LITERATURA   [Convocatorias]

Entrevista con la escritora realizada en marzo de 2003
Homenaje que se le realizará el 19.1.04
Fragmento del primer capítulo de "La voz dormida"

Homenaje a la escritora Dulce Chacón
19 de enero 2004, 20:00 horas. Círculo de Bellas Artes (Madrid)
 
Las voces dormidas, silenciosas, resuenan como truenos en la conciencia libre de las gentes de izquierda. Palabras que nos recuerdan -pese a la brutal ofensiva neoliberal- quiénes somos. Voces generosas como la de Dulce Chacón, altavoz presente y combativo, un grito de sincera rebeldía y libertad, nos ayudan -y nos ayudarán gracias a su obra- a ser mejores, a concebir otro punto de vista, a pensar. El tiempo no borra nada. Los hechos pasan, el dolor se extiende por las víctimas como un reguero de sangre con triste genealogía de dolor. Las cicatrices, permanentes cárceles grabadas en la memoria, dejan huellas en la piel, en las entrañas, en las familias destrozadas. Dulce Chacón nos acercó el valor y la determinación de muchas mujeres y aportó su aliento para romper, con testimonios, la conspiración de silencio que la represión del franquismo impuso sobre la sociedad española.

En la tribuna, gritando No a la Guerra, su voz era poderosa y sincera. La voz de una mujer libre que expresó con justas palabras el sentir de un pueblo contra la ciega arbitrariedad de sus gobernantes. El pueblo de izquierdas. Hijas e hijos de aquellas mujeres de voz firme, nunca resignada. Mujeres de amor y hierro con deseos de libertad colectiva. Las sensaciones se entremezclan. Todo aquello -el eco sordo de tantas mujeres encarceladas o exiliadas- era el franquismo. Y ahora es la guerra. El capitalismo marca su territorio con víctimas y represión universal. Parece existir un cruel nexo de conexión. El sufrimiento de las mujeres es el violento testimonio del horror. El desgarro y la pasión por la libertad recorre los recuerdos que la obra de Dulce Chacón nos acercó con limpia maestría. En cualquier lugar, en cualquier penal, en el recuerdo de una fría mañana de diciembre, Dulce, qué emotivo suena tu nombre en estos momentos de tristeza, tu lectura nos une fraternalmente.

Cuando la vida se escapa, cuando un golpe esquivo nos aparta del camino, quedan las palabras. Nos queda la palabra. Un arma, Dulce Chacón, cargada de futuro.

* Palabras de condolencia de Francisco Frutos, Secretario General del PCE, a la familia de Dulce Chacón
04 Diciembre del 2003

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Fragmento del primer capítulo de "La voz dormida":

La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no
hablaba nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la boca, se le
escapaba
un Ay madre mía de mi vida que aún no había aprendido a controlar, y lo
repetía casi a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran parte del día
escribiendo
en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le
recorría la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.

Ya se había acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había
acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la
derrota
se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar
explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no
podía parar
de reír.

Reía.

Reía porque Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un
guante con garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía
manipularlo.
Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su
voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el
miedo.

El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que
compartían la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el
miedo
en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo
también, en los ojos de sus familiares.

Era día de visita. La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir.

El muñeco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo
contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no
advierta
su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las
manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda
con
precaución, si la cautela deja de ser compañera de viaje por un descuido,
por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que
unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.

Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitación con
un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y metálicas. Por el
interior
del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus
familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa.
Ninguno
de los cuatro acertaba a oír nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana
entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras
precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido
muchos besos de su parte. Y se abrazaba a sí misma para enviarle un abrazo.
La algarabía de los visitantes no permitía que Hortensia escuchara lo que su
hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente
de que aún no habían fijado la fecha de su juicio.

-Que todavía no se sabe cuándo saldrá tu juicio.
-¿Qué?
-El juicio, que no se sabe nada.

Hortensia se agarró a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de
Pepa. Pepa se agarró a la alambrada de enfrente para acercarse más a ella;
fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorría el pasillo
girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.

Los garbanzos de la cabeza del títere aún estaban manchados de sangre.
Elvira deshizo el muñeco ante los ojos sorprendidos de su abuelo, que
observaba desde
el otro lado del pasillo. Alzó el guante. La guardiana pasó de largo,
suponiendo que la joven divertía a su abuelo con un juego, y continuó
recorriendo
el pasillo con paso firme y las manos enlazadas en la espalda. Cuando la
funcionaria estuvo suficientemente alejada de ella, Elvira sacó los
garbanzos
manchados de sangre y se señaló las rodillas.

La distancia y la penumbra impidieron que el anciano viera las heridas de su
nieta, aún abiertas.

La guardiana se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto. Grita:
¡Elvira, atrás! Reanuda la marcha lentamente y se dirige hacia Elvira
apretando
los labios en un mohín disfrazado de sonrisa. Retuerce los dedos sin retirar
las manos de la espalda y vuelve a gritar:

-¡Elvira, atrás!

Elvira da un paso hacia atrás, justo cuando la guardiana golpea la alambrada
con su palma izquierda, a la altura del rostro de Elvira.

-La visita ha terminado para usted. Retírese a su galería y espéreme allí. Y
añade, sin gritar, dirigiéndose al abuelo de Elvira:

-Márchese.

El anciano mira a la mujer que tiene al lado, a la hermana de la que va a
morir, a Pepa. La interroga con los ojos, pero no pregunta qué ha pasado,
porque
es mejor no hacer preguntas.

-Váyase, abuelo, la visita ha terminado para su nieta y para usted.

Elvira guarda los garbanzos en el bolsillo, se enfunda el guante en su
diminuta mano y la esconde también en el bolsillo, reprimiendo el deseo de
agitarla
para despedir a su abuelo. Tampoco el anciano se atreve a despedirse de
ella. La mira. Y se da la vuelta. Se abre paso entre los familiares, que
continúan
gritando mientras se empujan unos a otros para ocupar el espacio que ha
dejado libre junto a la valla metálica. Y se marcha sin haber comprendido
nada.

Nada. En absoluto.

No había nevado. Las mujeres formaban corros en el patio para sumar sus
tibiezas, para reunir entre ellas un poco de calor. Poco. Atisbaban el
cielo, con
el deseo de que la nieve cayera. Si nieva, templa, insistía Reme, la mayor
del grupo, mientras Tomasa, una extremeña de piel cetrina y ojos rasgados,
la
miraba incrédula.

