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Sección: Literatura y otras Artes

Título: Hiroshige, cincuenta y tres estaciones de posta. Por Higinio Polo

Texto del artículo:


Hiroshige, cincuenta y tres estaciones de posta


Higinio Polo
Rebelión




Para Mutsumi Fukushima





Pocos meses después del estallido de la Comuna en París, llegó a los ambientes
artísticos franceses una nueva moda: el gusto por lo japonés, por las expresiones de
un país hermético a quien el comodoro Matthew Perry, al frente de una flota de
guerra norteamericana, había obligado a abrir sus puertos al mundo. Esa moda se
bautizó como japonismo (nombre que, al parecer, debemos a un olvidado novelista y
miembro de la Academia Francesa, Jules Claretie, aunque hay estudiosos que sostienen
que el término se debe a Baudelaire, o a Zola), y se interesaba por el peculiar arte
japonés pero también por la vida y las costumbres de aquel lejano país, aunque, de
hecho, desde inicios de la década de los sesenta habían empezado ya a circular por
París algunas reproducciones y estampas de grabadores japoneses. La novedad alcanzó
también a Londres, aunque sabemos que, ya en el siglo XVIII, habían llegado estampas
japonesas a Europa. Cuando prende la nueva moda, había transcurrido poco más de tres
lustros desde la imposición por Perry del Tratado de Kanagawa al Japón, en 1854, que
acabó con el aislamiento nipón, o sakoku, que había durado dos siglos. A partir de
ese momento, se inicia la recepción y el descubrimiento en Europa de una sofisticada
y sutil tradición artística que iba a influir de manera determinante en el arte
europeo, como había ocurrido con las chinoiseries, cuya aparición en Europa se
remontaba al siglo XVII.

En esos años sesenta del siglo XIX, algunos pintores que después confluirían en el
impresionismo se mostraron interesados en las estampas japonesas que empezaban a ser
reproducidas, y los nombres de Utamaro y Hokusai disfrutan de una cierta
popularidad, aunque apenas en los círculos restringidos del arte y de la burguesía
desocupada. Manet, Renoir, Degas, Monet (que coleccionaba estampas japonesas), Van
Gogh, Pissarro, Gauguin y otros pintores, mostraron gran interés por las técnicas
artísticas japonesas y por las estampas y ukiyo-e que se imprimen y reproducen. La
Exposición Universal de París de 1867, impulsada por Napoleón III para mayor gloria
de su II Imperio, acogió un Pabellón japonés que contribuyó también a la popularidad
del japonismo.

Además, Siegfried Bing (un activo marchante alemán establecido en París,
coleccionista de arte chino y japonés que llegó a disponer de una sucursal en
Yokohama para sus negocios de compraventa de arte oriental) fundó la revista Le
Japon artistique, que contribuyó también a la popularización del japonismo. Bing,
interesado comercialmente en el art-nouveau (en cuya génesis encontramos los ecos
del ukiyo-e), facilitó la influencia de Hiroshige y Hokusai, entre otros, en el
nuevo movimiento, y no fue el único, puesto que buena parte de los núcleos
artísticos parisinos mostraron enseguida gran interés hacia el arte japonés. Georges
Ferdinand Bigot, un pintor y caricaturista menor que, influido por esa moda del
japonismo, llegó a Yokohama en 1881, se quedaría a vivir en el país durante casi
veinte años, convirtiéndose en un observador satírico de la vida nipona. Las ironías
de la vida: Bigot, que llega admirando la cultura oriental, se burla allí de la
occidentalización que sufría Japón, que estaba importando aspectos de la cultura
europea, desde la fotografía (que llega a Japón ya en 1848), hasta procedimientos
pedagógicos o formas de desarrollo industrial.

