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Secciones: Rusia, URSS, Centenario Revolución Soviética -  Ciencia -  Marxismo

Título: LA CIUDAD SOCIALISTA Y LA CIUDAD SOSTENIBLE. Por Sergio Tomé Fernández

Texto del artículo:

REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
(Serie documental de Geo Crítica)
Universidad de Barcelona
Vol. X, nº 622, 25 de diciembre de 2005

LA CIUDAD SOCIALISTA Y LA CIUDAD SOSTENIBLE

Sergio Tomé Fernández
Departamento de Geografía, Universidad de Oviedo






Resumen
Se ofrece un ensayo de aproximación general a la experiencia urbana socialista,
poniendo énfasis en el planeamiento, los centros históricos, la vivienda, el verde y
los servicios. Es decir, aquellos objetos de reflexión que más aleccionadores pueden
resultar para el actual debate sobre el futuro sostenible de las ciudades.

Palabras clave: ciudad socialista, planificación, sostenibilidad



The socialist city and the sustainable city
Abstract

This paper examines in detail socialist urban experience: town planning, town
centres, the housing problem, environment and services. To sum up, an analysis of
those subjects of reflection that it may be interesting for present debate on towns
sustainable future.

Key words: Socialist town, urban policy, sustainability.





Dieciséis años después de la caída del telón de acero, la Geografía tiene pendiente
una interpretación equilibrada, con carácter definitivo, sobre la ciudad que dejaron
los regímenes comunistas. Tarea complicada por el difícil acceso a la documentación
original, aunque existe una ingente bibliografía como para cubrir al menos los
aspectos sectoriales. La revisión del hecho urbano marxista, además de necesaria
para matizar el discurso liberal elaborado al respecto, resulta inaplazable por
diversas razones.

Entre ellas la rápida transformación de las ciudades en el antiguo bloque oriental,
que con frecuencia está borrando algunas trazas sustanciales del sistema anterior o
desvirtuando sus contenidos en forma irreversible, como ha sucedido en ocasiones con
los grandes equipamientos culturales, los espacios públicos y hasta las zonas
verdes. Junto con ello, el profundo deterioro de otros elementos heredados hará
pronto difícil la justa valoración de lo que hubo, provocando tal vez que las
generaciones jóvenes carezcan de toda referencia o las reciban sólo de signo
negativo.

Esa exploración sirve además al objetivo fundamental de abrir perspectivas para el
futuro de las ciudades, pues el bagaje urbanístico de los países socialistas
representa una fuente de información enriquecedora en materias como la ordenación de
usos, el patrimonio, el alojamiento y el ocio. Objetos a veces de innegables
conquistas y formulaciones teóricas singulares, hasta el punto de fijar ideas que
hoy se defienden universalmente como la necesidad de combinar los usos del espacio,
para evitar las parcelas monofuncionales, o el rechazo a las formas extremas de
descomposición territorial urbana. El manejo de esos materiales seguramente ayudará
a construir una alternativa sostenible a la ciudad neoliberal, que hoy por hoy no
ofrece respuesta suficiente a los problemas colectivos, sin que el pensamiento de la
sostenibilidad termine de concretarse en forma suficiente.

Los geógrafos y la ciudad socialista

En un artículo titulado Elogio a Rusia, que publicó el diario ABC a comienzos de la
década de 1960, el Marqués de Lozoya ensalzaba el urbanismo y la decencia pública
socialistas. Comparando la reconstrucción y desarrollo posbélico en Leningrado y
Madrid, reconocía “la superioridad de los urbanistas soviéticos”, y sobre la moral
pública no dudó en sentenciar que “el imperio de los nuevos zares ha llegado, por la
inteligencia de sus rectores, a las mismas conclusiones de la moral cristiana”.
Pocos se atreverían hoy a realizar afirmaciones de esa naturaleza.

Sin embargo es forzoso recordar que, durante decenios, también el discurso
geográfico producido en Europa Occidental acerca de la ciudad socialista estuvo en
buena medida presidido por el respeto, hasta que en los años noventa se impongan la
denigración o el silencio. Quizá la Geografía francesa, más dedicada al exterior,
ofrezca el mejor exponente de esa valoración, compartida por círculos relativamente
amplios de otros países. No han faltado desde luego en la Geografía europea los
detractores, que niegan interés alguno al hecho urbano de las democracias populares,
como también es cierta la evidente simpatía que otros textos translucen, pero la
interpretación dominante ha venido encerrando algo más que una opción ideológica.
Apoyada en datos fehacientes y en el reconocimiento sobre el terreno, desveló las
deficiencias, tensiones o errores presentes en la urbanización de los países del
Este, en capítulos como la vivienda o el
abastecimiento. Pero a la vez manifestó reconocimiento de los diversos logros
alcanzados y las enseñanzas extraíbles de aquel modelo.

En 1963 Beaujeu-Garnier y Chabot calificaron a la URSS como “una especie de
laboratorio del urbanismo moderno”, productor entre otras cosas de ciudades nuevas
que, en referencia al Asia soviética, caracterizaban por “sus amplias arterias, sus
grandes espacios verdes, la majestad y la multiplicidad de los edificios colectivos
situados en los puntos centrales, la ausencia de segregación social y de diferencia
en la arquitectura de los diversos barrios”. Blanc, George y Smotkine comentaban en
1967 “la supresión de toda causa de disarmonía en el paisaje urbano”, a propósito de
Polonia, y estimaron que las nuevas ciudades “representan una de aportaciones más
positivas del urbanismo socialista (…), marcadas por la importancia de los
equipamientos colectivos y de los servicios gratuitos o de precios más débiles”.