-Que templa, te lo digo yo.
-Qué sabrás.
-Lo sé, porque mi hijo vive en León, y me lo cuenta. Además, el año pasado
cuando nevó, templó.
-Ya se verá. Tres días llevaban mirando al cielo.
-¿Y qué hace tu hijo en León?
-Está a la mina.
-¿Y ha visto el mar?
-Si en León no hay mar.
-Ah.
-Pero un día vio a la Pasionaria.
-¡Anda ya! Reme entretenía sus dedos peinando a Hortensia, haciendo y
deshaciendo su trenza una y otra vez.
-Yo tenía asín de largo el pelo. Y asín de negro.
-¿De verdad que tu hijo vio a la Pasionaria?
-De lejos, pero la vio.

Tres días estuvieron mirando al cielo. Y tres días estuvo Elvira sin poder
verlo. Los tres días que permaneció recluida en la celda de castigo por
haber
intentado explicarle a su abuelo que soportó el dolor en los
interrogatorios, hincada de rodillas sobre los garbanzos, sin despegar los
labios, sin contestar
una sola pregunta, sin desvelar la identidad de su hermano Paulino.

Y ahora, arrellanada en un rincón del patio, después de haberse negado a
compartir el corro donde Tomasa, Reme y Hortensia intentan mitigar el frío,
Elvira
se acaricia las mejillas con los guantes que le había tejido su madre

. Y comenzó a toser.

-Elvirita se ha puesto mala.
-Tiene calentura desde que salió del "cubo".
-Habrá que avisar a la guardia civila.
-Para el caso que te va a hacer. Reme dejó de anudar la trenza de Hortensia.
-Yo voy a ir.
-Pues ve, ya volverás.
-Cuidado que eres refunfuñona, Tomasa. Únicamente sabes refunfuñar que
refunfuñar. Refunfuñar únicamente, carajo.

Tomasa puso en jarras los brazos bajo su toca de lana y se le encaró:

-¿Y qué otro carajo se puede hacer aquí?

Las discusiones de Tomasa y Reme nunca duraban mucho. Antes de que ambas se
acaloraran, mediaba Hortensia entre ellas y las calmaba sin mucha
dificultad.
Pero en esta ocasión, Hortensia no las escucha siquiera. Porque toda su
atención se concentra en Elvira. La contempla, procurando que Elvira no
advierta
su mirada.

Hortensia ha dejado de acariciarse el vientre. Se sujeta los riñones
mientras camina hacia el rincón donde Elvira desliza por sus mejillas los
guantes que
le hizo su madre poco antes de morir.

Y Elvira tirita.

La fiebre no es más que otra forma de delirio. Delirar es soñar. Y soñar es
sentirse lejos. Soñar es estar de nuevo en casa. Lejos. Huele a mandarinas.
Elvira está en casa. Y le fascina la música que escucha en la radio.

Ojos verdes, verdes como la albahaca...

A Elvira le apasiona Miguel de Molina, y Celia Gámez, y la zarzuela, también
le gusta mucho la zarzuela, y Antoñita Colomé y doña Concha Piquer. A ella
le gustaría ser cantante, y que los maestros Valverde, León y Quiroga le
compusieran unos Ojos verdes sólo para ella, con brillo de faca

. ... y el verde, verde limón.

Pero su padre ha prohibido terminantemente a su madre que aliente las
fantasías de la niña. Y su madre, doña Martina, apaga la radio en cuanto
siente llegar
a su marido. Ella no cree que las canciones sean obscenas, aun así, apaga la
radio para que él no se enfade.

-Mamá.

Doña Martina ha apagado la radio. Y Reme regresa para decir que no hay sitio
en la enfermería, que la guardiana le ha dicho que la enfermería está llena.

Y que no tiene entrañas, ha dicho:

-Esa guardia civila no tiene entrañas en las entrañas.

La extremeña de piel cetrina expresa un Ya te lo dije sin pronunciar
palabra, bajando a la vez la barbilla y las pestañas al tiempo que tuerce
los labios,
bien apretados. No ha permitido que Hortensia se acerque al petate de
Elvira, por temor a un mal parto si llega a contagiarse.

-No te arrimes, no vaya a ser, que ya tenemos bastante con lo que tenemos de
sobra.

Y continúa aplicando paños de agua fría en la frente que arde, en los brazos
que arden, y en la nuca, y en el cuello.

-Mamá.

Pero la fiebre no baja. El delirio mantiene el sueño en los ojos abiertos de
Elvira y, a escondidas de su padre, canta un cuplé para su madre y para su
hermano Paulino. Ellos aplauden. Ella se siente artista. Nunca entenderé de
dónde te viene la chispa, le dice su madre mientras coloca una fuente de
mandarinas
en el centro de la mesa. Nunca lo entenderé, repite.

-No me lo explico.

Y no se lo explica doña Martina, porque ella es hija de un militar más bien
soso, nacida en Pamplona, y esposa de otro militar, más soso si cabe, casada
en Burgos, y jamás ha conocido gracia o cascabel alguno, ni en ella ni en su
familia ni en la familia de su marido.

-Ha sido Valencia, mamá. El sol. Las flores. El clima. Valencia tiene la
culpa. Y tú, por haberla parido aquí, como a una naranja.

Sonríe Paulino. Paulino. Su hermano mayor. Su héroe, aunque aún no se haya
marchado a la guerra. Elvira adora a Paulino, que se ríe de ella, y de su
madre,
de las dos, y Elvira se queja:

-Mamá.

Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Escribe a Felipe. Le escribe que
siente las patadas de la criatura en el vientre, y que si es niño se llamará
como
él. Escribe que piensa que Elvirita se muere, como se murió Amparo, y
Celita, sin dejar de toser, como se murieron los hijos de Josefa y Amalia,
las del
pabellón de madres. Escribe que la chiquilla pelirroja tiene una calentura
muy mala. Y que lo único que pueden hacer por ella es darle el zumo de las
medias
naranjas que les dan a cada una después del rancho. Escribe que no sacan
mucho porque están muy secas.

-Mamá.

Reme y Tomasa se miran, y miran a Hortensia. Reme recuerda a su madre.
Muchas veces le hubiera gustado llamarla, así, como Elvira llama a la suya,
aunque
su madre esté muerta desde hace más de veinte años, muchas veces, pero no se
ha atrevido nunca. Tomasa incorpora a la niña y le da a cucharadas el zumo
de las medias naranjas del postre de todas. Elvira traga. Y entre cucharada
y cucharada se queja:

-Mamá.