En ese gusto por lo japonés subyace la atracción por un mundo exótico, por unas
formas de vida extrañas a los europeos que, sin embargo, seducen por su
singularidad. El rastro de ese interés es muy abundante, desde la ópera cómica de
Camille Saint-Saëns y la famosa novela de Loti, Madame Chrysantheme, hasta las obras
impresionistas. Edmond de Goncourt publica a finales del XIX biografías de Utamaro y
de Hokusai (quien, a su vez, se había interesado por la pintura europea), y se
interroga por el origen del término ukiyo-e (que se vierte en Occidente como
"imágenes de un mundo efímero", o fluctuante, flotante, siguiendo la tradición
establecida en el XVII por Hishikawa Moronobu, que si bien no crea el concepto ni el
estilo, será considerado el iniciador de la escuela ukiyo-e). Monet, que fantaseaba
con el parecido entre algunos pueblos noruegos y los paisajes japoneses que nunca
pudo visitar, llenó su casa de xilografías japonesas, y, por su parte, Manet, cuando
pinta su célebre Portrait d'Émile Zola, incluye en él una pequeña reproducción de su
Olympia y otra de El triunfo de Baco, de Velázquez, pero también pone un biombo con
un paisaje japonés (un pajarillo sobre una rama), y una estampa de un luchador, de
Utagawa Kuniaki II, un artista japonés contemporáneo del cuadro. Y, por supuesto,
encontramos el rastro del japonismo en Toulouse-Lautrec, con su admiración por
Utamaro, y en Van Gogh (también coleccionista de estampas japonesas, y que en las
cartas que escribe a su hermano Theo cita con frecuencia a Japón) quien, sin mayor
preocupación, se inspiró en Eisen para realizar una portada de revista y copió
escenas casi exactas de Hiroshige, como la estampa Kameido umeyashiki, de 1857,
traducida por El jardín de los ciruelos, que el pintor holandés copió en óleo sobre
tela en 1887 y lo tituló Ciruelo florido. Al igual que hizo con la hermosa Ohashi
Atake no yudachi, de 1857, o Aguacero en Atake, también de Hiroshige, que Van Gogh
prefirió titular Puente bajo la lluvia, en 1887. La misma noción de "serie", tan
desarrollada en Japón, influirá en la obra de pintores como Cézanne. El color y la
perspectiva adquirieron nuevos matices y significados después de la recepción del
arte japonés en Europa, y la ascendencia del arte nipón, y más en concreto de
Hiroshige, llegaría incluso a América: además de coleccionar sus estampas, Frank
Lloyd Wright organizó en Chicago la primera exposición monográfica de Hiroshige, en
1906. Después, la influencia del arte japonés creció, y podemos seguirlo en la
admiración de Brasaï hacia Utamaro, en el interés de Gertrude Stein por el arte
oriental, y en la colección de sesenta shunga (literalmente, imágenes de primavera;
en realidad, escenas eróticas y sexuales explícitas) que acumuló Picasso, algunas de
cuyas escenas le inspiraron obras sorprendentes. Así, la admiración de Van Gogh por
Hiroshige, uno de los artistas japoneses más relevantes del siglo XIX, no fue algo
incomprensible o extraño, porque éste se convirtió en una de las fuentes orientales
que más influyeron en los nuevos códigos artísticos europeos.


* * *


Utagawa Kunisada, uno de los más sobresalientes grabadores en madera del siglo XIX
japonés, creó en septiembre de 1848 una estampa (en formato oban, un tamaño de
impresión de unos 33 por 14 centímetros) que tituló Retrato conmemorativo de Utagawa
Hiroshige. En ella, puede verse a Hiroshige sentado en el suelo, con el hábito de
monje que había tomado cuando cumplió cincuenta años, con la cabeza rapada y un
rosario budista. Kunisada firmó la obra con la fórmula Toyokuni ga, por el nombre de
un gran maestro de ukiyo-e, y con el sello que significa "la vida es sólo una nube
de humo". Algo de eso sabía Hiroshige, tan inclinado a la contemplación y al
paisaje, aunque no por ello desdeñase el gusto por las actividades populares: si
antes los artistas japoneses habían satisfecho sobre todo los gustos de la nobleza,
desde el teatro No hasta los rituales samuráis, las nuevas estampas recogen aspectos
de la vida cotidiana: el teatro kabuki, las diversiones del pueblo, los burdeles, el
trabajo agrícola, los actores.

