Para que no fracase la memoria, por Héctor
Timerman
Revista Debate. Argentina, agosto del 2003.
Tomado de www.lainsignia.org
Una tarde de julio de 1977, fría y soleada
como las de estos días, me encontré en la esquina del Buenos Aires Herald con
su director, Robert Cox. Traía malas noticias. Sentados en un bar, me confirmó
que mi padre estaba siendo brutalmente torturado. Se lo había contado un amigo
común, Juan de Onís, corresponsal de The New York Times, quien contaba con
excelentes informantes en las fuerzas armadas. Caminamos unas cuadras en
silencio y recuerdo que cuando nos despedimos pensé, por primera vez, en el
derecho a la venganza.
El secuestro de mi padre duró, en comparación
con los de la mayoría, poco tiempo; pero en cada uno de esos días, no había
momento en que la imagen del padre torturado no se mezclara en cada una de mis
actividades.
¿Se imagina, entonces, el infierno que es la
vida de todos aquellos padres que aún viven con dichas imágenes, porque sus
hijos siguen desaparecidos? Y, sin embargo, ninguno de ellos cometió un acto de
venganza. Ninguno de ellos se apartó del reclamo de que se haga justicia.
Es curioso que quienes defienden lo actuado
por militares criminales se escuden en la necesidad de olvidar para pacificar el
país. ¿Acaso hay violencia en el país? ¿De qué venganza hablan, entonces,
quienes hablan en nombre de los asesinos?
Aquellos que estudian las catástrofes, desde
las naturales hasta las causadas por el odio humano, saben que la magnitud no
conmueve tanto como una historia personal. Hablar de seis millones de asesinados
durante el Holocausto perturba menos que el relato de Elie Wiesel sobre sus días
en un campo de concentración, cuando todavía era un adolescente.
La misma edad que tenía Dagmar Hagelin
cuando fue secuestrada en Argentina. Seguramente compartían, él en Auschwitz y
ella en la ESMA, los sueños, los miedos y las ilusiones que cada uno de los
adolescentes vive cada día en culturas y geografías tan dispares como el
planeta.
Según la justicia francesa, a Dagmar la
secuestró, luego de herirla, Alfredo Astiz. Casi treinta años después del
secuestro de Dagmar, quienes quieren "pacificar" el país y evitar la
"venganza" consideran que el mejor camino es negarle el derecho al
padre de Dagmar de solicitar se castigue penalmente al asesino de su hija, y a
la vez, colocar a Astiz por encima de las leyes que castigan el asesinato, la
violación y la tortura. Impunidad para Astiz, negación de justicia para Dagmar.
¿Es esta una definición de pacificación?
En 1986, Elie Wiesel recibió, en nombre de
las víctimas del Holocausto, el premio Nobel de la Paz. Aquel adolescente supérstite
de Treblinka se había transformado en un testigo.
Y en Oslo ofreció su testimonio:
"Al final de la Guerra, nos convencimos
de que alcanzaría con relatar una sola noche en Treblinka, contar la crueldad,
el sinsentido de los asesinatos, la indignación nacida de la indiferencia: iba
a alcanzar encontrando la palabra justa y el momento propicio para decirla, para
sacudir a la humanidad de su indiferencia y evitar que el torturador vuelva a
torturar. Pensábamos que iba a alcanzar con leer un poema escrito por un chico
del gueto de Theresienstadt para asegurar que nunca más un chico vuelva a
padecer hambre o miedo. Iba a ser suficiente con describir el proceso de `Selección´
en un campo de concentración para evitar que el derecho a la dignidad vuelva a
ser violado".
En su testimonio, Elie Wiesel menciona a los
etíopes y a los camboyanos, a los palestinos, los misquitos y, también, a los
desaparecidos argentinos. Y finaliza preguntando si los sobrevivientes de la
Shoa habrán fracasado. Cómo explicar, se pregunta, el fracaso de la memoria.
Elie Wiesel tiene razón en sentir el fracaso
en el caso de Dagmar. Los jóvenes poetas del Holocausto no lograron salvarla.
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