Tomasa añora también a su madre, al igual que Hortensia, que levanta la
vista de su cuaderno azul.

-Mamá.

Y el quejido de Elvira es el quejido de todas.

En la puerta de la prisión, el abuelo de Elvira espera a la mujer que
conoció en su anterior visita. No le han permitido ver a su nieta. Está
enferma, le
han dicho. Pero han cogido la lata de cinc donde le lleva siempre la comida,
y se la han devuelto vacía, buena señal. Y ahora espera a Pepa, la hermana
de la mujer que escribe su diario en un cuaderno azul.

-Señorita.

Es menuda, y rubia. Camina con pasos cortos, acelerados, porque ha empezado
a llover.

-Señorita.

Va enfundada en un abrigo demasiado grande. Y un mechón de cabello se le
escapa de la toquilla que cubre su cabeza, una toquilla negra bastante
ajada.

-Señorita.

El anciano se levanta apenas el sombrero para saludar mientras se acerca a
ella.

-¿Es a mí?
-Usted perdone, señorita.

Ninguno de los dos lleva paraguas. Y ambos tienen los ojos de un color azul
clarísimo, casi celeste.

-¿Sabe usted algo de mi nieta?
-¿De quién?
-Elvira González Tolosa, mi nieta.
-¿La chiquilla pelirroja?
-Exacto, sí.
-Está con mi hermana en la galería, pero hoy no ha salido a comunicar.
-Ya, ya, precisamente. Verá...
-Ahora me acuerdo de usted.
-¿Se acuerda?

El anciano levanta las solapas de su chaqueta para cubrirse el cuello. Viste
traje y corbata negros, pero no lleva abrigo y a Pepa le extraña porque su
aspecto es de un gran señor y la calidad de su vestimenta se advierte hasta
en el fieltro de su sombrero.

-Sí, que le trataron de muy malas maneras, muy malamente, sí. Venga,
arrímese aquí que nos vamos a empapar.

El anciano la sigue, y una vez a resguardo, se levanta el sombrero.

-Perdone, no me he presentado. Me llamo Javier Tolosa Ibarmengoindia.
-¡Josú!
-Encantado de conocerla.
-Josefa Rodríguez García, para servirle.

Pepa siente lástima al verlo tan caballero, y tan aterido. Sus miradas
azules se encuentran por primera vez. A ella la calienta un abrigo que había
sido
de su padre, y no sabe que el abuelo de Elvira vendió el último que le
quedaba hace apenas una semana.

La joven se dispone a escuchar al anciano. Observa su delgadez extrema, su
piel finísima y pálida, casi transparente, la elegancia de los dedos largos
que
sujetan la solapa que abriga su garganta.

-Usted dirá.

En cuanto el abuelo de Elvira comienza a hablar, Pepa percibe la fragilidad
en su voz. La conoce bien, esa fragilidad. Palabras a medias. Palabras
buscadas
y silenciadas antes de llegar a los labios.

-Me han dicho que está enferma, pues. Palabras que se niegan a ser
pronunciadas.
-¿Le ha dicho algo su hermana, de mi nieta...? Él quiere preguntar algo más.
-¿Sabe usted si...?

La lata de cinc tiembla en la mano de don Javier Tolosa Ibarmengoindia. Si
ha muerto, quiere preguntar. Pepa sabe que es eso lo que el abuelo de Elvira
quiere preguntar. Y sabe que no se atreve a preguntarlo.

-Le han cogido la comida, ¿no?

Dice, señalando la lata vacía.

-Sí.
-Entonces no se preocupe.

Y le cuenta que ella regresó a su casa con la lata llena la última vez que
visitó a su padre en la cárcel de Porlier.

-Mi padre era maestro tornero en Córdoba, ¿sabe usted?

Le dice que se vinieron de Córdoba al acabar la guerra, porque su padre
estaba con la República y allí lo sabía todo el mundo.

-Y aquí lo debían de saber también, porque lo trincaron nada más llegar a
Madrid.

No le traigas más comida, no la va a necesitar, dice que le dijeron en la
puerta de la cárcel de Porlier. Y rechazaron la lata cuando Pepa se disponía
a
entregarla. Tu padre ya no está aquí. ¿Y dónde está? No está. No preguntes,
vete, y no vuelvas más. Y mucho cuidadito con llorar y formar escándalo.

-Así lo supe yo.

Dice, señalando su propia lata.

Así supo que no volvería a ver a su padre.

-Y así sabe usted que su nieta está ahí dentro.

Pepa señala esta vez la lata vacía del abuelo de Elvira.

Y el anciano controla la intención de sus ojos. Y ella también.

Aún se pregunta Pepa cómo ha reunido el valor suficiente para enviarle un
mensaje a Hortensia. Y sigue estando nerviosa, a pesar de que hace horas que
regresó
del penal. Hace horas que se ha despedido del abuelo de Elvira. Hace horas
que vio caminar a don Javier bajo la lluvia, con la cabeza baja, alejándose
de ella abrazado a su lata vacía. Hace horas que ha llegado a casa de los
señores. Y ya le ha preparado la sopa a don Fernando.

Tiembla.

Ha de tener cuidado.

Porque ella no es valiente, como lo es su hermana, que no dudó en
incorporarse a las milicias. Porque Hortensia fue miliciana. Y guerrillera
también, se
fue a la guerrilla poco después de la muerte de su padre, aun estando
embarazada de cinco meses.

Le ha mentido al abuelo de la niña pelirroja.

Le ha mentido al caballero que tiene unos apellidos tan raros, porque en los
tiempos que corren hay que guardarse algunas verdades. A su padre no lo
cogieron
por estar con la República, lo cogieron porque sabían que el marido de
Hortensia estaba en el monte; y lo mataron porque no quiso decir dónde
estaba. Su
padre era valiente. Su padre era tan valiente como Hortensia. Porque a ella
también se la llevaron para interrogarla cuando a su padre ya no le podían
interrogar. Casi a diario se la llevaban, creyendo que un día les iba a
decir que su marido estaba con El Chaqueta Negra, creyendo que un día les
iba a
decir dónde estaba. Un día, Hortensia se iba a cansar de tanto ir y venir
con el miedo a cuestas. Pero no se cansó. Ella soportó lo suyo. Y se fue
detrás
de su hombre porque un somatén que había venido de Barcelona le dio una
patada en el vientre. Sólo temió perder al hijo que esperaba. Hortensia era
valiente.