En 1970 Pierre George alude a los extensos espacios verdes “asociados a las grandes
unidades residenciales”, un año antes de que Blanc y Chambre propongan la imagen de
Moscú “como surgida del bosque”. Por su lado Merlin, en 1972, llamó la atención
sobre el hecho de que en los países socialistas “los equipamientos son construidos
al mismo tiempo que los alojamientos y calculados con ayuda de normas que, si bien
son a menudo débiles, tienen el mérito de existir”. En ciencias afines como la
arquitectura no faltan consideraciones análogas, sirviendo quizá como ejemplo
Stretton (1978) que, muy crítico en sus juicios, tampoco duda en observar que “la
riqueza, el ingreso y la vivienda no tienen ninguna de las desigualdades extremas
que ocurren en los países capitalistas”.

Con cierto retraso, en España se publicaron escritos del mismo tenor, como el
brillante análisis debido a Carreras i Verdaguer en la Geografía de la Sociedad
Humana (1981), que concluye: “Puede resumirse que la ciudad soviética es bastante
igualitaria, tanto en lo que hace referencia a la distribución interna de sus
servicios, equipamientos y funciones, como en la semejanza de infraestructuras y
organización entre las ciudades (…).Son igualitarias, sobre todo, porque la
segregación social del espacio no existe, porque el transporte público alcanza un
elevado nivel de densidad y porque el centro de las ciudades está elaborado para
facilitar el acceso de grandes masas.

Los principales problemas se presentan a través de los resquicios de privatización
que se pueden dar con la introducción del transporte privado, que se halla en
expansión; a través de la aparición de construcciones de viviendas en régimen de
cooperativa –que, si bien ayudan a resolver el problema de la vivienda, rompen, en
cierta forma, la homogeneidad social-, y a través, finalmente, de la introducción de
los comercios de élite”. Al año siguiente el arquitecto Rodríguez-Avial Llardent, en
la magnífica obra Zonas Verdes y Espacios Libres en la ciudad (I.E.A.L., 1982)
sostenía que “urbanísticamente la Unión Soviética presenta un gran interés por ser
el primer país en el que a gran escala el hombre intenta estructurar racionalmente
la geografía y recursos”.

Todavía en 1989 Pelletier y Delfante, aún resaltando la crisis del alojamiento y la
endeblez del equipamiento comercial, destacaban el rigor en el planeamiento, el
tratamiento del patrimonio o la importancia de los espacios verdes. Poco tiempo
después la percepción varía radicalmente, pues en 1990 Radvanyi muestra a Moscú como
“un escaparate de las contradicciones del socialismo”, y encuentra en ella “una neta
segregación social”. Ya en 1996, en la Géographie Universelle, Brunet llega más
lejos al afirmar respecto a Rusia que “la inmensa monotonía de los barrios de
bloques no es radicalmente diferente de la de los barrios de las ciudades del Tercer
Mundo, nacidos bajo la expansión urbana general de la segunda mitad del siglo XX”
Dentro de la misma obra, también V. Rey refiere “cierta vacuidad del urbanismo” en
Varsovia, la “banal universalidad” vista en Praga y la “tragedia urbanística” de
Bucarest. Juicios que desde
luego merecen todo el respeto, y si se traen aquí es sólo como muestra de una
actitud diferente.

Mil ciudades nuevas: el pensamiento y la praxis urbanística

La experiencia económica, territorial y urbana del bloque oriental encierra una
serie casi ilimitada de objetos de interés para el actual debate sobre la ciudad
sostenible. Obligada por las circunstancias, la URSS construyó un urbanismo híbrido,
empírico y cambiante, cuyos cimientos vendrían dados por la cultura de vanguardia y
las propuestas del racionalismo occidental (Quilici, 1978). Aplicadas éstas a
finalidades ideológicas, coexistieron con criterios de planeamiento
tecnocrático-productivistas (Stretton, 1985), llegando a soluciones originales que
se distancian del capitalismo pero a veces caminan en paralelo a él (Segre, 1988).
Probablemente ninguna otra nación haya aportado tanta fundamentación teórica, propia
o mixta, tanto debate ni tanta carga de trabajo en la definición de modelos o la
determinación de parámetros urbanísticos. Es decir un colosal esfuerzo para definir
la ciudad ideal. Al tratar de materializarla, Rusia
acumuló una rica experiencia de colectivización urbana, en la cual resultaría
decisiva la incesante declaración de problemas o signos de inefectividad, con la
consiguiente rectificación y búsqueda de nuevas ideas.

Por eso, y a causa también de los cambios políticos y económicos, hay una marcada
evolución de los conceptos de ordenación (Talatchian, 1999), un replanteamiento casi
continuado y un ejercicio habitual de la autocrítica. Esta representó un atributo
fundamental, compatible con los principios de centralización o control, y derivó en
el otro rasgo quizá más destacado, la flexibilidad y el rechazo de los estereotipos.
En palabras de Lappo (1969) precisamente la Geografía debe ocupar un lugar destacado
en la actividad urbanística, entre otras razones, porque contribuye a eliminar algo
tan perjudicial como los estereotipos.

Así pues, y con independencia de los resultados materiales, es digna de estimación
la vertiente creativa, manifiesta por ejemplo en el manejo de distintos modelos
urbanos (lineal, radioanular, constelación), la amplia experiencia en reconstrucción
de ciudades (Kiev o Minsk después de 1945; Tashkent tras el seísmo de 1956) o
reestructuración de áreas centrales (Rodríguez-Avial, 1982). Frente a quienes
identifican aquel urbanismo con la coerción y la solución única, Quilici (1978)
sostiene que “el problema no es la falta de libertad de composición. Más bien (…) se
observa en determinados casos una excesiva y arbitraria libertad de prefiguración en
las futuras disposiciones del ambiente urbano (…), así como parecen excesivas la
delegación y el amplio margen de discrecionalidad concedidos (…), en algunas
experiencias de proyección a gran escala”.

