'Sé realista, nunca vas a hacerte rico' de Michael Moore
De repente era como si todo el mundo que yo conocía se hubiese subido al
carro de la bolsa. Dejaban que sus sindicatos invirtieran todo el dinero de sus
pensiones en acciones.
Quizá el mayor éxito de la guerra contra el terrorismo haya sido su habilidad
para distraer la atención del país entero de la contienda que las grandes
empresas mantienen contra todos nosotros. Tras los ataques del once de
septiembre de hace dos años, las grandes compañías de EE UU reaccionaron como
un boxeador grogui, lanzando furibundos golpes a diestra y siniestra hasta dejar
a millones de norteamericanos sin ahorros, sin pensiones y con pocas o ninguna
esperanza de un futuro mejor para ellos y para sus familias. Los bandidos de las
grandes finanzas y sus cómplices en el Gobierno han tratado de echarle la culpa
de la ruina económica a la que ellos nos han llevado a los terroristas, a
Clinton y hasta a nosotros mismos, la gente de la calle.
Pero, en realidad, la destrucción total de nuestro futuro económico se basa
exclusivamente en la avaricia de los "muyahidines" de las sociedades
anónimas.
La toma del poder ha tenido lugar delante de nuestras propias narices. Se nos ha
obligado a tomar algunas poderosísimas drogas para que no demos problemas
mientras esta banda de consejeros delegados sin ley nos asalta. Una de estas
drogas es el miedo y la otra es conocida como Horatio Alger.
La droga del miedo funciona así: se nos dice repetidas veces que gente malvada
y espeluznante va a matarnos y que debemos confiar absolutamente en los
directores de las grandes empresas, que ya se encargarán de protegernos. Ellos
saben lo que es mejor y no hay que
ponerlos en cuestión nunca, aunque nos pidan que corramos con los gastos de un
recorte fiscal que les beneficia a ellos, o si deciden cortar de un tajo los
subsidios por enfermedad o subir el precio de la vivienda. Y si no cierras la
boca, te conformas y trabajas como un mulo, te despiden. Trata entonces de
encontrar un nuevo puesto de trabajo con esta situación economía, infeliz.
La otra droga es más dulce. Nos la recetan de niños en forma de cuento de
hadas, ¡pero un cuento de hadas que puede hacerse realidad! Se trata del mito
creado por Horatio Alger. Alger fue uno de los escritores norteamericanos más
populares de finales del siglo
XIX. Sus historias presentaban personajes de ambientes empobrecidos que, echándole
agallas, determinación y trabajo duro, eran capaces de alcanzar grandes éxitos
en esta tierra de oportunidades sin límite. El mensaje era que cualquiera podía
triunfar en EE UU y triunfar a lo grande.
En este país somos adictos a este mito feliz de que se puede pasar de la
pobreza a la riqueza. En otras democracias industrializadas la gente se siente
satisfecha con ganar lo suficiente para pagar las
facturas y mantener a sus familias. Son pocos los que tienen un deseo criminal
por hacerse ricos. La mayoría vive con los pies en el suelo, donde son solo
unos pocos, siempre otros, los que se hacen ricos, así que más vale irse
acostumbrando.
Eso sí, los ricos en esos países tienen mucho cuidado de no tensar demasiado
la cuerda y a los avaros hijos de puta, que también los hay, se les somete a
algunas restricciones. En el sector industrial, por ejemplo, las mayores
diferencias en Europa se dan en el Reino nido, donde los consejeros delegados
británicos ganan 24 veces más que el promedio de sus trabajadores. Los
consejeros delegados alemanes y los suecos ganan, respectivamente, "sólo"
15 y 13 veces más que sus empleados. En cambio, aquí, en EE.UU., el consejero
delegado promedio gana 411 veces el salario de sus trabajadores. Los europeos
adinerados pagan hasta un 65% en impuestos y saben muy bien que no les conviene
quejarse demasiado por ello o el pueblo les podría complicar las cosas aún más.
En EE UU tenemos miedo de ponerlos en su sitio. Odiamos mandar a nuestros altos
ejecutivos a la cárcel cuando se saltan la ley. Siempre estamos dispuestos a
rebajarles los impuestos, aunque los nuestros suban. No queremos hacer nada que
quizá pueda perjudicarnos el día que acabemos por ser millonarios nosotros
también. Esta idea resulta tan creíble porque la hemos visto hacerse realidad.