Pero Pepa no resistiría ni una sola patada. Ella no. Si a ella la cogen, los
cogen a todos. Ella es igual que su madre, que no soportó un invierno detrás
de un parto prematuro, el suyo. Menuda, indefensa, débil y rubia, como sin
hacer, como su madre.

Ha de tener cuidado.

Piensa.

Y vigila la bandeja porque aún le tiemblan un poco las manos y no quiere
derramar la sopa que lleva para don Fernando. Camina despacio, mirando hacia
el
frente y luego hacia el plato de sopa, y después al suelo y luego al frente
y después al plato y al suelo.

Procura no mirar el pan.

Camina despacio y tarda en llegar al comedor lo que no ha tardado nunca. Los
cubiertos tintinean cuando deposita la bandeja en la mesa. Pero no ha
derramado
ni una gota de sopa. Ni una sola gota.

-Pepa.

La voz de don Fernando llega de la sala. Ella acude a la llamada retirándose
el mechón que le resbala en la frente y se sitúa junto a la chimenea
encendida
para aprovechar un poco de calor mientras pregunta:

-¿Mande?

Don Fernando deja el periódico sobre sus rodillas y se quita las gafas para
mirarla:

-Hace frío. Hoy voy a cenar aquí.

Pepa abandona el calor de las llamas y regresa a la bandeja y a la sopa,
decidida a controlar su temblor.

No quiere ver el pan. Pero lo mira. Lo mira y sonríe mientras alza de nuevo
la bandeja. Lo mira.

Sonríe.

Tiembla.

Y piensa en Hortensia. Imagina su estremecimiento cuando muerda su pan,
cuando sus labios rocen el mensaje de Felipe. La carta que ella misma
recogió en
el camino de Cerro Umbría, bajo la tercera piedra después del poste de luz
con un tajo en el medio, una piedra bien grande y bastante plana que tiene
un
matorral delante que la oculta del camino. La misma piedra que le señaló su
cuñado Felipe cuando se llevaron a Hortensia:

-Mira, y fíjate bien. Aquí debajo, dentro de una lata que hay aquí debajo,
te dejaré mañana una cosa. La coges sin que nadie te vea, y se la llevas a
Tensi.

Porque él la llamaba siempre Tensi. La coges sin que nadie te vea. Pepa le
miró a los ojos, y no quiso decirle que se sentía desfallecer de miedo. Le
dijo
que había ido al cerro para avisarle de que en las granjas de El Altollano
la Guardia Civil contaba los animales por la noche, y obligaba a los
paisanos
a entregar las llaves de los corrales, y que por la mañana devolvía las
llaves y contaba de nuevo los animales para saber quién vendía provisiones a
la
guerrilla. Y que así había caído Hortensia, cuando se disponía a comprar una
gallina. Ella sólo había ido a contárselo, para que no la esperara. Y
querría
haberle dicho que había ido con el miedo aplastándole el cuerpo y que
mientras esperaba a Felipe junto al matorral, cuando escuchó los tres golpes
de piedra
de la contraseña, casi se olvida de que tenía que contestar con otros tres
golpes. Y que no volvería nunca al cerro, eso querría haberle dicho. Pero no
se lo dijo. Le miró a los ojos y vio en ellos la mirada de su hermana, la
misma mirada que Hortensia le puso al pedirle que fuera al cerro a decirle a
Felipe que no la esperara. La misma mirada tenía Felipe, y Pepa le prometió
llevarle a Hortensia lo que él quisiera mandarle.

Pero la primera vez fue más fácil. Aquel día dejaron de temblarle las
piernas en cuanto levantó la piedra casi plana escondida detrás del matorral
y abrió
la caja de lata. Porque lo que Felipe había dejado para Hortensia no estaba
prohibido que se lo llevara. Y lo entregó al llegar a la cárcel de Ventas,
en la puerta, a la monja que se encargaba de recoger los paquetes. Era sólo
un cuaderno en blanco.

Un cuaderno azul.

Antes de tragarse el papel, Hortensia lo retiene en la boca. Lo ha leído más
de veinte veces. Lo ha memorizado y sigue las instrucciones de Felipe. No lo
rompas, podrían encontrar los pedazos. No quiere tragar, desea mantener en
su boca los besos que le manda Felipe. No lo quemes, podrían sorprenderte
antes
de que hubiera ardido por completo. Quiere saborear su nombre, escrito por
la mano de Felipe. Cómetelo, Tensi, no sabe mal, y piensa en mí. La celulosa
se va deshaciendo y Hortensia no quiere tragar. Piensa que estaré en tu
boca, Tensi. La bola seca que se formó al principio es ya una pasta amarga
con
sabor a tinta. No quiere tragar, pero los pasos de la guardiana se acercan.
Te mando muchos besos, Tensi, todos los que no he podido darte. Los pasos de
la guardiana se acercan. Te mando muchos besos, Tensi. Los pasos de la
guardiana resuenan por la galería, es la hora del taller. Aguanta, vida mía.

El sonido metálico y creciente de las llaves se suma al ruido de la puerta
al abrirse. Hortensia intenta tragar. Te quiero, Tensi. El esfuerzo de papel
y tinta le produce arcadas. Por aquí andamos igual, mal y bien según el día.
Pero Hortensia controla sus náuseas, y traga. Por la noche, cuando cambiamos
de campamento y se ven las estrellas, miro siempre la nuestra, pronto la
veremos juntos, muy pronto. La náusea y el esfuerzo por tragar provocan una
lágrima
de Hortensia.

La funcionaria ha entrado ya.

Es Mercedes.

-¡Al taller!

Acompaña su voz cantarina dando palmas. Repite:

-¡Al taller!