De todo aquel caudal resulta una ciudad cuya dinámica (y nacimiento en el caso de
las nuevas) responde, en principio, a la planificación centralizada del espacio y
las actividades dentro de los planes quinquenales. Eso significa que existe una
representación anticipada acerca de su tamaño óptimo y tamaño límite, motores
económicos, organización funcional y forma de asentamiento. Condiciones de partida
que por lo regular deberán revisarse ante los imponderables surgidos en el proceso
de desarrollo, pero al menos amortiguan riesgos intrínsecos al libre crecimiento
como la hipertrofia o el estancamiento.

Para eliminar obstáculos al desenvolvimiento urbano se regula la base económica,
dando de entrada prioridad a la industria como función rectora, motor del despegue y
garante del equilibrio territorial. Durante decenios, el perfil netamente dominante
en las ciudades socialistas fue el de centro fabril, si bien desde los años sesenta
se persiguen como objetivos la multifuncionalidad y la definición de combinaciones
de actividad óptimas (Lappo, 1969). A diferencia de Occidente la terciarización
urbana no llegó a cobrar suficiente fuerza, por las razones apuntadas mas una tardía
e insuficiente expansión de los servicios.

El binomio ciudad-industria alcanzaría todo su efecto dinamizador en el vasto
sistema de poblaciones de nueva planta, desde Dushanbé (1925) a Stalingrado (1929),
Togliattigrado (1960) y Chertanovo Norte (1978). Entre 1926 y 1965 se fundaron sólo
en la Unión Soviética 814 ciudades y 2.039 poblados de tipo urbano, 185 de aquellas
durante los siete años posteriores a 1959 (Mijailov, 1978). En 1989 sumaban casi el
millar, incluyendo las sobreimpuestas a núcleos rurales prácticamente disueltos
(Pelletier; Delfante, 1989). Concebidas dentro del proceso de dispersión geográfica
de las actividades productivas, protagonizaron la colonización de Siberia, los
Urales y el Extremo Oriente, pero no deben relacionarse solamente con la puesta en
explotación de los recursos o el tendido de la red de transporte (figura 1).


Figura 1
Volzhski (Rusia), ciudad nueva relacionada con el aprovechamiento hidroeléctrico del
Volga
Fuente: Agencia Novosti en N. Mijailov,1978

Tanto o más destacado sería su papel en la descentralización de las grandes
aglomeraciones (ciudades satélite o sputnik), sobre todo desde los años sesenta. En
este caso el paralelismo con las New Towns occidentales resulta evidente, aunque la
escala de la intervención y su duración temporal establecen en los países del Este
una considerable distancia. De entrada, la constelación allí desplegada ofrece, en
su extraordinaria heterogeneidad, el interés de mostrar la sucesión generacional, el
ensayo y revisión de diferentes modelos de asentamiento y composición urbana (Segre,
1988). Por otra parte, descontando el estrato más o menos amplio de núcleos
ineficientes, poco exitosos o malogrados, es preciso reconocer que en términos
generales cumplieron con su finalidad de contribuir a fortalecer y armonizar las
redes urbanas. Dentro de ellas las ciudades intermedias llegarían a poseer un
protagonismo considerable, como confirma el hecho de que
entre 1926 y 1968 las medias anuales de crecimiento fueron inferiores en las
grandes aglomeraciones que en el conjunto de la Unión Soviética (Gispert, 1989;
Carreras, 1981).

Aún así, el centralismo y los imperativos de optimización económica impedirían
neutralizar suficientemente la fuerza centrípeta de los organismos urbanos mayores,
cuyo sobrecrecimiento representó en todo caso una preocupación constante. Algo
ausente hoy en la mayor parte de las naciones desarrolladas, cuando los procesos de
concentración espontánea alcanzan cotas disparatadas, sin ir más lejos en España.

Los proyectos elaborados para las primeras poblaciones nuevas, y en especial el Plan
Director de Moscú aprobado en 1935, con clara influencia racionalista, sentaron los
criterios básicos de un modelo aplicable a escala urbana y metropolitana. De ahí
procede esencialmente la idea de la ciudad como territorio de crecimiento limitado,
enmarcado por un anillo boscoso que cobra continuidad con las amplias zonas verdes
intercalares. El rechazo de la Ciudad Jardín da lugar a formas de ocupación
relativamente más densas pero extensivas, con disposiciones flexibles y tejidos
urbanos aéreos (Blanc; George; Smotkine, 1967). La edificación en orden abierto se
acompaña con un reparto armónico de la industria y una distribución escalar de los
servicios, es decir una división funcional que aminore las distancias entre el
trabajo, la residencia y los equipamientos colectivos (Quilici, 1978). Ese esquema
espacial, que da prioridad a los espacios o elementos
públicos y potencia el papel de la ciudad histórica, impone desde luego una
planificación racional de las vías urbanas y del sistema de transporte, para
articular las distintas piezas garantizando la homogeneidad en las condiciones de
vida. La ciudad resultante, sobre planta radioanular, lineal o de otros tipos, está
dominada por la importancia de las superficies descubiertas, que planteará a la
larga problemas de mantenimiento (Brunet; Rey, 1996). A cambio los asentamientos
ocupan extensiones apreciables: Moscú, con el Plan de 1935, saltó de 8.000 a 60.000
Has., y Kiev había alcanzado en 1980 un desarrollo de más de 50 kilómetros a lo
largo del Dniéper (figura 2) (Raffe, 1936; Levitski, 1980).


Figura 2
Microraion en Kiev (Ucrania)
Fuente: G. Levitiski, 1980

En el contexto de la reconstrucción posbélica terminan de perfilarse las finalidades
del planeamiento, que insiste en el uso racional del espacio bajo criterios de
ahorro, y asume el afán de crear un producto urbano totalmente diferenciado del
capitalismo. Ya en los años sesenta, los primeros trabajos de revisión del Plan de
1935 vuelven a poner énfasis en la consecución de una estructura urbana polinuclear,
mediante ciudades sputnik, cuando el nivel tecnológico alcanzado permite plantear
objetivos de mayor calidad en el diseño (Segre, 1988).

