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Título: LA IDEA DE LA REPÚBLICA - El poder del Rey - Por José de Zor G.M.

Texto del artículo:

LA IDEA DE LA REPÚBLICA

Me sobrecogió de manera especial ver las lágrimas de una mujer ya de cierta edad, -por mi región- cuando le entregaron los huesos de su padre en una pequeña caja de madera. Ella estaba al pie de una fosa común originada durante la Guerra Civil. Y comentaba que le daba igual todo lo demás, cuestiones ideológicas, políticas... lo importante era enterrar dignamente los restos de su padre fusilado; devolverle la dignidad en contra de la impunidad que lo asesinó. Esas imágenes me dieron mucho que pensar...



Era niño cuando mi abuelo me contaba las miserias de la guerra.... y recuerdo que la mayoría de los hombres de su edad, gustaban relatar sus peripecias a los muchachos como nosotros. No sabíamos muy bien entonces por qué esa necesidad, más que afán, por relatar aquellas cosas. Intuyo –por sus expresiones-, que al hablarlo se aliviaban y el asombro del chiquillerío ante aquellas historias, tenía algún efecto “psicoterapéutico” sobre ellos. Ahora con otros ojos, comprendo bien cuando los abuelos de la plaza nos contaban aquello... y me siento orgulloso de haberles escuchado.



De nada poco sirve los “y sis” en la historia, (salvo para especular) pero me permito hacer éste: “Y si los sublevados se hubieran estado quietos, ¿se habría evitado todo aquello?. Iniciativas como la Ley de la Memoria Histórica no sólo me parecen justas, sino sanas. Porque olvidar o “tapar” el dolor de quienes sufrieron –en cualquiera de los bandos- es enquistar una realidad y un sentimiento que merece ser recordado, honrado y respetado.



En este sentido confieso que, por la historia de “los abuelos de la plaza”, le tomé cierto afecto a la idea de La República. Mi padre era entonces “de los grises” –Policía Armada- de la de Franco. Hizo la vista gorda más de una vez cuando veía a alguien repartir “Mundo Obrero” o le comentaban cosas a cerca de ciertos vecinos: era ya la “dictablanda”. Desde esa perspectiva histórica me planteo: ¿por qué no recomenzar las cosas donde otros las contaron?



Me ha dado también que pensar el excelente artículo del historiador “Santos Juliá” aparecido en “El País” (17-11-07) titulado: El Poder del Rey. En él comenta que el monarca ha estado protegido de toda crítica o debate ante sus actuaciones, a diferencia de cómo pueden serlo cualquier jefe de estado de otros países.



Si bien reconozco el papel fundamental que don Juan Carlos ha tenido y tiene en la España moderna, tal y como la conocemos... eso no nos lleva a renunciar a la idea de ciertas contradicciones entre los principios fundamentales que consagra la Constitución y la idea de un Monarca “inviolable” (semi-divino -diría yo-) no sometido al imperio de la ley como cualquier otro ciudadano. O en el que la ley hace una “particulares” prerrogativas en exclusiva para él y sus familiares, diferenciándoles notablemente del resto de los españoles.



Artículo 14º de la Constitución: “Los españoles son iguales ante la ley...” Artículo 56º-3 “...La persona del Rey es inviolable y no está sujeto a responsabilidad...” Y digo yo: servidor y usted que lee... somos españoles, el rey también... todos debemos ser iguales ante la ley en tanto que españoles... pero él (el Rey) es inviolable y usted y yo no... Entonces ¿en qué quedamos?. ¿El principio de “igualdad” no es igual para un ciudadano español, aunque éste sea el Rey? Parece que no. El Rey por tanto no tiene responsabilidad de ningún tipo, haga lo haga, diga lo que diga y salga por donde salga... Es decir, no tiene responsabilidad penal, ni civil, ni política... está fuera de la esfera del humano orbe...



Si como consecuencia de su mandato o ejercicio, comete hechos que para otro ciudadano serían punibles, judicialmente procesables o criticables... en el caso del Rey no es así. Todos conocemos a presidentes o ex presidentes de Repúblicas que si hicieron algo mal, se vieron sometidos a la Justicia. En el caso del Jefe del Estado de España eso es IMPOSIBLE, pues el Rey no puede ser procesado haga lo que haga, ni puede ser llamado a declarar por ningún Tribunal.



Igual que su antecesor -el Rey Absoluto no coronado Francisco Franco- quien nos lo endosó en “herencia” como futuro Jefe del Estado, la figura del Monarca es intocable. Poner en duda su imagen (o la de sus ascendientes o descendientes...), sea de la forma que sea (verdad o mentira, objetiva o humorísticamente, etc) es considerado en el código penal como delito[1]. Ahí tenemos lo que les ha pasado a los dibujantes de “El Jueves”: una sentencia condenatoria por unas simples caricaturas humorísticas a los Príncipes (¿es justo que algo así suceda en una democracia?).