Las mujeres que acuden al taller de costura en los sótanos de la prisión
forman una fila para seguir a Mercedes en silencio y en orden. Hortensia
enrolla
su petate de borra, se seca la lágrima y busca su cuaderno azul. Ella no va
al taller, porque aún no tiene condena. Tomasa permanece junto a la cabecera
de Elvira. Y tampoco va al taller. Tomasa no va por principios. Se niega a
coser uniformes para el enemigo. Tomasa sostiene que la guerra no ha
terminado,
que la paz consentida por Negrín es una ofensa a los que continúan en la
lucha. Ella se niega a aceptar que los tres años de guerra comienzan a
formar
parte de la Historia. No. Sus muertos no forman parte de la Historia. Ni
ella ha sido condenada a muerte, ni le ha sido conmutada la pena, para la
Historia.
Ella no va a dar treinta años de su vida para la Historia. Ni un solo día,
ni un solo muerto para la Historia. La guerra no ha acabado. Pero acabará, y
pronto. Y ella no habrá cosido ni una sola puntada para redimir pena
colaborando con los que ya quieren escribir la Historia. Ni una sola
puntada. Y por
eso mira a Reme con desdén cuando Reme se incorpora a la fila. Porque Reme
ha abandonado. Se ha vuelto mansa. Reme no sabe valorar el sacrificio de los
que siguen cayendo. Ella es una derrotista, que sólo sabe contar los
muertos. Ella sólo sabe llorarlos. Y cuenta su historia, su pequeña
historia, siempre
que puede, como si su historia acabara aquí. Pero no acaba aquí. Desde luego
que no, y Tomasa no piensa contar la suya hasta que todo esto haya acabado.
Y será lejos de este lugar. Lejos. Observa a Reme. Y Reme se incorpora con
mansedumbre a la fila ignorando su desdén.

Hortensia se oculta de Mercedes volviéndose hacia la pared, e intenta
despegar con la lengua un resto de pasta de papel que se le ha adherido al
paladar.

Un resto. Un pequeño resto.

Muy pronto acabará todo, quizá incluso antes de que salga tu juicio, y
estaré contigo cuando nazca el crío. Si es niña, la llamaremos Hortensia,
como tú,
Tensi.

No hace dos semanas que Mercedes consiguió su primer trabajo, como
funcionaria de prisiones. Por ser viuda de guerra lo consiguió, y le gusta.
Lleva el
pelo cardado, recogido en un moño alto con forma de plátano que deja ver la
cabeza de multitud de horquillas a lo largo de su recorrido, desde la nuca
a la coronilla. Ella prefiere no hundirlas del todo, prefiere que se vean, y
las cuenta una a una cuando se peina. Siente que le favorece ese peinado,
y también le favorece el uniforme. Se ciñe el cinturón apretándolo al máximo
para marcar su cintura, y siempre, al acabar de ponerse su capa azul, se da
una vuelta frente al espejo.

Antes de conducir a las mujeres al taller de costura, se acerca a la
cabecera de Elvira y le pregunta a Tomasa cómo sigue la niña:

-¿Cómo sigue la niña?
-¡Cómo va a seguir, mal!

Tomasa endurece la expresión de su rostro. Las arrugas se hunden como surcos
en su piel color de aceituna al fruncir el ceño. Sus ojos rasgados se
achinan
para mirar con desprecio. Hortensia la observa. Sentada sobre su petate
enrollado, cierra su cuaderno azul y le dirige una mirada de No seas tan
bruta.
Mercedes le entrega a hurtadillas unas píldoras que ha traído a escondidas,
mientras toca la frente de la enferma.

-Dele una por la mañana y otra por la noche.

A Tomasa no se le ablanda el corazón, por mucho que Hortensia la mire así,
por mucho que sepa que Mercedes se arriesga a ser descubierta por la
chivata,
que acecha sus movimientos desde el primer lugar de la fila, ávida por
encontrar cualquier información que le sirva de moneda de cambio. No se
ablanda,
porque a ella no se la dan, nadie se la da, y la nueva sólo pretende hacerse
la buena. Toma las pastillas que Mercedes le ofrece y las esconde en la mano
bajo su toca de lana sin darle las gracias, en el momento en que Elvira abre
los ojos, despejados y atentos por primera vez desde que comenzó su delirio.

-¿Estamos en Valencia?
-No, hijita.
-Creía que estaba en Valencia.

Mercedes se alegra al verla despertar. La arropa, y vuelve a tocarle la
frente.

-Tiene menos fiebre. Pero, de todas formas, dele la medicina.

Dice, dirigiéndose a Tomasa y bajando la voz, porque se ha acostumbrado a
hablar de este modo con las internas. Ya encabezando la fila, ordena:

-Que se abrigue bien.

La extremeña de piel cetrina asiente sin pronunciar palabra.

-¿Tienes frío, Elvirita?
-¿Me voy a morir?

Tomasa busca con la mirada a Hortensia y a Reme para sonreírles. Sonríe, con
la boca abierta. Reme y Hortensia entienden el motivo de su sonrisa y
sonríen
también.

Reme camina hacia el taller de costura. En fila, en silencio y en orden,
sigue a Mercedes y a las demás, mirando atrás, a Tomasa. Y Hortensia toma de
nuevo
su lápiz sin dejar de sonreír.

Elvirita no va a morirse, dicen aquellas sonrisas cómplices. No. Elvira no
va a morir.

En silencio y en orden abandonan la sala las mujeres hacia el sótano de la
prisión de Ventas. Y Elvira le contesta, a Tomasa, que no tiene frío.

-Pero tengo hambre.

Pero tiene hambre. Tiene tanta hambre como en el puerto de Alicante, cuando
esperaba un barco que nunca llegó, y a su madre se le acabaron las joyas y
ya
no tenía nada para cambiar por chocolate a la guardia italiana que los
vigilaba, y el dinero republicano ya no era de curso legal, y los billetes
que había
ahorrado doña Martina envejecían inútiles en el fondo de una caja de caoba,
una caja preciosa que había comprado su padre en Guinea. Porque su padre
había
vivido en Guinea, antes de conocer a su madre, antes de que lo trasladaran a
Pamplona y luego a Burgos, donde se casó con ella y nació Paulino. Su padre
había vivido en muchos sitios. Elvira sólo en dos: nació en Valencia, y no
salió de Valencia hasta que la trajeron aquí, a esta ciudad que ni siquiera
conoce, de la que ha visto tan sólo una plaza de toros, muy bonita, a través
de los barrotes de la puerta del furgón. Ni siquiera conoce Alicante, sólo
vio una calle con muchas palmeras camino del puerto.