Todo ello se materializa en la última generación de Planes para Moscú (1971), Berlín
(1972) o Praga (1975), cuya mayor preocupación es quizá la de atajar las
disfunciones sobrevenidas (desequilibrios en el crecimiento, localizaciones
inadecuadas, migraciones pendulares de excesivo radio). La respuesta es siempre la
descentralización a partir de zonas multifuncionales ( Lappo; Bekker; Chikishev,
1976). En el caso de Moscú, su industrialización se interrumpe y hasta un total de
700 empresas mal alojadas pasan a la periferia, ya en 1978. Eso libera suelo
interior para otros usos, como en Occidente, y favorece el establecimiento de ocho
zonas autónomas en la planificación, como ciudades diferenciadas que equilibran
mejor la vivienda y el empleo (Bazunov; Popov, 1978). Novedad en el planeamiento del
fin de siglo fue la búsqueda de una mejor relación con la naturaleza, expresada en
medidas protectoras y proyectos que ponen en valor los atributos
paisajísticos. Si a eso sumamos las menciones expresas a la necesidad de
profundizar la participación comunitaria, y las determinaciones tomadas para llegar
a usos combinados del espacio, salta a la vista que las metas resultan bastante
coincidentes con los actuales principios del desarrollo sostenible. La caída del
campo socialista impidió fructificar definitivamente un urbanismo que, en palabras
de Segre (1988), estaba viviendo el tránsito desde la mera búsqueda de soluciones a
la creación e innovación.

La dialéctica conservación-regeneración, en la ciudad histórica y el centro urbano

Pelletier y Delfante (1989) ya se hicieron eco del “respeto casi obsesivo hacia el
pasado”, originado a su entender por la consideración del patrimonio como bien
popular, que evitó destrucciones equivalentes a las infligidas por la Revolución
francesa y permitió que las ciudades históricas del campo socialista llegasen a
nuestros días bastante bien conservadas (con excepción relativa de Rumania),
recurriendo incluso a la reproducción de inmuebles o asentamientos devastados en la
guerra. Bajo esa ley general el examen de casos revela una cierta diversidad de
soluciones, entre el conservacionismo riguroso aplicado a los conjuntos de mayor
interés, y la preservación selectiva combinada con renovaciones más o menos
profundas en el resto.

La metodología de intervención deriva en gran medida del Plan de 1935 ideado para un
Moscú cuyo centro histórico se caracterizaba, fuera del Kremlin y ciertos
asentamientos al interior de los bulevares, por la modestia y desigualdad de un
urbanismo que dejó edificaciones burguesas en coexistencia con construcciones de
madera. El tratamiento prescrito procede de la función atribuida, como pieza urbana
a reforzar mediante la polifuncionalidad (incluyendo el uso residencial) y la
inserción de elementos simbólicos que contribuyeran a intensificar su atracción. Al
ser la parte de la ciudad más diferenciada morfológicamente, frente a los espacios
modernos que habrían de resultar homogéneos, se imponía la protección de conjuntos,
hasta donde permitieran las necesidades de saneamiento y el deseo de ganar
centralidad.

Esas premisas trajeron como consecuencia un nivel de conservación importante,
certificado en los años setenta a través de la catalogación de un total de 1.120
monumentos arquitectónicos protegidos, integrantes de 405 conjuntos. Pero la trama
quedó aclarada, gracias a una rebaja en los coeficientes de ocupación del suelo y al
desahogo proporcionado por islotes verdes interiores a las manzanas o espacios
públicos. Y al menos localmente la remodelación llegó a alcanzar cierta magnitud, al
abrir cauce a nuevos viales o despejar suelo para usos colectivos de carácter
administrativo, cultural y comercial. La diversidad de actividades, principio
manejado hoy universalmente en las políticas de rehabilitación, tampoco entrañaba
una hiperconcentración puesto que la centralidad se exportaba simultáneamente hacia
espacios exteriores (Quilici, 1978; Segre, 1988).

La Segunda Guerra Mundial proporcionó la oportunidad de extender y afinar el modelo,
aplicándolo a la reconstrucción de centenares de ciudades siniestradas en los países
del bloque. A despecho de las difíciles circunstancias posbélicas fueron
reproducidos conforme al original los palacios de Leningrado (destruida en 1/3 del
total), la totalidad del núcleo preindustrial de Varsovia (figura 3) y gran parte de
los cascos antiguos de Gdansk, Wroclaw o Budapest, así como los museos, palacios e
iglesias definidores del corazón de Berlín.


Figura 3
Reconstrucción posbélica de Varsovia
Fuente: Parma Press, Kiev, 1998

Tan costosa tarea, compartida además con el esfuerzo de industrialización y la
construcción masiva de viviendas, significaría décadas de trabajo, de tal forma que
el castillo de Buda sólo quedó listo en 1975. En cuanto a Berlín la incertidumbre
política determina que los espacios aledaños al muro no sean reconstruidos, hasta
1961, con edificios modernos. Pero todavía en los años ochenta se practicó allí la
restitución de teatros y palacios desaparecidos, al igual que en Leipzig. Aún en los
casos de reproducción integral, se trataba de réplicas mejoradas que esponjaron el
tejido urbano, eliminaron malformaciones y oxigenaron los conjuntos con
intercalaciones o anillos verdes. Grupo aparte lo forman ciudades como Minsk, Kiev o
Jarkov donde permanece el embrión urbano, siendo el espacio restante reordenado
mediante trazados geométricos y grandes manzanas con patios ajardinados.