El "mundo flotante" o ukiyo-e había sido el motivo de las xilografías en Japón desde
muchas décadas atrás, primero en grabados en blanco y negro a los que por último se
les daba un tono rojizo, y después, a mediados del siglo XVIII, en grabados a varios
colores que utilizaban distintas planchas para conseguir las imágenes, con una
técnica que llegó desde China y que debía ser realizada con sumo cuidado porque cada
color necesitaba una plancha distinta, colocadas con unas guías (kento), porque la
impresión quedaba arruinada si no coincidían con precisión todos los elementos.
Primero Suzuki Harunobu, y después Kitagawa Utamaro utilizaron esa técnica, en la
segunda mitad del XVIII, para crear escenas de los barrios de prostitutas, entre
otras imágenes, que enseguida conseguirían una gran popularidad en Japón. Es a ese
mundo del grabado donde Hiroshige dedicará todos sus esfuerzos, cuando empieza a
interesarse por la xilografía en esos primeros años del siglo XIX en que mueren sus
padres y están desapareciendo grandes maestros como Sharaku, Kiyonaga, Shunsho,
Eishi y otros, mientras la figura de Hokusai deslumbra a sus contemporáneos. Con
apenas quince años, recibe el nombre que le identifica para nosotros, Utagawa
Hiroshige.

Hiroshige había nacido en 1797, en Yayosugashi, en Edo (actual Tokyo), en el seno de
una familia, Ando, de samuráis de escasa relevancia: su padre era un pequeño oficial
en la corte del shogun (cuyo cargo en la compañía que luchaba contra el fuego y los
incendios recibirá Hiroshige en herencia), y, con apenas nueve años, se inicia en la
pintura clásica de la escuela Kano. En esa casa de su infancia vivirá durante casi
toda su vida, a excepción de sus últimos dieciséis años. En 1810, ingresa en el
taller de Utagawa Toyohiro, miembro de esa escuela utagawa que había fundado
Toyoharu en el siglo XVIII. Sus primeros años como artista transcurren, hasta que
entra en la treintena, en la búsqueda de un estilo propio, siempre dependiente de
los editores que deben imprimir y publicar sus estampas.

Durante su juventud, Hiroshige realiza retratos de actores y cortesanas, y también
de samuráis, aunque más tarde muestra una clara inclinación por el paisaje. Después,
hará además grabados de animales y de flores, trabajando sin descanso, sobre todo en
la parte final de su vida, ilustrando los caminos y rincones del Japón, hasta el
punto de que creará más de seis mil obras (cifra que algunos estudiosos amplían
hasta ocho mil), la mayoría de una delicadeza extrema, pero también algunas
apresuradas. Con poco más de veinte años, pinta estampas de actores de teatro
kabuki, y de figuras femeninas, en cuya realización sigue los trazos de Utagawa
Kunisada, Kikugawa Eizan y Keisai Eisen (un artista cuya vida transcurre casi
paralela a la de Hiroshige y que se especializó en grabados de mujeres hermosas),
todos ellos activos en la primera mitad del siglo XIX. A inicios de los años
treinta, se interesa cada vez más por la naturaleza, por la composición del paisaje,
tal vez influido por la publicación en 1830 de las Treinta y seis vistas del monte
Fuji (Fugaku sanjurokkei), de Hokusai (donde se encuentra la maravillosa y célebre
imagen de La gran ola cerca de la costa de Kanagawa), puesto que, apenas un año
después, Hiroshige publica sus diez estampas sobre los lugares célebres de Edo.

También se interesa por los animales, especialmente pájaros, cuya reproducción en
estampas atraía mucho al público. En 1832, agobiado por el tiempo que le ocupan sus
obligaciones como funcionario del shogun, renuncia a su cargo para dedicarse por
completo al arte. En esos años treinta, Hiroshige crea estampas de aves, de flores,
utiliza la imagen de la luna, del sol, las plantas, con sencillos pero eficaces
efectos, como en Carpa en la corriente, de 1836-38, donde, junto al pez, la
corriente está sugerida por unas líneas azules onduladas; y de escenas de la vida,
como el Mercado del arroz en Dojima, de 1834, plasmando la pasión de los vendedores,
y en la Ilustración del mercado del pescado en Zaboka, del mismo año, o en Akasaka.
Ilustración de las prostitutas de una posada, de 1833-34.

En esos años, Hiroshige elabora delicadas estampas, como las Campanillas chinas y
graminácea, de 1832-33, y las Amapolas, y La flor de la pasión, larga, estilizada; y
Cerezo florido y luna llena, donde vemos las flores en medio de la luna, todas de la
misma época. También, recrea lugares famosos, como en El templo del pabellón de oro
(Kinkakuyi), de 1834, estampa en la que se aprecia el lago ante el pabellón y el
pájaro en la cúspide del Kinkakuyi. Ese interés por la naturaleza lo encontramos
intacto veinte años después, en obras como Grulla, pino y sol naciente, de 1852,
donde un enorme sol, suave y rojizo, se apodera de la escena, que recuerda a las
estampas de ocas salvajes y la luna, que pinta en 1836. Sin embargo, pese a su
belleza, todas esas estampas son obras menores en su trayectoria.