Reconozco que –independientemente de don Juan Carlos- el hecho que la voluntad de aquél sublevado llamado Francisco Franco, se haya cumplido y esté hoy materializada en una institución como es la Monarquía, me fastidia. No decimos una mentira al contemplar al Rey como una herencia franquista del “Generalisimo”. Aquél que se ponía en las monedas de curso legal “...caudillo de España por la G.(racia) de Dios “ –¡toma ya!- Como si hubiera sido un monarca más de la realeza histórica española y Dios tuviera algo que ver en el derrocamiento del régimen legal democráticamente elegido: La República.



Por otro lado, está la idea del derecho que debería tener todo español a elegir a quien ocupara la máxima institución de la nación: la Jefatura del Estado. Y por ende, el mismo derecho y honor a poder ser elegible democráticamente como tal. Que tal cargo institucional fuese hereditario y vitalicio tenía su sentido quizás en épocas pretéritas. Pero hoy en día son –bajo mi punto de vista- más una fuente de conflictos, pompas y gastos innecesarios que una necesidad objetiva.



Puede que políticamente hablando, el momento pueda ser o no adecuado... Que alguien pueda usar este argumento como el de “aquellos que queremos romper España...” o que se necesite terminar de profundizar en el modelo autonómico o constitucional actuales



La restauración del régimen republicano, de corte federal, como estado moderno e integrador de la España actual es una idea interesante a retomar y debatir, oportuna y posible como futuro. Quizás sería volver a replantear las cosas en el marco de donde nunca deberían haber salido: la República[2], aquella que me contaban los abuelos de la plaza...





José de Zor G.M.

zor@ctv.es

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CRÓNICA: LA CUARTA PÁGINA

El poder del Rey

Tras el 23-F, Juan Carlos I se convirtió en un rey taumaturgo y al abrigo de toda crítica. Los últimos actos han hecho que el aura mítica se desvanezca, quizá porque ya ha dado de sí todo lo que podía

SANTOS JULIÁ 17/11/2007



El 22 de noviembre de 1975 -pronto hará 32 años-, Juan Carlos de Borbón se presentaba, en el primer mensaje de la Corona, "como Rey de España, título que me confieren la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles". Débiles títulos, a pesar de su aparente fortaleza y rotundidad: la tradición histórica había quedado, más que interrumpida, quebrada por la abdicación de Alfonso XIII; las Leyes Fundamentales franquistas tenían los días contados, aunque no faltaban reformistas dispuestos a modificarlas para que todo siguiera igual o parecido; y los españoles se habían visto privados desde febrero de 1936 de la libertad de conferir ningún mandato legítimo. En realidad, Juan Carlos de Borbón se podía presentar como Rey de España porque su antecesor en la Jefatura del Estado, en virtud de su "suprema potestad", así lo había dispuesto.

Ningún monarca ha vivido tan a resguardo de la crítica como hasta ahora Juan Carlos I

En la cumbre de Chile el Rey actuó como un Borbón, digno heredero de su abuelo

De modo que el Rey comenzó a reinar no sólo gobernando sino acumulando toda la cantidad de poder posible; nada que ver con un monarca que debe a la tradición su acceso al trono. Su mandato procedía en exclusiva de las Leyes Fundamentales y por eso su primer empeño consistió en abrir el juego político a nuevos participantes con el propósito de ampliar las bases heredadas de la dictadura, sin romper con ella, reformando aquellas leyes hasta el límite de lo posible. En este punto, en el primer semestre de 1976, más que de transición se hablaba de reforma, y nadie había visto todavía en el Rey ningún motor, ningún piloto de ningún cambio. Por su parte, el Rey había recordado, ante el Consejo del Reino, que sólo a él correspondía "la decisión última en los asuntos más trascendentales y en los casos de decisión excepcional, grave, o de emergencia".

Así estaban las cosas cuando el proyecto Arias-Fraga de reformar las Leyes Fundamentales entró en barrena, en medio de una movilización popular y obrera de una magnitud sin precedente y de los obstáculos surgidos en las mismas instituciones del régimen. Fue entonces cuando el Rey, haciendo uso de sus poderes, afirmó ante el Congreso de Estados Unidos: "La Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados". Era una nueva concepción del papel de la Corona, ansiosa por alejarse de las fuentes de su supuesta legitimidad para presentarse como "árbitro, defensor del sistema constitucional y promotor de la justicia".

Poder arbitral en el ejercicio de una función integradora: así percibía el Rey su posición como "monarca constitucional" en el primer mensaje a las Cortes elegidas en junio de 1977, una autodefinición algo precipitada pues aún no había Constitución y ya se había disuelto la pretensión de reformar la inexistente. Monarca constitucional lo sería al término de un proceso constituyente que se consumara con un recorte sustancial de su poder. Fue la representación del Partido Comunista, muy hábil y eficaz en el debate sobre la Monarquía, la que consiguió "que la Monarquía inevitable fuera una República coronada", como recordaría luego Jordi Solé Tura, desbaratando la pretensión de atribuir a la Corona "efectivas competencias moderadoras y arbitrales", de modo que se convirtiera en una "poderosa magistratura arbitral", como soñaba el representante de UCD, Miguel Herrero de Miñón.