Durante largo tiempo y por razones evidentes las tareas de restauración se volcaron
preferentemente en los monumentos, mientras que el caserío civil no pudo
beneficiarse del mantenimiento necesario, en muchos casos hasta bien avanzados los
años sesenta. Todavía en 1980 cascos como el de Praga se veían recubiertos de
andamios y lonas, aunque sin derribos. Esa insuficiente dedicación, similar por
cierto a la de muchas otras naciones europeas, sumada al contraste entre los
enclaves históricos y los espacios renovados a mediados de siglo con edificaciones
colosales del realismo socialista, pesó negativamente en la percepción que desde
Occidente se tenía del tratamiento dado al patrimonio (Mijailiv, 1978). A partir de
la década de 1960, mientras el centro histórico de las ciudades capitalistas padecía
en mayor o menor grado la presión renovadora por parte de las actividades
terciarias, la congestión y los procesos de gentrificación o ghetto,
en las ciudades socialistas continuaron desarrollándose localmente programas de
transformación más ordenados. Su meta fue la mejora de la vialidad y la inyección
de usos públicos alojados en edificios funcionales, formando conjuntos que aún
perseguían el distanciamiento respecto del libre mercado. El Plan de Moscú
ratificado en 1971 pondría énfasis en la salvaguardia de los valores históricos,
reservando el área central para la cultura y los servicios. Tras él, la política de
cascos antiguos irá renunciando a los grandes proyectos renovadores para insistir
en la protección de edificios.

A finales de los años setenta en Polonia ya están catalogados los inmuebles
decimonónicos (Gielzynski, 1977), y en la década de 1980 Bucarest reconoce 600
monumentos arquitectónicos, frente a los más de 2.000 inventariados en las 750
hectáreas del centro histórico de Praga (Löffler, 1984). Aparte de la conservación
integral en casos como el de la capital checa, Cracovia o núcleos menores de la RDA
y Hungría, entre los logros de obligado reconocimiento está la adaptación a fines
colectivos y la musealización generalizada de castillos, palacios y construcciones
vernáculas (Simon, 1980). No es menos significativa la defensa de otros componentes
del patrimonio, como la veintena de hosterías populares supervivientes en Polonia, y
la recreación de actividades y formas de vida tradicionales en antiguas poblaciones,
por ejemplo de Bulgaria Por lo demás, la paulatina conquista de unos parámetros de
calidad, que según Segre (1988) alcanza su
cima en la recuperación de Tallín o las pequeñas ciudades de Alemania Oriental,
iría evidenciando el acercamiento a ciertos principios de rehabilitación
occidentales. Entre ellos la ocupación óptima, la peatonalización y el correlativo
fomento del comercio más especializado, cuando el turismo comienza a resultar una
función destacada. Pero otros criterios como el de la multiactividad o la
representación simbólica de valores sociales, así como la parcial reconstrucción de
estructuras heredadas, marcaron diferencias sensibles, por parte de un urbanismo
que en Centroeuropa y los Balcanes tampoco desmanteló los extensos asentamientos
históricos del tipo ciudad jardín.

Con las acciones hasta aquí descritas, los cascos antiguos no quedarían marginados
ni asumieron funciones de carácter residual; al contrario, formaron parte relevante
del centro ciudad, en razón de su accesibilidad y variedad de cometidos, atributos
logrados mediante medidas regeneradoras. De ahí procede parte de la originalidad que
encerraban los distritos centrales, cuya comparación con Occidente permite señalar
no pocos rasgos distintivos. Fueron espacios de ocupación mucho menos densa, nunca
desprovistos del uso habitacional, que al colectivizar las funciones urbanas
convivió con un sector terciario de naturaleza especial (Carreras, 1981). Oficinas
de la Administración, servicios sociales, cultura y espectáculos eran los cometidos
dominantes, quizá más que el comercio, para un centro urbano articulado a partir de
los espacios públicos. En ausencia de intervenciones espontáneas, la sucesiva
incorporación de elementos nuevos trajo
consigo cambios sustanciales en la imagen urbana, desde el decorativismo monumental
en tiempo de Stalin hasta el estilo internacional. Este introduce una mayor
semejanza con la ciudad liberal, acentuada a partir de los años setenta cuando
mejora la red comercial, se abren nuevos almacenes por departamentos y se
construyen hoteles, de forma más clara en los países de Europa Central.

La prefabricación, respuesta al problema habitacional .

Setenta años de economía planificada aportaron una discusión profunda,
periódicamente reavivada, sobre el alojamiento y su imbricación con las otras
funciones colectivas de la ciudad. Aquel debate fructificó en una amplísima serie de
prototipos de vivienda, por lo regular materializados, que se acompañaron de
configuraciones específicas para los espacios residenciales y su armadura de
servicios. Al igual que en otras vertientes del urbanismo, la dificultad para hallar
respuestas adecuadas, unida a los cambios de circunstancias y la entrada en juego de
variables nuevas, obligarían a reorientar la política de vivienda en distintas
ocasiones y en casi todas sus dimensiones. Desde la financiación, las formas de
promoción y tenencia hasta los tipos edificatorios, el tamaño, la organización
funcional o la composición física de los asentamientos. Esos giros confieren aún
mayor singularidad al proceso de edificación masiva, que no logró
erradicar totalmente el problema de la vivienda pero aún así ofrece algunos
planteamientos y resultados de obligada consideración.

Antes de la II Guerra Mundial, en estrecha conexión con el Movimiento Moderno, se
establecieron los fundamentos teóricos y las bases materiales para la intervención
posterior. El modelo de alojamiento esbozado desde finales de los años veinte cumple
requisitos como el carácter igualitario y la economía de medios, por tanto ha de ser
mínimo y seriado, habiendo autores como Barsc y Ginzburg (1930) que en seguida
anticipan la prefabricación. Descartada pronto la solución de la Ciudad Jardín,
pareció más útil, para organizar la vida en común, agrupar el hábitat en bloques
plurifamiliares con servicios compartidos. Tal es la idea del Kvartal o superbloque,
que desarrolla un esquema ya utilizado en los proyectos de ensanche decimonónicos
(manzana con interior ajardinado), y también muestra cierta coincidencia con la
manzana de tipo racionalista, pero se diferencia de ésta por la igualdad de las
viviendas y un mayor énfasis en las dotaciones
colectivas indispensables (Quilici, 1978).