En cada comunidad hay al menos una persona que va por ahí pavoneándose y
recordándonos a todos que sí, que es posible pasar de la pobreza a la riqueza.
El mensaje que se nos lanza no tiene nada de sutil: "¿te das cuenta? ¡Yo
lo conseguí! ¡Tú también puedes hacerlo!"
Fue este mito tan seductor el que llevó a millones de trabajadores a invertir
en bolsa durante los noventa. Habían sido testigos de cómo los ricos habían
ganado muchísimo dinero en los ochenta y pensaron, "hombre, esto también
me podría pasar a mí".
La gente con dinero hizo todo lo que pudo por potenciar esta actitud. Hay que
tener en cuenta que en los años ochenta sólo un 20% de estadounidenses poseía
acciones. Wall Street era el juego que sólo los ricos podían permitirse y
estaba muy por encima de las posibilidades del ciudadano medio.
Hacia finales de los años ochenta, sin embargo, los ricos parecían no tener
bastante con los beneficios extraordinarios que habían conseguido hasta
entonces y no acababan de encontrar la manera de que el mercado continuara
creciendo.
No sé si fue la genial idea de un corredor de bolsa en una reunión creativa o
la sigilosa conspiración de todos los ricachones juntos, pero el caso es que el
juego dio comienzo. "¿Oye, y si convencemos a la clase media para que nos
dé su dinero y nos hagamos aún más
ricos?".
De repente era como si todo el mundo que yo conocía se hubiese subido al carro
de la bolsa. Dejaban que sus sindicatos invirtieran todo el dinero de sus
pensiones en acciones. Una y otra vez aparecían noticias en los medios de
comunicación de gente trabajadora normal y corriente que se habían hecho prácticamente
millonarios y podían permitirse dejar sus empleos. Era como una fiebre que
estaba afectando a todo el mundo. Había currantes que corrían a canjear los
cheques de las nóminas y llamaban a sus "brokers" para que comprasen
más acciones. ¡Sus "brokers"!
Había subidas y bajadas, pero la mayoría eran subidas, muchas subidas. Y te
podías oír a ti mismo diciendo, "mis acciones han subido un 120%" o
"He triplicado todo mi capital". Uno aliviaba el dolor de la vida
diaria imaginando la residencia que tendría algún día cuando dejara de
trabajar, o el deportivo que se podría comprar mañana si quisiera vender hoy.
¡Pero no, no vendas! ¡Va a seguir subiendo! ¡Hay que aguantar el tirón! Y
uno se frotaba las manos en
anticipación de la buena vida que le esperaba.
Pero todo era una farsa, tío. Una treta tramada por los poderes empresariales,
sea eso lo que quiera que sea, que nunca tuvieron ninguna intención de
permitirte la entrada en su club. Tan sólo necesitaban tu dinero para poder así
pasar al nivel siguiente, el
nivel que les liberaba para siempre de la obligación de volver a tener que
trabajar de verdad para ganarse la vida.
Sabían que el gran auge repentino de los noventa no podía durar, así que
necesitaban tu dinero para inflar artificialmente el valor de sus compañías y
que sus acciones alcanzasen un precio tan esorbitado que, a la hora de vender,
pudieran retirarse de por vida, sin importar lo mal que la situación económica
llegara a ponerse.
Y eso es lo que pasó. Al mismo tiempo que el "pringao" promedio
estaba escuchando a todos los fanfarrones diciéndole en la cadena de televisión
por cable CNBC que debería comprar aún más acciones, los
absolutamente ricos se estaban saliendo tranquilamente del mercado, vendiendo en
primer lugar las acciones de sus propias compañías. En septiembre del año
2002, la revista Fortune publicaba una lista asombrosa de estos chorizos
empresariales que se habían dado a la fuga como vulgares bandidos mientras los
precios de las acciones de sus compañías habían caído un 75% o más entre
los años 1999 y 2002.
A la cabeza de la lista de estos malhechores estaba Quest Communications. En su
momento máximo, las acciones de Quest se negociaban a casi 40 dólares (unos 35
euros aproximadamente) Tres años después las mismas acciones valían un dólar.