Pero su padre conocía bien todas las ciudades en las que vivió, y de cada
una de ellas conservaba un recuerdo. De Malabo se trajo la cajita de madera
donde
su madre guardaba los ahorros, pero se trajo también una dolencia en el
estómago que le obligó a abandonar el ejército cuando la ley de Azaña. Era
teniente
cuando se retiró. Y Elvira recuerda que su madre se puso muy contenta. Pero
no se puso tanto cuando volvió a incorporarse, aunque le hubieran ascendido
a capitán. No se puso nada contenta. Fue al principio de la guerra, y el
batallón donde su padre era capitán se llamaba Alicante Rojo. Así lo
escribía
su padre en las cartas, Batallón Alicante Rojo, delante de la fecha y detrás
de ¡Viva la República!

Dos días después de recibir el primer ¡Viva la República!, que llegó desde
Segorbe, un pueblo de Castellón, Paulino entró en casa con un papel en la
mano.
En la boca, Paulino escondía una sonrisa.

-Me he alistado como voluntario, mamá.

Su madre abandonó el peine y la melena roja de Elvira:

-Eres demasiado joven.
-No.

No, replicó Paulino con firmeza mostrándole el papel que llevaba en la mano.
Su madre continuó peinando a Elvira:

-Eres demasiado joven, Paulino.

No añadió nada más; acostumbrada a que las decisiones de los hombres no se
discuten. Paulino ya es un hombre, le había escrito su marido en la primera
carta,
y la República le necesita.

Cuando la madre, doña Martina, acabó de anudar una cinta en la cola de
caballo que le había hecho a Elvira, la niña corrió a la habitación de su
hermano.

-¿Tú también te vas a la guerra?
-Mueve la coleta como a mí me gusta, chiqueta.

El cabello de Elvira azotó el aire a izquierda y derecha, y su hermano
aprovechó los ojos cerrados de la niña para tirar de un extremo del lazo.

-Mamá, mamá, Paulino me ha deshecho la coleta.

Paulino se marchó al frente esa misma tarde. Acababa de cumplir diecinueve
años.

Las cartas del padre de Elvira llegaban casi a diario a Valencia. La madre
se las leía a la hija con voz cadenciosa, entonando las palabras como en un
cuento
infantil junto a la cabecera de la cama. La misma voz que pone Tomasa para
contarle que lleva cinco días en pleno delirio.

Al principio, doña Martina esperaba las cartas con alegría y las leía con
emoción. Pero según pasaba el tiempo, la alegría de la espera dio paso a la
congoja
de esperar. Y al más mínimo retraso, la congoja se convertía en angustia.

Llevaba más de siete meses recibiendo carta de su marido casi a diario.
Algunas eran notas apresuradas escritas en cualquier papel, en cualquier
parte,
sólo para que ella supiera que se encontraba bien, y que no la olvidaba.

No te olvido.

Por eso doña Martina, al cumplirse la segunda semana de la llegada de la
última carta, supo que ya no debía esperar ninguna más.

Pero se sorprendió cuando llegó la maleta.

Llegó su maleta.

Un sargento pagador se la llevó a casa.

Su maleta.

Doña Martina abrió la puerta y el sargento le mostró la maleta diciendo que
la enviaban desde Trijueque.

-En Guadalajara ha pasado un desastre muy gordo, con los italianos.

Elvira vio palidecer a su madre y taparse la cara con las manos.

-Vaya a Capitanía General, señora. Allí hay unas listas muy grandes con
muchos nombres.

La niña cogió la maleta que el sargento pagador alzaba del suelo. Le dio las
gracias y cerró la puerta. Doña Martina no apartaba los ojos de la maleta.

Quizá lleguen en su interior las cartas que faltan, todas juntas, las de los
últimos quince días, o quizá su marido le envía un recuerdo de Trijueque.
Sí,
abrirá la maleta doña Martina con ese resto de esperanza. Con un resto de
esperanza, aunque sólo sea por un instante, abrirá la maleta negando la
verdad
que ha ido aceptando según comenzaron a faltar noticias de su marido, la
verdad que ahora, que es más evidente que nunca, no quiere admitir. Porque
aún
es posible que no sea cierto. Aún es posible. Y mientras Elvira arrastra la
maleta hacia el salón, su madre reniega de la certeza que asumió poco a poco
en los últimos quince días.

No, aún es posible que no sea verdad.

No.

Aún es posible que en una maleta lleguen quince cartas.

Sus dedos acariciarán la suavidad de la piel, recorrerán la huella de muchos
viajes. Se detendrán en el cuero que engarzan las hebillas y desabrocharán
los cintos lentamente.

Porque aún es posible.

No te olvido.

Aún es posible que desde Trijueque llegue un recuerdo.

Es el nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete.

Era el nueve de marzo, cuando doña Martina abrió la maleta. Esa misma
mañana, Elvira acudió con su madre a Capitanía General, y no encontraron el
nombre
de su padre en las listas.

El nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete, su madre le dijo a
Elvira que habría que avisar a Paulino, poco después de cerrar la maleta,
donde
sólo encontraron dos uniformes, una gorra de plato, dos pares de leguis y
ropa interior; ningún objeto personal, y todo el silencio, de su padre.

Muchas veces, y muchas más, fueron Elvira y su madre a Capitanía General de
Valencia para buscar el nombre de su padre en las listas. Y en todas las
ocasiones
regresaron sin haberlo encontrado. Pero Elvira sueña que no ha muerto.
Fantasea aún con que un día volverá. Ha de regresar para reñirle cuando
cante Ojos
verdes. Y ella le ayudará a ponerse los leguis que venían en su maleta. Los
ceñirá con cuidado, para no mancharlos con el betún de los zapatos, que
brillarán
como nunca en los pies de su padre.

Después de más de tres años, aún fantasea.

Dejaste mis brazos cuando amanecía...

Las mujeres regresan mansamente del taller de costura, en fila, en silencio
y en orden. Reme y Mercedes se acercan a la cama de Elvira.

... y en mi boca un gusto a menta y canela...

Tomasa interrumpe la melodía que tararea para la chiquilla pelirroja que no
va a morir.

-Ha vuelto a dormirse. Ha dormido un buen rato y creo que ahora se está
despertando.

-Bendito sea Dios.

Se le ha escapado a Reme, ese Bendito sea Dios. Se le ha escapado al ver la
tranquilidad del sueño de Elvira. Se le ha escapado delante de Tomasa, que
huye
siempre de semejantes expresiones.

-Sea por siempre Bendito y Alabado.

