucedía. Así que
la mejor solución que halló el teniente coronel ministro local de Justicia
fue no hacer nada y dejar que Aragó se pudriera en la cárcel, pese a la
insistencia del funcionario español.
Durante aquel tiempo Vicente tuvo la sensación de que dosificaba sus
intervenciones para no pasarse, pero no imaginaba que Carranza Zabalía
llevaba dos años recibiendo jueces que cada quince días le pedían
instrucciones sobre qué hacer con Sesé Aragó porqué "el cónsul había
venido
otra vez a preguntar por la sentencia". De manera que cada petición de
instrucciones era respondida por el militar con un cambio de juez. Una
extraña forma de ganar tiempo.
Por otra parte, ese militar también conocía el episodio en el que Galtieri
le había enseñado la cartera robada en casa de los Labrador, de manera que
el diplomático incordiaba a la Junta Militar por dos caminos distintos sin
saberlo. El resultado es que acabó siendo un personaje tan molesto para los
militares que el ministerio en Madrid, enterado de la situación, no sólo le
autorizó sino que le aconsejó que abandonase Argentina lo antes posible.
Antes de salir del país, el cónsul acudió a la embajada de Buenos Aires con
el fin de cambiar impresiones con su superior, el embajador Marañón, en la
creencia de que le recibiría con los brazos abiertos. Pero no fue así.
"Llegué a Buenos Aires por la mañana y me dijeron que no podía
recibirme
porque estaba ocupado", relata Ramírez-Montesinos. "Entonces esperé
charlando con el personal de la embajada. Esperé hasta primera hora de la
tarde y como seguía sin recibirme salí a comer con un compañero. En ese
momento me crucé con el embajador que también iba a comer acompañado de
otro
diplomático destinado en Chile. Nos saludamos y me dijo que después de comer
quería descansar un rato, que luego jugaría una partida de golf y que
finalmente nos veríamos para hablar tranquilamente. Nos vimos sobre las
siete de la tarde y con un whisky en la mano me dijo: "¡Ah, Vicente,
Vicente! La soledad del cónsul... pero, Vicente, te has pasado de
entusiasmo. Lo comprendo, pero te has pasado. Mira el cónsul de Córdoba que
es un ejemplo. ¡Me manda unos informes políticos tan bien hechos que me dan
ganas de enviarlos a la Escuela Diplomática! ¿Por qué no haces tú lo
mismo?
Me estás estropeando las buenas relaciones con este país". Al oír
aquello,
la primera reacción de Vicente Ramírez-Montesinos fue la de marcharse dando
un portazo. No había acudido a su embajada para recibir una reprimenda. Pero
tras el impulso inicial volvió a contestar al embajador con interrogantes
similares a los esgrimidos en otras ocasiones. ¿Cuántos detenidos españoles
había en Córdoba, o en Bahía Blanca, o en el mismo Buenos Aires, donde se
cifraban por centenares, frente a los tres que había en ese momento en
Rosario? No se pusieron de acuerdo y el embajador Marañón le ordeno que se
marchase de Argentina. Pero no lo hizo inmediatamente. "No podía huir,
tenía
que esperar a mi sucesor", argumenta el cónsul.
Regresé a Rosario y se citó con Galtieri al que le comunicó que se marchaba
comentándole, además, el asunto de la denuncia por desacato. El general
aseguró que lo arreglaría "pero que tendría que tomar muchos cafés
para
lograrlo". Durante aquella conversación el cónsul anunció al militar
la
llegada de su sustituto, pero lo hizo de tal forma que con toda seguridad
debió sonar como una amenaza: "Si ustedes me han colocado seis jueces,
nosotros les meteremos los cuatrocientos cónsules españoles uno tras otro
hasta que se agoten todos". Luego se despidió y se fue para San
Francisco.
Como representante interino español en Rosario, a la espera de la llegada
del sustituto definitivo, quedó José Luis "Pipo" Dicenta, otro
diplomático
que ejercía en Buenos Aires y que se salió de la norma en aquellos tiempos
difíciles. Dicenta se entrevisto enseguida con un extraño Galtieri de
talante conciliador, "Déjeme el asunto Aragón en mis manos. Veremos
como lo
soluciono..." Sesé Aragó acabaría libre.