Insólita por su origen, la Monarquía española lo fue también por el rápido tránsito desde la acumulación de todo el poder a su limitación a un poder simbólico. ¿Sólo simbólico? Naturalmente, los constitucionalistas disputan, pero lo que no tiene discusión es que todos "los actos del Rey" necesitan para ser eficaces el refrendo del presidente del Gobierno o del ministro competente en la materia. Ocurrió, sin embargo, que cuando esta exigencia quedó clara, se produjo una nueva y extraordinaria circunstancia: la legitimidad constitucional alcanzada por esta vía se vio reforzada en el baño de adhesión popular tras un "acto del Rey" situado por necesidad al margen de la Constitución, sin posible refrendo del Gobierno: su actuación en la tarde del 23 y en la madrugada del 24 de febrero de 1981.

Lo extraordinario del caso consistió en que, a los cinco años del inicio de su reinado, Juan Carlos I, rey constitucional, que sólo podía presidir una sesión del Consejo de Ministros si se lo pedía el presidente del Gobierno, actuó como si dispusiera de una "reserva última de poder" -por decirlo con García de Enterría- suficiente para frustrar una intentona militar. Dicho más a la llana: despojado de poder había ejercido el máximo poder posible. Esta singular y contradictoria circunstancia lo catapultó a una tierra donde sólo habitan los reyes taumaturgos, en la que, hiciera en adelante lo que hiciera, se sabía al abrigo de cualquier mirada indiscreta y protegido de cualquier crítica por una nebulosa cortina, mezcla de sentimientos de gratitud y de temor, de admiración y de respeto, en los que vino a condensarse la pregunta que había quedado en el aire: ¿qué habría pasado en aquellos días de febrero si el Rey no hubiera estado allí? Y aún estando allí, ¿qué habría pasado si no hubiera dispuesto -como habría sido el caso si de un presidente de la República se hubiera tratado- de esa "reserva última de poder"?

Las preguntas sin respuesta dan lugar a relatos míticos, que llevan aparejados una suspensión de juicio que se resuelve finalmente en la práctica ritual de mirar sin tocar. La Corona, desde entonces, se mira pero no se toca. A condición, naturalmente, de que, retirada al ámbito de lo simbólico, conserve el aura de su primigenia legitimidad constitucional bañada dos años después en el calor popular. Tal vez ninguna monarquía europea ni, desde luego, ningún rey constitucional español hayan vivido más a resguardo de la crítica que el rey Juan Carlos I, un privilegio que para sí hubiera querido el último monarca de la dinastía Borbón, Alfonso XIII, expuesto desde niño a los bandazos de la opinión, que un día le mostraba su amor -aquel amor del pueblo que tanto echó en falta en abril de 1931- y al día siguiente su desprecio. Si el rey Alfonso pudiera levantar la cabeza, seguro que preguntaría a su nieto: ¿pero qué has hecho, muchacho, para merecer el sublime privilegio de mírame y no me toques en un país como éste?

Y de pronto, tras una acumulación de actos del Rey y de conductas de la familia real excesivamente expuestos a la mirada del público, ese aura mítica que rodea a la Corona se desvanece en el aire, quizá porque ya ha dado de sí todo lo que podía dar, que ya era bastante. El último acto del Rey, un acto político, en presencia, pero de nuevo sin refrendo posible del presidente del Gobierno, ha desencadenado un alud de comentarios que, no por casualidad, son más laudatorios cuanto más partidario sea quien los emite de una Corona fuerte, que actúe, que arbitre, que intervenga. Alabanzas que se mudarán en denuestos si el síndrome de la escalera que afecta al presidente de Venezuela -incapaz de reaccionar sobre la marcha- resulta tan potente como su vulgar e insolente desfachatez y acaba provocando consecuencias políticas y económicas indeseadas.

En todo caso, el último "acto del Rey" tendrá al menos una virtud. Ante la provocación de un jefe de Estado que, muy probablemente, pretendía socavar los fundamentos de esta especie de Commonwealth de países iberoamericanos reunidos una vez al año, Juan Carlos I se conduce, en todos los posibles sentidos de la expresión, como un Borbón, digno heredero de su abuelo. En esta recuperación de la tradición se esfuma o se desvela el aura mítica que escondía la más preciada reserva de su poder: la de actuar, y vivir, más allá de la crítica. A partir de ahora, tendrá que estar, como su abuelo, a las duras y a las maduras, lo cual, visto lo visto con la Corona británica, tampoco es para desesperar, aunque aquí hablamos otra lengua, el español, en la que se empieza con el tuteo pero nunca se sabe dónde se acaba.




[1] Artículo 491 del Código Penal: “Se impondrá la multa de seis a veinticuatro meses al que utilizare la imagen del Rey o de cualquiera de sus ascendientes o descendientes... o del Príncipe Heredero, de cualquier forma que pueda dañar el prestigio de la Corona”

[2] República: “la cosa pública, lo público” frente a Monarquía: del griego “monos”: uno o único y “arkhé” gobierno o mando “gobierno de uno sólo o de alguien único”.

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