Contesta Mercedes, y Tomasa se levanta sin mirarlas y se retira al rincón
donde tendió los paños higiénicos que lavó ayer por la tarde. Comprueba que
están
húmedos aún y que han quedado algunas manchas. Y maldice en voz baja:

-Maldita sea mi estampa.

Maldice porque se ha puesto de mal humor. Y porque ya no tiene edad para
menstruar, y durante el último año se le retrasa todos los meses. Pero
viene. Viene
cada mes con más hemorragia y sólo tiene tres paños, y en invierno tardan
demasiado en secar.

-Maldita sea. Maldita sea la madre que la parió. Lo ha dicho entre dientes.
Pero Mercedes lo ha oído. Lo ha dicho mirando a Mercedes. Y la guardiana se
acerca a ella:

-¿Qué ha dicho?
-He dicho maldita sea.
-¿Y qué más?
-Nada más.
-La he oído decir algo más.

La mujer que lleva el pelo cardado y un moño con forma de plátano se
impacienta. Hace apenas dos semanas que trabaja como funcionaria de
prisiones, y es
la primera vez que se enfrenta a un conflicto. La he oído decir algo más,
repite alzando la voz.

Tomasa guarda silencio. Se cubre el pecho con la toca de lana y al tiempo
que cruza los brazos, y sin apenas mover los pies, carga el peso de su
cuerpo
sobre la cadera derecha echándose levemente hacia atrás. Conoce la
inexperiencia de Mercedes. Sabe que quiere hacerse la simpática, la buena.
Pero no lo
es. La tiene frente a sí, y está nerviosa. Parece que le palpita una vena en
la sien. Mercedes es débil, por eso necesita esconderse de las otras
funcionarias
para hablar con las internas en voz baja. Y por eso se acerca a ellas,
porque es débil, y pretende ser buena. A Tomasa no va a engañarla. Tomasa
sabe perfectamente
de qué lado está.

-La he oído decir algo más, ¿qué más?

Mercedes insiste en preguntar. Y Tomasa insiste en su silencio. No es su
intención medirse con ella. Pero se mide. No es su intención retarla. Pero
la reta.
La mira fijamente y levanta la barbilla.

Desde una distancia prudente, la chivata observa con una sonrisa en los
labios. Mercedes la ve sonreír, contiene la respiración y traga saliva.
Vuelve a
tragar. Y grita:

-¡Conteste!

Ya todas las mujeres que ocupan el pasillo de la galería la están mirando.
La impotencia crece en la rabia de Mercedes. Sí, le palpita una vena en la
sien.
Grita aún más:

-¡Conteste!

A Tomasa le gustaría contestar que maldice a la putísima madre que la parió.
Pero no lo hace. Porque el silencio es lo que más les duele, mantiene la
boca
cerrada y la misma posición, asentando su firmeza en la cadera y en sus
brazos cruzados.

En quince días no se puede aprender un oficio, pero Mercedes ha de
reaccionar si no quiere que la chivata la acuse ante sus superioras de falta
de autoridad,
y que las internas descubran que no sabe qué hacer. Ha de reaccionar, eso es
lo único que sabe. Tomasa también lo sabe. Achina los ojos. Y espera.

La bofetada resuena en la galería.

Las mujeres que mantenían la mirada fija en Mercedes bajan la vista.

Elvira acaba de despertar. Aunque aún no puede abrir los ojos.

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Fallece en Madrid el 3.12.03 la escritora extremeña. "ENTREVISTA CON DULCE CHACÓN" el 18.3.03

ARTICULO DE Antonio José Domínguez
 

Ferdinand Mount, ex director del “Times Literary Supplement afirma en un reciente artículo “Victoria femenina” que la novelista actual crea, en sus mejores ejemplos, una especie de poesía moral en la que son intrínsecas las cuestiones relativas a las elecciones humanas y al modo en que debe ser vivida la vida. Esta cita podemos aplicarla, en parte, a “La voz dormida” de Dulce Chacón. En sus páginas, el territorio histórico evocado y narrado se ajusta a este tipo de narrativa en la que el lenguaje pierde su frialdad para nombrar a través de los personajes  las peripecias de una mujeres protagonistas de su historia y de la Historia. “La voz dormida” es más que una apuesta moral: Un grito para despertar a olvidadizos y desmemoriados.

 

¿Cómo una mujer con raíces y educación de  derechas  se le ocurre escribir una novela sobre la represión  franquista y la guerrilla?

 

- Siempre me contaron los sufrimientos de los ganadores de la Guerra civil, pero me di cuenta que sólo era el punto de vista de los vencedores.  En mi juventud comienzo a saber que existe otro lado de la historia al tiempo que surge en mí inquietud política de izquierda. En “La voz dormida” lo que realizo es un homenaje a los republicanos y republicanas que perdieron la guerra, es decir, a las gentes que no tuvo la oportunidad de contar su historia, la que a mí no me habían contado.

 

¿Cuál ha sido el camino que le llevó desde la inquietud a la redacción del relato?

 

- Estuve cuatro años y medio documentándome. Hablé con historiadores, visité bibliotecas y hemerotecas, pero lo más importante fueron los innumerables testimonios que recogí en pueblos y ciudades. Estos testimonios son la base fundamental de la estructura narrativa, diría que la carnalidad de la novela y, por lo tanto, la que le presta más emoción, aunque los personajes son ficticios en un entramado de acontecimientos reales.           

 

¿Entonces responde “La voz dormida” a la apelación de Luis Cernuda “Recuérdalo tú y recuérdalo a los otros?”

 

- Sí. Escribo siempre por una inquietud personal, y en esta ocasión necesitaba conocer la parte de la historia arrinconada y que no conocíamos, pero durante la investigación tuve la certeza que era una inquietud generalizada. Esto me permitía dar voz  a gentes que no habían podido hablar hasta entonces. Por esto, “La voz dormida” no es un libro no sólo mío, sino también de los hombres y mujeres que me dieron con total generosidad sus testimonios.

 

Después de la muerte de Franco, concretamente en los años de la Transición escribir sobre la Guerra civil y la represión posterior era más que silencio. ¿No crees que se confundió “reconciliación” con memoria histórica?