Hiroshige aprovecha un viaje del shogun en 1832, en cuyo séquito participa no
sabemos con qué ocupación, para elaborar la famosa serie Tokaido gojusantsuji no
uchi, vertida como Cincuenta y tres estaciones de posta del Tokaido. Ese trayecto
era el camino que llevaba desde la vieja capital imperial, Kyoto, hasta la nueva
Edo, donde confluían las cinco vías que llegaban desde todos los rincones del país.
Era una ruta frecuentada por nobles, comerciantes, militares, putas, espías,
ladrones y toda suerte de personajes, y donde, además de los templos, se hallaban
dos fielatos que controlaban las mercaderías que circulaban. El Tokaido salía de Edo
y, dejando al sur Kamakura, atravesaba la costa de la bahía de Sagami para llegar a
Hakone, y, después, recorría el golfo de Suruga hacia el sur hasta llegar a la bahía
de Ise, para adentrarse finalmente hacia Kyoto.

Los rituales que formaban parte del camino y del viaje tenían un preciso origen en
la historia de Japón. El shogunato Tokugawa obligaba a los señores feudales a
alternar su residencia en sus propias tierras y en Edo, un año en cada lugar, y
tenía establecido que cuando uno de esos nobles abandonaba la corte del shogun para
regresar a sus posesiones, debía dejar a su familia en Edo: en la práctica, los
nobles dejaban a sus familiares en calidad de rehenes, y el shogunato se aseguraba
así la fidelidad de los señores feudales al poder, previniendo de esa forma la
tentación de revueltas señoriales. De esa forma, la vía era frecuentada por los
samuráis, que debían dirigirse hacia Edo siguiendo las estaciones de posta, y su
importancia creciente hizo que acabase convirtiéndose en una vía desde donde se
difundían las formas de vida de la capital del Este, contribuyendo a la
consolidación del poder central, al reforzamiento de los lazos entre las distintas
regiones del país y a la popularización de un imaginario colectivo que debía mucho a
los usos y costumbres de Edo.

Hiroshige recorre el Tokaido, documenta con precisión los paisajes, los lugares, las
viviendas, la actividad de la gente, el clima, los pueblos de pescadores y
campesinos, las casas de té, los prostíbulos: es el primero que publica en Japón
unas escenas semejantes. El Tokaido eran quinientos kilómetros que los viajeros
recorrían durante dos semanas, deteniéndose en las casas de postas para que
descansasen los caballos, en las fondas y casas de té, en un constante ajetreo que
tenía su punto de partida en un puente de Edo, aunque éstos no abundaban
precisamente porque el poder de los Tokugawa prefería dificultar el itinerario de
los expedicionarios, controlando el paso de las comitivas y de los hombres armados
que, así, se veían obligados a vadear los ríos o atravesarlos en frágiles
embarcaciones. Hiroshige detalla, por ejemplo, con gran esmero, el Nihonbashi, el
puente de la primera estación, donde se iniciaba el camino, que plasma en una Vista
matutina de una extraordinaria belleza y minuciosidad: el séquito de un daimyo, o
señor, atraviesa el puente, con los porteadores soportando sobre sus espaldas los
fardos, que probablemente participan en la caravana que ha ordenado el shogun para
llevar caballos sagrados para el emperador, que reside en Kyoto. Algunas escenas son
extraordinarias, como la undécima etapa, en Mishima, que titula La niebla matinal;
aquí, Hiroshige, para conseguir el efecto de la niebla, juega con la gradación de
los colores azul y gris consiguiendo la impresión de las figuras envueltas en la
niebla, más tenues cuanto más alejadas se ven. La lluvia, las brumas, los delicados
sfumatos, son plasmados con una maestría difícilmente igualable. A diferencia de
Eisen, que daba gran importancia a la figura humana, Hiroshige equilibra los
diferentes elementos que componen las estampas. Se está convirtiendo, se ha
convertido ya, en el maestro de la naturaleza.