Cuando los diplomáticos españoles combativos como Dicenta o
Ramírez-Montesinos explican sus vivencias de aquellos días, se cuidan mucho
en subrayar qué sabían en realidad de los sucesos que se estaban produciendo
en Argentina y cuáles eran sus límites profesionales. El grado de
conocimiento sobre los pormenores de la represión fue obviamente aumentando
con el paso del tiempo, a medida que recababan testimonios de familiares de
víctimas. No debe olvidarse que entre la sospecha, la certeza y la prueba
media un largo trecho. Prueba es la que obtuvo el cónsul de Rosario con el
desliz de Galtieri en el asunto de la cartera de los Labrador y certeza es
la que dio el caso Aragó. Pero sobre las torturas o las desapariciones no
pasaban de la sospecha, bien fundada, pero sospecha al fin y al cabo. Los
militares todavía no reconocían las torturas, ni admitían que habían
desaparecidos. "Son rojos subversivos que habrán huido del país",
comentaban
como única explicación. No obstante había un par de circunstancias que los
militares no podían ocultar. Una, que diariamente acudían a los consulados
españoles decenas de personas pidiendo ayuda legal para localizar a tal o
cual familiar que la noche anterior había sido detenido por "un grupo de
individuos de paisano a bordo de un Ford oscuro". Y otra -íntimamente
relacionada con la anterior-, el ambiente de mentiras, represión y temor en
el que estaba sumido el país entero.
Es Ramírez-Montesinos nuevamente quien explica otro episodio para ilustrar
la atmósfera creada por los golpistas. Es la historia de otro español, un
estudiante detenido en la prisión de Santa Cruz.
El joven español estaba haciendo el doctorado en física nuclear. Una
compañera de facultad quería alquilar un piso y en Argentina los
propietarios solicitaban que otro casero avalase al futuro inquilino. Como
el joven español era dueño de su casa, la joven le pidió un aval y él se
lo
dio. Pero resultó que la chica era montonera y fue detenida. Registraron el
piso y apareció el nombre del avalista al que fueron a buscar
inmediatamente. Pero el estudiante español estaba de viaje y al volver se
enteró de que la policía andaba tras él por lo que decidió presentarse en
la
embajada española, en Buenos Aires. Allí habló de su caso con el ministro
consejero de la sede diplomática, que hizo una gestión, por conducto
oficial, con el Ministro de Asuntos Exteriores argentino. Al poco tiempo,
desde ese ministerio, contestaron que no había nada contra el joven y que
podía marcharse tranquilo. "No se preocupe. Lo mejor que puede hacer es
volver a su casa y luego presentarse a la comisaría", dijeron. Así lo
hizo y
allí se lo quedaron.
Ramírez-Montesinos incluyó a este joven en su lista de desaparecidos, lo que
valió otra reprimenda desde la embajada que no consideraba al joven español
por haber nacido en Argentina. Sin embargo, estaba militarizado en España,
en el consulado de Rosario donde le habían otorgado varías prórrogas para
que acabase su doctorado. El cónsul no hizo caso de las instrucciones
emanadas desde la embajada y siguió ocupándose del preso, al que visitó en
varias ocasiones y que por lo menos no desapareció para siempre como otros
muchos compañeros de su universidad.
Tampoco desapareció otra chica, española de 20 años de edad, que convivía
con un estudiante paraguayo en una pensión de Rosario. Un domingo por la
tarde salieron a dar un paseo y, al regresar, se encontraron un operativo
militar rodeando su pensión. La chica trató de entrar y se lo impidieron y
ella indignada insistió hasta que lo consiguió. Dentro, los soldados habían
detenido a un "subversivo" al que habían encontrado papeles
incriminatorios.
Cuando terminaron el registro, los militares se los llevaron a todos,
incluida la española. Al llegar a la comisaría la joven solicitó hablar con
su cónsul, pretensión por la que fue abucheada por el resto de las detenidas
que consideraron un insulto que pretendiese protección de un "cónsul de
Franco, de un fascista...". El cónsul acudió a la comisaría, intercedió
por
la detenida y se desencadenó el absurdo.
-No hay nada contra ella, pero no la podemos soltar.
-Pues si no hay nada, déjenla salir.
-No podemos. Está detenida.
-¿Qué ha hecho, de qué la acusan?
-No la acusamos de nada, pero no puede irse.
Tres meses duró la detención de la estudiante española pese a contar desde
el primer momento con la protección consular y no pesar sobre ella ninguna
acusación. Espantosa y kafkiana situación que sólo puede explicarse por la
aterradora constatación de que las "fuerzas del orden" recreadas
por la
Junta Militar carecían del mecanismo burocrático necesario para excarcelar.
La libertad no estaba prevista y la suya costó decenas de gestiones ante la
autoridad militar que sólo cedió, a modo de magnánima concesión, cuando la
representación española prometió que la detenida sería repatriada
inmediatamente. La soltaron y a las 48 horas voló hacia España.
Todas las personas que conocieron a Vicente Ramírez-Montesinos durante su
estancia en Argentina coinciden en señalar que su fama de combativo y
defensor de los derechos de las personas trascendió a la provincia de
Rosario. Incluso gentes de otras regiones viajaban hasta allí para pedirle
una ayuda que no les podía dar. Cuentan los testigos de su descaro ante el
propio Galtieri, al que llegó a decirle "que no tocara ni un pelo a un
español".