 

- Creo que lo que se produjo fue confundir reconciliación con conspiración  del silencio. El silencio impuesto durante la dictadura fue terrible, pero durante la Transición fue un silencio excesivamente largo y consensuado que ha llegado la hora de romperlo. ¿Cómo? Hay que establecer una conversación, no una discusión para recuperar la memoria de aquellos que no han tenido el derecho  de expresar sus propios recuerdos y, de este modo, recuperar la memoria histórica.

 

En una entrevista ( La Vanguardia, 4 diciembre 2002) reciente, Julia Manzanal, militante comunista, que perdió a su hija de 10 años y medio en una cárcel franquista y que estuvo, como muchos de los  personajes de su novela en la cárcel de Ventas,  afirma que si perdonase aquello, yo no sería humana ¿Cuál fue el talante de los testimonios que recogió Ud. de otras mujeres que sufrieron idéntico destino?

- En las personas que entrevisté no existe rencor, pero tampoco olvido. Su memoria, dignidad, convicciones e ideales están intactos. Existe mucho dolor, pero no rencor ni siquiera en las personas que dicen que no perdonan. También puedo dar testimonio de que todas se sienten injustamente olvidadas.

 

¿Se sienten satisfechos de los cambios políticos producidos en nuestro país?

 

- En general, no. Para las mujeres que he entrevistado  la revolución de la mujer se está haciendo, no se ha hecho y tienen conciencia de cierta precariedad en determinados derechos de la mujer conquistados los últimos años, pero también  reconocen los avances con respecto a la situación en que se encontraba la mujer durante la dictadura franquista y de que muchos los logros republicanos se han hecho realidad.

 

La crítica de los suplementos literarios sobre tu novela coincide en que predomina la emoción de lo narrado sobre los aspectos estrictamente novelísticos, es decir, el contenido predomina sobre una técnica que no se corresponde con los patrones de lo que denominamos novela. ¿Qué tienes que opinar sobre esta cuestión?

 

- Poca cosa. No voy a corregir a los críticos. Ellos tienen su propia visión que yo respeto. “La voz dormida” como novela tiene una estructura adecuada a este género literario, además de tener  un intenso trabajo detrás sobre su lenguaje literario, los aspectos lingüísticos y la técnica narrativa para crear una ficción sobre verdades reales. Por esto no puedo catalogarla como reportaje ni novela-reportaje. Creo que una lectura atenta se podrá comprender el punto de vista narrativo, los tiempos verbales y la estructura totalmente literaria están al servicio de la ficción.

 

Pero el final de cada parte, el lenguaje poético predomina sobre “lo narrativo.” Este recurso apela más a la emoción que a la reflexión.

 

- Este recurso está conscientemente buscado. Para mí el lenguaje poético tiene una capacidad más  evocadora y sugerente. Una prosa que no  tenga un hálito poético no me interesa. Soy poeta por lo que tengo una tendencia más a la evocación que a la precisión, pero esto no significa que  utilice los resortes de la poesía  cuando tenga una adecuación con el conflicto o el acontecimiento del relato.

 

En el texto de “La voz dormida” se rompe la tipografía normal con reproducción de documentos originales,   como el parte final de la guerra y la orden de libertad provisional de uno de los protagonistas.¿ Este recurso busca mayor verosimilitud?

 

- En el manuscrito entregado a la editorial esos documentos estaban en cursiva para destacar que eran reales, pero fue la editorial la que me sugirió que fueran textos mecanografiados  para subrayar su temporalidad histórica.

 

También incluyes fragmentos de populares canciones españolas.

 

- Es un homenaje a la copla que siento que  me la han robado. Durante mi niñez  me prohibían escucharla y durante mi adolescencia nos decían que era reaccionario. Un día, después de mi juventud, comprendí que es un arte que podemos escuchar todos. Como la mayoría de las heroínas de estas canciones son mujeres perdedoras, estas intertextualidades también se inscriben dentro del homenaje a las mujeres republicanas en dos sentidos: primero, perdieron la guerra: segundo la posguerra al ser sometidas a una reeducación machista, al tiempo que se les suprimió todos los derechos que se habían conquistados  durante la República y no haber sido valorado su lucha en el frente de batalla, en las cárceles o en la resistencia. Su papel no fue secundario. Y esto también constituye una injusticia histórica.

 

También mencionas “Mundo Obrero” en un pasaje de tu novela.

- La referencia tiene su origen en un hecho real. Me contaron que en la cárcel de Segovia los militantes comunistas pudieron burlar la censura y los registros para pasar en una cajetilla de tabaco un ejemplar de “Mundo Obrero” en miniatura escrito en papel biblia. Pero este es un caso que ejemplifica cómo los presos y presas estaban en contacto con el Partido. “Mundo Obrero” se leía en las cárceles gracias a la sagacidad y tenacidad de los militantes comunistas. Era no sólo un vínculo con el exterior, sino también un pequeño reducto de libertad de prensa.

 

Otra reproche es que se trata de una novela maniquea donde aparecen con nitidez “los buenos “ y “los “malos.”  ¿No cree Ud. que había que hablar de tener razón o no tener razón histórica?

 

- Puede parecerle maniquea a lectores con prejuicios.  “La voz dormida” tiene personajes contradictorios. Por ejemplo, Pepita es anticomunista, el médico tiene mala conciencia y Mercedes no se siente ejerciendo su función de guardiana. Otros tienen una clara dualidad. Nunca pretendí escribir una novela de buenos y malos, pero lo real es que a todas las personas que he entrevistado me parecen ejemplares. Los horrores del bando republicano ya se han contado muchas veces, hasta yo misma los conté en “El cielo de barro,” algo  que no ha sucedido del mismo modo con los del  bando nacional.

 

Todos los protagonistas pertenecen a un pasado lejano, pero edificante. Pero la novela, además de ser una reivindicación y un homenaje, como acabas de enunciar, contiene una ventana abierta hacia el futuro. Me estoy refiriendo a Tensi,  que nació en la cárcel de Ventas, y una vez que cumple los dieciocho años,  decide afiliarse al Partido Comunista.

 

- Tensi, gracias al testimonio oral que recibe de la trayectoria de sus padres, ambos  fueron fusilados,  y a las reuniones clandestinas de grupos comunistas se afilia al PCE. Esta decisión es un reconocimiento a tantas mujeres y hombres que por encima de tanta tragedia y años de cárcel, una vez en libertad, seguían en la lucha organizada clandestina en contra de la dictadura fascista.

  Tomado de http://www.izquierda-unida.es/iualdia/2003/marzo/18/dulcechacon.htm 

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