Como unidad urbana elemental, el Kvartal cobró vida en las primeras ciudades nuevas
y en el Plan de Moscú (1935), donde se agrupa en distritos residenciales
(Microraion) con servicios de categoría superior. No siendo exactamente una
aportación propia, el Kvartal, definido como bloques abiertos o en cuadro sobre
patios arbolados que acogen equipamientos, alcanzó su mayor desarrollo en los países
socialistas, al menos hasta la década de 1960 (figura 4). La multiplicación de las
casas-patio confirió personalidad geográfica a las ciudades y, dada la extensión de
los espacios descubiertos, su interconexión y las plantaciones vegetales que con
frecuencia albergan, también representó un factor de calidad ambiental.

Figura 4
Kvartal en Minsk (Bielorrusia)
Fuente: Agencia Novosti en Kazanski, 1979

Sin embargo las duras condiciones materiales de esa primera etapa, hasta bien
cumplidos los años treinta, no permitieron atender suficientemente las necesidades,
máxime cuando el Estado construía con cierta calidad y soportando la carga de unos
alquileres muy bajos. Las pérdidas debidas a la guerra, en la URSS y las naciones
posteriormente incorporadas al bloque oriental, agravaron el problema habitacional
haciendo inevitable la multiplicación de las viviendas compartidas o Komunalka. Sólo
en 1950 la Unión Soviética logra un parque residencial equivalente al de 1941, no
viéndose otro recurso que la construcción prefabricada, abierta con carácter
experimental en los años cuarenta y de forma generalizada a partir de 1954.
Industrializar la construcción, mediante el empleo de paneles, módulos y hasta
células sanitarias completas, permitió ganar rapidez, abaratar y por tanto
multiplicar el producto, con ayuda de asentamientos cada vez mayores
y edificaciones más elevadas. Eso significó un paso adelante en la definición de la
vivienda mínima y los estándares constructivos, pero igualmente representó, por sus
inconvenientes, una fuente continuada de preocupación y el mayor objeto de debate
urbanístico durante décadas (Promyslov, 1963). La monotonía, la falta de calidad y
de soluciones estéticas satisfactorias harían rebrotar la reflexión sobre la
necesidad de conciliar la igualdad social con la diferenciación formal y el diseño
arquitectónico (Orlov; Shvidkovski, 1969; Perevedentsev, 1975).

Mientras tanto la opción de los Cubos de Hormigón se extendía en los años sesenta a
Cuba, desde 1970 a otras naciones como Polonia que importaron fábricas de casas,
llegando a dominar el sector de la construcción escalonadamente según países. En
Rusia la prefabricación ya constituía el 70 por ciento del total en 1958; en la RDA
el 80 por ciento en 1977 (Segre, 1988). Gracias a esa tecnología fue posible
edificar en cantidades colosales y con un ritmo sostenido. En Moscú entre 1958 y
1971 se entregaron 1.800.000 nuevos apartamentos (Communist Party, 1971), y en la
parte rural del país fue realojado el 80 por ciento de la población entre 1951 y
1970 (Fomin, 1974). En otras repúblicas la aceleración arranca de los años sesenta,
como Hungría que a mediados de esa década alcanza un volumen anual de 60.000
viviendas (Simon, 1980). O Rumania, cuya capital entregó 80.000 apartamentos en los
cuatro años posteriores a 1960 (Blanc, George y
Smotkine, 1967). Por su lado Polonia logró un verdadero boom entre 1971 y 1975,
1.125.000 viviendas (Gielzynski, 1977), equivalente al de la RDA (608.600
viviendas), país que aún entre 1981 y 1985 construye cerca de un millón de
alojamientos. Tan considerable actividad obligó, por otra parte, a fijar y
perfeccionar paulatinamente los modelos de organización del espacio residencial.
Desde los años setenta el kvartal cede paso al polígono, con bloques y torres
alternos que adoptan una disposición en open planning, singularizada por la entidad
de los espacios libres y la jerarquización tanto de las vías públicas como de los
servicios colectivos (figura 5).


Figura 5
Composición con módulos prefabricados, Bratislava (Eslovaquia)
Fuente: K. Belicky, 1977

A partir de las unidades residenciales más elementales (grupos de casas), que
incluyen servicios primarios (área verde, guardería), la base de estructuración
interna es el Microdistrito (Microraion), versátil en cuanto a superficie (25-40
Has.) y tamaño demográfico, desde 8.000 hasta 20.000 habitantes (Frolic, 1964).
Posee carácter autosuficiente, así que incluye servicios de categoría más elevada
(escolares, comerciales, culturales) y una parte del empleo de los residentes
(French, 1979). El nivel jerárquico inmediatamente superior es el distrito (Raion),
con volúmenes poblacionales de entre 20 y 50.000 personas, que requieren otra clase
de dotaciones de uso frecuente (asistenciales, recreativas, de abastecimiento)
aunque no diario. La accesibilidad a esos servicios estaba teóricamente garantizada
por las vías rápidas que envolvían los distritos, cohesionando el conjunto urbano
(Lappo, 1969).

Por otro lado el boom edificatorio coincide con cambios sustanciales en las formas
de promoción y propiedad. A partir de los años cincuenta (Polonia, Rusia, RDA) o
sesenta (Hungría) el Estado cede a las cooperativas y empresas una parte de su
responsabilidad en la construcción de viviendas, para dedicarse selectivamente bien
a los estratos menos solventes, bien a grupos específicos de otra naturaleza, del
mismo modo que cubre necesidades habitacionales derivadas de la colonización o la
puesta en valor de recursos. El resto de la demanda es atendida por el sector
cooperativo, asociado frecuentemente a empresas, que recibe del Estado suelo gratis
y financiación para cubrir, según países, entre el 60 y el 85 por ciento del coste
de las inversiones. Los beneficiarios de las viviendas satisfacen el resto, con
dinero y en ocasiones también con horas de trabajo (400 en la RDA en 1977), y el
crédito estatal debe ser reintegrado al menos parcialmente
en un plazo de quince años con interés muy bajo (0,5 por ciento en la URSS en
1973). Así se canaliza el ahorro hacia la vivienda, y los cooperativistas acceden
según los casos a formas de alquiler privilegiadas (testimoniales, transmisibles
hereditariamente) u obtienen la propiedad. Tal ocurre en la mitad de los
apartamentos levantados en Rumania entre 1971 y 1975, según Rey.