Durante ese período, el director de Quest, Phil Anschutz, su antiguo consejero
delegado Joe Nacchio y los otros cargos directivos se largaron con 2.260
millones de dólares, mediante el sencillo procedimiento de venderlo todo antes
de que el precio tocara fondo.
Mientras tanto, el inversor medio, fiándose de los consejos nefastos que le
daban, seguía aguantando. Y el mercado bajaba y bajaba y seguía bajando. Más
de cuatro billones de dólares se perdieron en la bolsa. Otro billón de dólares
en fondos de pensiones y en ayudas para ir a la universidad también se esfumó.
Y, ahora, ésta es mi pregunta: ¿cómo es posible que, después de desplumar al
pueblo estadounidense y romper el sueño americano de la mayoría de los
trabajadores, en lugar de arrastrarlos, escuartizarlos y colgarlos al amanecer a
las puertas de la ciudad, el Congreso les haya premiado con un gesto de amor en
forma de un
respiro fiscal récord, y nadie diga nada? ¿Cómo es eso posible?
Creo que se debe a que todavía somos adictos a la droga del cuento de Horatio
Alger. A pesar de todo el daño causado y de todas las pruebas en contra, el
estadounidense medio todavía sigue queriéndose agarrar a la fantasía de que
quizá, a lo mejor, él o ella(normalmente él) acabará algún día por
triunfar a lo grande. Así que, por si acaso, dejemos en paz a los ricos; algún
día el rico puedo ser yo.
Mira, tío, tienes que aceptar la realidad: Tú nunca te vas a hacer rico. La
probabilidad de que eso suceda es aproximadamente de una en un millón. Y no sólo
no te vas a hacer rico, sino que además vas a tener que vivir el resto de tu
vida rompiéndote los cuernos para poder pagar la factura de la televisión por
cable y las clases de arte y de música de tu hijo en la escuela pública, que
antes eran gratis.
Y la situación va a empeorar. Olvídate de la pensión, de la seguridad social
y de que tus hijos cuiden de ti en la vejez, porque apenas si van a contar con
el dinero justo para cuidar de sí mismos.
Por si todavía hay alguien que crea que no todas las grandes empresas
norteamericanas son tan malas, echemos un vistazo a lo que nuestros buenos
magnates de la industria han estado haciendo recientemente.
Por ejemplo, ¿te has enterado de que tu compañía quizá te haya hecho un
seguro de vida? Qué bien te tratan, ¿no? Vale, ahora verás lo bien que te
tratan.
Durante los últimos 20 años, algunas compañías tales como Disney, Nestle,
Proter & Gamble, Dow Chemical, JP Morgan Chase y Wal-Mat, han estado
haciendo en secreto seguros de vida a los empleados que ocupaban un nivel medio
o bajo en la jerarquía de la organización, pero con un detalle: ¡se nombraban
a sí mismos (la compañía) como los beneficiarios! Lo que oyes. Cuando
fallezcas, será la compañía, y no tu familia, los que se queden con el
dinero. Si falleces cuando todavía estás trabajando, mejor, ya que la mayoría
de las pólizas de seguro de vida están pensadas para pagar más cuando la
persona muere joven. En caso de que vivas hasta una edad muy avanzada, incluso
aunque haya pasado mucho tiempo desde que dejaste el puesto de trabajo, la compañía
no dejaría de beneficiarse económicamente de tu muerte. Además, y a parte ya
del momento en que estires la pata, la compañía puede solicitar un préstamo
con la póliza como garantía y deducir el interés de sus impuestos.
Muchas de estas compañías han establecido un sistema para que el dinero así
obtenido se utilice para costear las primas extras de los ejecutivos, sus
coches, sus casas o sus viajes al Caribe. Imagínate a
tu jefe sentado en su jacuzzi allá en la isla de San Bartolomé, ¿crees que se
va a poner muy triste cuando se entere de que te has muerto?
¿Sabes como se refieren privadamente las grandes compañías de EE UU a esta
modalidad especial de seguros de vida?
Seguro de los Palurdos Muertos.
Como suena. "Palurdos Muertos". Eso es lo que somos para ellos:
palurdos. Y a veces les somos más valiosos muertos que vivos.
Extracto de "Dude, where is my country?" (Amigo, ¿dónde está mi país?)
de Michael Moore
Michael
Moore
http://www.iu-hortaleza.org/article.php?sid=582
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