Juega con la soledad, con la maravilla de la naturaleza que muestra al ser humano su
pequeñez, captando a los campesinos que caminan trabajosamente sobre la nieve o que
intentan protegerse de la lluvia con sus paraguas y sus impermeables de hojas.
Hiroshige consigue plasmar con esa serie sobre el Tokaido unos paisajes
excepcionales, de una delicadeza y sensibilidad que siguen conmoviendo hoy al
espectador, y consiguió un gran éxito tras su publicación, hasta el punto de que
toma el relevo como paisajista del célebre Hokusai. La magnífica aceptación de sus
escenas, que enseguida se vendieron, hizo que se hicieran nuevas tiradas de las
estampas, que seguirían imprimiéndose a lo largo de los años.

Realiza también en esa época la serie Veintiocho vistas de la luna, y otras
colecciones de paisajes, como las magníficas estampas (cuarenta y siete) que realizó
entre 1834 y 1842 para completar la serie que había iniciado Keisai Eisen sobre las
Sesenta y nueve estaciones de posta del Kisokaido, una ruta complementaria y
semejante al Tokaido. Entre 1835 y 1840, Hiroshige trabajó también en las Ocho
vistas de capitales orientales, que culminó con la Serie de puertos del Japón. En
esa época, aunque sorprenda al habitual eurocentrismo de nuestra cultura, Edo
(Tokyo) es la mayor ciudad del mundo, la más poblada.

En 1839 fallece su primera esposa, y seis años después muere su hijo Nakajiro. En
1847, con cincuenta años, Hiroshige se casa con Oyasu, la hija de un campesino.
Tiene cada vez más éxito, y en su taller se acumulan los encargos, hasta el punto de
que se ve obligado a contratar ayudantes, que llegarán a ser casi una veintena
(entre ellos, los dos que, tras su muerte, se casaron con su hija: primero lo hizo,
en 1858, con Shigenobu, que sería conocido después como Hiroshige II, y, tras la
ruptura de ese matrimonio, con Shigemasa, en 1865, que se convertiría en Hiroshige
III). En esos últimos años de su vida, Hiroshige se adapta a los distintos formatos
y consigue excepcionales paisajes vistos desde el aire, utiliza perspectivas
novedosas que nos hacen pensar en recursos de la moderna cinematografía, e
ingeniosas combinaciones de colores, detallando siempre con precisión los distintos
escenarios del Japón. En la serie Cien vistas del monte Fuji, donde sigue el camino
iniciado por Hokusai, Hiroshige dejó clara su intención: "El maestro Hokusai publicó
antes que yo una serie de Cien vistas. Cambió el monte Fuji y la naturaleza, para
crear su propio mundo. Por lo que a mí respecta, no sé sino copiar la naturaleza de
las cosas. Mis obras son, pues, como fotografías." Por un azar, los primeros
fotógrafos japoneses, y también los retratistas extranjeros que tomaban placas del
Japón, se inspiraron muchas veces en las estampas de Hiroshige. Hacer estampas como
fotografías, cultivar un acentuado naturalismo, observar el rigor y la precisión en
los detalles, aunque algunos discutan sobre el origen de algunas particularidades de
sus escenas: esa era su intención, pero Hiroshige no recoge en sus estampas frías
escenas fotográficas, sino que recrea de nuevo el Japón de su época. El paso de las
estaciones, una tormenta sobre Kyoto, unos campesinos ante el Fuji, dispuestos a
observar la primera nieve, como con Kawabata, unos comerciantes que transitan por el
Kisokaido, los cerezos en flor o la lluvia resonando sobre un puente de tablas en el
corazón de Tokyo, entre tantas otras imágenes, son construidas por Hiroshige con
extraordinaria belleza y lirismo, como si él fuera consciente de que la vida está
hecha de poco más que de esas escenas que, una vez vistas, acompañarán para siempre
al espectador o al viajero, porque tal vez la existencia se reduce a eso, a recorrer
el camino y admirar los paisajes, asombrarse por la existencia laboriosa de los
otros, sentir la humildad y aproximarse al pálpito del descubrimiento de la belleza.
Hiroshige no cambia los escenarios, que son precisos e identificables, pero los
transfigura.

En sus últimos años, pintó la famosa serie Cien vistas de lugares célebres de Edo,
que es una hermosa colección de imágenes de Tokyo, pero la acumulación de encargos
hizo que su obra perdiera algunas de las delicadas precisiones con que Hiroshige
atrapaba a campesinos y comerciantes, monjes y guerreros, siempre en armonía con la
naturaleza. Al final de su vida, las figuras que crea Hiroshige tienen sombra, a
diferencia de todas las que había hecho antes. En la Vista nocturna de
Saruwakamachi, de la serie de las cien imágenes de Edo, vemos la larga calle,
flanqueada de las casas de madera, los farolillos de los paseantes y la sombra que
arrastran los personajes.