En la Unión Soviética llegaron a funcionar más de dieciséis mil cooperativas, y en
la RDA aportaban a finales de los setenta el 40% de la actividad del sector. A la
vez hubo un fomento creciente de la construcción individual para régimen de
propiedad, mediante créditos y terrenos que estimulan la multiplicación del número
de casas unifamiliares y dachas, tanto en el medio rural y las pequeñas ciudades
como en las aureolas recreativas de las grandes aglomeraciones. Llegaron a
representar en algunas naciones hasta una décima parte de los nuevos alojamientos.

El progresivo perfeccionamiento de las técnicas de prefabricación, aplicadas a
construcciones elevadas sobre grandes polígonos, representó ya a finales de los años
sesenta una fuente de ahorro que permitirá incrementar el gasto en la obtención de
una mayor calidad y variedad. Así, atendiendo a la polémica suscitada por la
indiferenciación y la falta de confort de los bloques por módulos, finalmente llegan
algunas soluciones estéticas. Se consigue diversificar los tipos edificatorios y sus
combinaciones sobre el plano; se emplean colores, murales decorativos para suavizar
las medianeras y, a fin de dar identidad a los barrios, se juega con las
particularidades regionales y las tradiciones históricas. Ese esfuerzo por lograr
una diferenciación arquitectónica está recogido por Quilici (1978), quien hace
constar que en 1976 “los institutos de vivienda (de la URSS) están elaborando más de
seiscientas versiones nuevas de proyectos
estándar”. En 1978 concluyó la urbanización del barrio de Chertanovo Norte (Moscú),
que Segre (1988) presenta como producto final del proceso creador soviético. El
asentamiento alojaba a 22.000 habitantes en una superficie de 40 has., solo 25 de
ellas edificadas, con alturas en escalera y treinta variedades del bloque-tipo. Por
vez primera, las grandes explanadas de cemento o asfalto fueron allí sustituidas
por estacionamientos subterráneos.

En correspondencia con todo ello iba incrementándose la superficie de las viviendas,
la cantidad de tipos diferentes y el nivel de su dotación. El estándar de 9
m2/habitante establecido en la URSS como meta durante los años sesenta, aún no se
había logrado en 1972. Cinco años después ya hay 12 m2/h., y a la caída del régimen
la disponibilidad llegó a 17 m2/h. (Radvanyi, 1990; Brunet, 1996). La RDA consiguió
26 m2 por persona en 1987. En cuanto a los servicios procedentes de las redes
técnicas, en la Unión Soviética el 93 por ciento de las viviendas disponían ya en
1967 de calefacción central, y el 98% de gas ciudad (Froment-Meurice, 1972). Por su
parte los alquileres irían disminuyendo hasta estabilizarse, como sucedió en
Alemania Oriental donde se pasa de un 10 por ciento del ingreso familiar en 1950 a
un 3 por ciento en 1987. En Rusia a finales de los setenta el alquiler representaba
el 4-5 por ciento del ingreso familiar, e incluía
el gas, agua caliente, luz y teléfono (López Muñoz, 1977).

Otros aspectos de la socialización urbana: el verde y los servicios colectivos

Los espacios arbolados resultaron un componente esencial en la estructuración de las
ciudades a partir de los años treinta. Ya el primer Plan de Moscú retomó la idea
decimonónica del cinturón verde perimétrico para poner límite al crecimiento urbano,
utilizando a tal fin los antiguos bosques que, engrosados con plantaciones, llegaron
a reunir una superficie de 200.000 hectáreas a manera de faja cuyo ancho era de 15
kilómetros (Mijailov, 1978). Las ciudades nuevas de composición lineal fundadas en
la misma década también tendrían como elemento vertebrador una banda verde, abierta
rítmicamente en manchas mayores intercaladas entre los asentamientos. En los núcleos
preexistentes se practicó sistemáticamente el aclarado interior y la incorporación
de masas forestales inmediatas, para conseguir grandes extensiones de parques y
jardines obedientes a unas normas.

Por ejemplo Kiev dispuso en 1937 de un programa para la organización funcional de
las zonas verdes, integradas en un sistema jerárquico donde cada elemento se
diferencia por su cometido (sanitario, recreativo etc.), tamaño, localización y por
la clase de acondicionamiento (Levitski, 1980). El posterior desarrollo de esos
principios de diseño orgánico daría lugar a categorías normalizadas de espacios
verdes escalonados, cuyo estrato superior viene dado por las coronas protectoras o
cinturones periurbanos de bosques y parques, con una anchura de entre 5 y 10
kilómetros. Cuando la ampliación en superficie de las ciudades alcanza y desborda el
límite forestal, este queda convertido al menos parcialmente en elemento interior
arreglado para el esparcimiento, y su antigua función se traslada en teoría a un
nuevo cinturón. En el nivel inmediatamente inferior se sitúan los parques urbanos,
que suelen aprovechar parajes de interés ambiental como
los frentes fluviales, lacustres o marítimos, y a menudo poseen carácter de espacio
temático para motivos políticos, económicos o culturales. Los peldaños más bajos
del sistema corresponden a los parques de distrito, conectados por rutas
peatonales, y los jardines de los grupos de casas.