Cuando se le mencionan estos episodios, el ex cónsul en rosario reconoce que
quizá Dicenta y él fueron más insistentes que otros compañeros y que hay
que
comprender que su actuación obedeció a una cuestión de talante personal.
Desde su punto de vista lo que hizo durante esos años en Argentina se apoyó
sobre una nube. Su voz toma un tinte de amargura. "No teníacañones, no
tenía
misiles, ni siquiera tenía un auténtico apoyo detrás de mí. Mejor dicho, sí
me sentí apoyado por nuestro Ministerio de Madrid, pero no puedo decir lo
mismo de mi superior directo en Buenos Aires. Un buen funcionario es un
ultraconservador por definición; es decir, no hay buenos funcionarios
progresistas y los que defienden al individuo frente al Estado son malos
diplomáticos. A mi me acusaron de ser un mal diplomático. "
Fue evidente mientras ocurrió, pero ahora, a más de veinte años de
distancia
de aquellos dramáticos sucesos, la actitud del cónsul español en Rosario
brilla con más fuerza. No se puede dudar que en la desgracia, los españoles
de Rosario tuvieron la fortuna de coincidir con Vicente Ramírez-Montesinos y
Prénez. Otros ciudadanos de otros países encontraron ayuda ante sus
respectivos representantes. Los que no tuvieron a nadie fueron los
argentinos.
España acusa
Eduardo Martín de Pozuelo y Santiago Tarín
Plaza y Janés. Barcelona - España, mayo de 1999
Me muevo entre las cosas, eso es todo. Debería hacer un verdadero esfuerzo y
ponerme a ordenar las notas. Podría ser la base de un relato.
Pero en realidad carezco de creencias. Escribir implica un intento de
purificación. Un deseo de definir las cosas dándoles nombre y situación. Un
deseo de abordar la existencia (¿para qué?). Veamos el mejor de los casos:
un Hölderlin. Y bien, ¿para qué? Debió ser ridículamente apasionado. En
el
fondo un negador de la vida a fuerza de querer abordarla y abarcarla en su
esencia misma, con toda profundidad. ¿No es la vida, tal vez, un hecho de
superficie? ¿Qué es esa tontería de buscarle la esencia a lo que está allí
y
es contingente, epidérmico, frágil?
O Rimbaud, otro caso. Una adolescencia que desemboca en esas visiones
maravillosas e inútiles (la rebeldía tan simpática de Une Saison dans
l´Enfer). Una pubertad genial arañando una imagen sagrada que en realidad
oculta el padre o la sociedad-padre. Y después una reacción sucia, realista,
cuando ni siquiera logra abordar el problema de ganar dinero evitándose los
calores de África, las incomodidades del contrabando y los tráficos
ilícitos. In somma. Un fracaso metafísicamente espectacular.
-¿Crear qué? ¿Para quién? La vanidad, eso sí. ¿Pero quién tiene
paciencia
hoy para halagar su vanidad con lo que cuesta tanto trabajo y tensión? (La
imagen o prototipo del "sacrificado" es ya totalmente
inadmisible."
Cada vez más, el arte va siendo cosa de mal gusto."
LOS BOGAVANTES - Abel Posse - páginas 17 y 18
Editorial Argos Vergara.
Barcelona, 1982
"Pensé que el Mal (así, con mayúsculas y como antes) no sería más
que ese
desinterés obstinado, ese apartamiento que cada día me aleja más de ese
animal saludable, tenaz, cotidiano, sonoro, que llamamos pueblo.
El llamado mal nació en esa zona de indiferencia íntima, casi total, merced
a la cual el crimen se desecha por razones de comodidad o buen gusto. En esa
región el mal o el bien se van realizando según impulsos totalmente
imprevisibles."
LOS BOGAVANTES - Abel Posse - página 14
Editorial Argos Vergara.
Barcelona, 1982
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DEMOCRATAS Y DIALECTICOS CONVENCIDOS, NOS PARECE IMPRESCINDIBLE EL DEBATE Y
LA CONFRONTACION DIALECTICA, Y APOSTAMOS POR ELLO, INTENTANDO DIALOGAR CON
TODOS LOS MOVIMIENTOS Y FUERZAS SOCIALES DEL PLANETA, QUE DE UN MODO U OTRO,
BUSCAN LA LIBERACION DEL HOMBRE DEL YUGO DEL CAPITAL
Gracias por no fumar en los lugares comunes
-
ACLAREMOS LAS COSAS: EL HUMO AMBIENTAL DEL TABACO TAMBIÉN MATA, COMO LA
CONTAMINACIÓN PERO EN EL INTERIOR http://tobacco.who.int