Muere en 1858, algunos dicen que por el cólera, y las dos famosas series sobre el
monte Fuji fueron publicadas tras su muerte. Su forma de mirar el paisaje influirá
durante mucho tiempo, e incluso llegará a determinar muchas de las pautas de la
moderna fotografía: es sorprendente comparar las fotografías de lugares del Japón,
captadas en los últimos años del siglo XIX, y compararlas con estampas de Hiroshige:
encuadres, ambientes, incluso los escenarios son los mismos, y la visión, semejante,
como en la escena que capta un fotógrafo desconocido, hacia 1910-1920, del parque de
Asakusa, muy parecida a la estampa de Hiroshige Ilustración de los teatros del
barrio Nichomachi, o la fotografía que toma Adolfo Farsari, en 1880, de Kameido,
Tokio, que es semejante a la estampa de Hiroshige Kameido. Recinto del santuario
Tenjin; así como la fotografía del mismo Farsari, que titula en inglés, Evening
Banquest, Yojio, Kioto, captada hacia 1880-1890, que remite a la estampa Disfrutando
del fresco atardecer en la ribera del río en Shijo, de la serie de los lugares
célebres de Kyoto.

Hiroshige se había convertido en monje budista, y a veces recorría los caminos,
igual que hizo Hokusai. La vida y el arte eran un difícil camino, lleno de
sorpresas, como el Tokaido. Hiroshige, como Hokusai, lo sabía bien. Éste había
escrito: "A los seis años quise dibujar las formas y los objetos. A los quince, hice
dibujos, pero todo lo que pinté hasta los setenta y tres años no vale nada. Ahora
empiezo a entender a los pájaros, los insectos y los peces, la naturaleza de la
hierba y los árboles. A los ochenta, habré progresado mucho, y, a los noventa, quizá
sepa captar el significado profundo de las cosas. Así, a los cien, seré una
maravilla, y a los ciento diez, cada mancha, cada línea, tendrán vida propia."

Las cincuenta y tres estaciones de posta del Tokaido eran el camino que llevaba
desde la vieja capital imperial, Kyoto, hasta el nuevo Edo, el Tokyo que se
convertiría en el centro del Japón moderno: en esos años, alrededor del castillo de
Edo se encuentran pequeñas localidades (Ueno, Asakusa, Kasumigaseki, Nihonbashi,
Ochanomizu y otras) que hoy son barrios tokyotas. Cuando Hiroshige muere, en
septiembre de 1858, tal vez por esa epidemia de cólera, su ceremonia funeraria
seguirá el estricto ritual del samurái. Hacía dieciséis años que había recorrido el
Tokaido con el séquito del shogun, y cuatro desde que Perry abriera el Japón a
cañonazos: unos años después, en 1868, el shogunato Tokugawa perecía y la era Meiji
iniciaba la definitiva transformación del imperio del sol naciente, que se vería
conducido por su pujante burguesía hacia el imperialismo nipón en Asia y, después,
al fascismo japonés de la Segunda Guerra Mundial. Aquella fusión del ser humano con
la naturaleza, que tan bien expresaba Hiroshige, la laboriosidad y belleza con que
sus campesinos arañaban las islas del oriente, todos aquellos paisajes, iban a
transformarse de manera radical, aunque muchas de las estampas que Hiroshige creó
iban a permanecer entre los pliegues del Japón moderno. Sus cincuenta y tres
estaciones de posta del Tokaido son su obra maestra. Introdujo un nuevo paisaje, una
concepción de la naturaleza que fascinó a sus contemporáneos y a la opinión
artística europea, e incluso contribuyó a la formación del moderno Japón, creando
una representación que pasaría a ser común a todo el archipiélago. Al final, buscaba
ese país del sol poniente que era el paraíso budista. Su poema de despedida del
mundo, de la vida, dice:


"Detrás de mí, en Edo, dejo el pincel,

para emprender un nuevo viaje.

Dejadme admirar,

en el país del sol poniente, otros paisajes maravillosos."

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Artículo de www.profesionalespcm.org insertado por: El administrador web - Fecha: 07/07/2010 - Modificar

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