A eso hay que añadir las zonas sanitarias protectoras (50 a 1000 metros de ancho)
que aíslan las industrias, mas los terrenos arbolados en el interior de las
fábricas, así como las franjas de defensa de las vías rápidas (50 a 100 metros de
ancho) (Lappo, 1969). La suma de aquellas piezas verdes llegaría a representar 1/3
de la superficie de Moscú y hasta el 50 por ciento del territorio urbano en Kiev y
algunas ciudades nuevas, obteniéndose coeficientes incluso superiores a los 20 m2
por habitante (Bazunov, Popov, 1978; Morózova, Monájova, 1979). Pero la magnitud del
dispositivo no reviste seguramente tanta importancia como su correcta distribución,
que en muchos casos permitió realzar en verde la aureola envolvente de los cascos
antiguos, y dar a los paisajes modernos aspecto de bosque urbanizado. Claro está que
la vastedad del espacio afectado impuso formas de acondicionamiento a veces muy
someras, y labores de mantenimiento escasas. Pero
el componente natural contribuiría decisivamente a contrarrestar las fuentes de
contaminación originadas por un proceso industrial urbano cargado de dificultades,
siendo entonces el factor clave en la calidad ambiental. Al menos hasta que en los
años setenta comiencen a introducirse mejoras cualitativas relacionadas por ejemplo
con el transporte, como el gas licuado para los vehículos pesados y la onda verde
de circulación a velocidad moderada.

Visto desde otro punto, el verde urbano cobra sentido dentro del dispositivo general
para la provisión de servicios, base sustentadora de la colectivización urbana. El
desarrollo de esas prestaciones, que intentan compensar las carencias del
alojamiento, fue, por causas bien conocidas, muy desigual. Francamente limitado en
el caso del abastecimiento, mucho más satisfactorio en los aspectos sanitarios,
educativos, culturales o de ocio, estos últimos relacionados con la semana laboral
de cinco días. Desde el arranque del proceso revolucionario, la envergadura del
problema habitacional y el deseo de socializar el sistema de vida urbano dieron
lugar a una reflexión teórica que fructifica en los primeros modelos de alojamiento
con servicios comunes. Comedores compartidos, lavanderías y baños colectivos en los
bloques de viviendas, liberarían a la mujer del embrutecedor trabajo doméstico,
objetivo destacado entre los que guían el replanteamiento en
profundidad de las ciudades (Sabsovic, 1934). La planificación física asumió esos
apoyos a la vida comunal, trasladándolos al menos en el plano teórico a las
unidades residenciales o Kvartal, aunque el elevado coste impediría su ejecución a
gran escala, suplida en parte con la apertura de comedores colectivos en las
fábricas.

Pero la idea, plasmada en prototipos y experiencias modélicas, se asume como un
objetivo fundamental para el socialismo, que reaparece casi constantemente en el
debate urbanístico. Así, en los años sesenta vuelve a ponerse de manifiesto la
necesidad de abaratar la vivienda, vencer las dificultades en el suministro de
alimentos y estimular las prácticas comunitarias. La respuesta es la reducción de
las dotaciones individuales, sustituidas por el living colectivo que fue objeto de
diversos proyectos e incorporado a realizaciones experimentales (Zhuravlyev,
Fyodorov, 1961). Ssgre (1988) alude a unidades habitacionales de la misma década,
que aparte del catering común poseían puesto sanitario, sala de recreo, biblioteca y
círculo infantil. Ahora bien, a los problemas de financiación se sumó la resistencia
del modo de vida tradicional, según sostiene Froment-Meurice (1972) al recoger las
críticas contra los modelos residenciales donde un
restaurante en cada planta sustituye a la cocina particular. La falta de datos
impide hacer balance de los resultados, que indudablemente estuvieron por debajo de
las expectativas, pues todavía en los años setenta las mujeres soviéticas invertían
el doble de tiempo que los hombres en tareas domésticas (Perevedentsiev, 1975).
Pero su incorporación masiva al trabajo retribuido, y la existencia tanto de
cantinas en los centros laborales como de comedores colectivos con carácter
abierto, sin contar los restaurantes de los bloques de viviendas, supusieron al
menos una parcial liberación de las preocupaciones relativas a la compra y
preparación de alimentos. En Moscú llegaron a funcionar en 1978 ocho mil comedores,
cafés y restaurantes, mientras que en Cuba, en 1983, los comedores obreros y
escolares atendían diariamente a más de dos millones de personas. Los pormenores de
esa experiencia, y su traslado a la configuración del hábitat, han de
tomarse en consideración ahora que las ideas sobre el alojamiento sostenible
vuelven a insistir en la pertinencia de los servicios compartidos, al menos para
ciertos colectivos.

Tanto o más interesante para el debate actual sobre la ciudad es, en un orden de
cosas diferente aunque también referido a formas de vida en común, la participación
ciudadana mediante trabajo social. Escolares y universitarios, colectivos laborales,
comités ciudadanos y organizaciones sociales, desarrollaron una larga trayectoria en
formación de brigadas que, dirigidas por las organizaciones de masas, asumieron
tareas de mejora urbana (figura 6).

Figura 6
Brigada de estudiantes en Leipzig, Alemania Oriental
Fuente: S. Tomé, 1983

A partir de los domingos rojos, las dedicaciones más características fueron la
conservación de infraestructuras, el mantenimiento de instalaciones públicas y la
protección de jardines o espacios colectivos. Con el paso del tiempo y al amparo de
programas específicos llegarían a asumir tareas más especializadas en la ejecución
de obras, como redes técnicas y edificación. Por ejemplo en Cuba se forman desde
1987 las microbrigadas en la construcción, con trabajadores procedentes de otros
sectores de actividad, y más tarde cobra fuerza la autorrehabilitación del centro
histórico por parte de los propios residentes. En la RDA la organización juvenil FDJ
inició en los años ochenta el programa Reconstrucción y Ampliación, donde los
estudiantes llegaron a modernizar unos veinte mil apartamentos antiguos al año, para
uso de otros jóvenes.



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