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Título: Imágenes para un Estado de excepción. Por Higinio Polo- Enlace 1

Texto del artículo:

03-06-2010

Corea
Imágenes para un Estado de excepción

Higinio Polo
Rebelión


Hace ahora un siglo, en 1910, Japón se anexionó Corea, y su dominio se mantuvo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Después, llegó la partición, la creación y consolidación de dos países, en el Norte y en el Sur del paralelo 38, la guerra, y una de las mayores matanzas de la historia, perpetrada por Estados Unidos gracias a su absoluto predominio aéreo: los bombardeos fueron, de hecho, la aplicación de todo lo que habían aprendido bombardeando poblaciones civiles durante la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, Japón, Francia, Italia y otros países. Así, la independencia coreana llegó con la llaga de la partición, inaugurando un Estado de excepción, en el más estricto sentido del concepto, que se ha mantenido hasta nuestros días, y que ha sido utilizado como distintivo de una interesante exposición de Noh Suntag.

Noh Suntag es un fotógrafo nacido en Seúl, que ha recogido centenares de escenas de su país: fotografías del Sur, donde vive, y del Norte, a donde ha viajado en cuatro ocasiones. Por las peculiaridades de esa dividida península, donde tiene problemas es en el Sur: vive allí. Ha reunido sus imágenes en una muestra que, con el expresivo título de Estado de excepción (para referirse a ambos lados de la frontera, establecida en el alto el fuego de 1953), está recorriendo diferentes ciudades europeas. Son doscientas grandes fotografías, que hablan al espectador de similitudes entre el Norte y el Sur, de la función del fotoperiodismo, del sufrimiento humano, de la lucha de muchos ciudadanos por resistir a los abusos del poder, pero, sobre todo, hablan de la realidad de un país dividido, que, en el Norte y en el Sur, odia y teme, pese a la sencillez y apacibilidad de los coreanos.

Las fotografías que Noh Suntag ha seleccionado de Corea del Norte (República Popular Democrática de Corea) son distanciadas: un soldado que se gira para mirar a la cámara en la Montaña de las fragancias misteriosas; el retrato de Kim Il-Sung en el aeropuerto de Sunan, en Pyongyang; la torre Juche, de ciento setenta metros de altura; el disparatado hotel Rygong, que se eleva hasta trescientos treinta metros y se inició en 1987 con tecnología y recursos franceses, pero que se paralizó en 1992, debido a problemas financieros. Capta también el fotógrafo el Festival Arirang, en 2005, en el estadio Rungrado de Pyongyang, donde llegan a participar cien mil personas en impresionantes coreografías de masas, ejecutadas a la perfección, pero cuyos pequeños fallos son captados por Noh Suntag. Se ve a las chicas con vestidos rojos, que se alzan del suelo, o a quienes componen gigantescas imágenes con carteles: soldados, o una gran ballena, o avestruces en la sabana africana. La temática de las fotografías está limitada, porque el gobierno impone unas obligaciones al visitante. Corea del Norte no dispone de una red de telefonía móvil, ni Internet; existe una Intranet y las visitas de ciudadanos del Sur y turistas son controladas por el gobierno, que teme todo tipo de provocaciones, y esa es una de las obsesiones que explican la desconfianza mutua entre el Norte y el Sur. No es un disparate, porque, en 2003, el gobierno surcoreano reconoció la existencia de un programa secreto de enriquecimiento de uranio y plutonio, que sólo podía tener como objetivo la fabricación de armamento nuclear, ocultándolo tanto a la ONU, como al OIEA; además del peligro que suponen para el Norte las regulares maniobras militares de tropas conjuntas norteamericanas y surcoreanas, del sobrevuelo constante de las fronteras norcoreanas por aviones estadounidenses, de los frecuentes incidentes armados. Sin olvidar que los militares norteamericanos disponen de armas atómicas en los submarinos que frecuentan la península, aunque nunca den cuenta de ello a Seúl, Tokio, y, mucho menos, Pyongyang o Pekín. Pero Corea del Norte es una sociedad hermética, temerosa, cuyo programa nuclear, así como su política exterior, están en función de un solo objetivo: la firma de un tratado de paz definitivo con Washington que aleje el fantasma de una nueva intervención militar y otra guerra.

El Norte es una sociedad en estado de alerta, cerrada en sí misma, obsesionada con su seguridad: no es extraño, puesto que la agresividad norteamericana y las constantes violaciones de su espacio aéreo fuerzan a mantener la alarma, porque la guerra no ha terminado. Pyongyang quiere firmar un acuerdo de paz con Washington, pero el acoso estadounidense ha llevado a sus dirigentes a la convicción de que sólo el reforzamiento militar del país asegurará su supervivencia. Al mismo tiempo, el Sur es una sociedad capitalista, que surge de una feroz dictadura militar, y que, pese a la apertura democrática formal, conforma un capitalismo sin escrúpulos. Corea del Sur ostenta tasas de suicidios que se encuentran entre las mayores del mundo: decenas de personas se quitan la vida diariamente, sobre todo por la insoportable explotación en el trabajo.

A finales de 1991, el dirigente del Norte, Kim Il Sung; y del Sur, Roh Tae Woo, alcanzaron un acuerdo por el que declaraban a la península libre de armas nucleares, y se mostraron dispuestos a la unificación del país, pero la influencia de Estados Unidos ha limitado en las dos últimas décadas el desarrollo de esos acuerdos. Dos décadas después de aquel encuentro, Washington quiere seguir manteniendo su despliegue militar y político en la zona, para asegurar la sumisión de Tokio y Seúl, y condicionar a Pekín. Por eso, no contempla el fin del conflicto coreano, ni la reunificación: le preocupa que una hipotética Corea unida escapase a su control y confluyese con un Japón más autónomo (en línea con los planteamientos del nuevo primer ministro, Yukio Hatoyama) y con China, convertida en el gran rival estratégico de Estados Unidos.

En el Sur, las elecciones de 1992, que llevaron al poder a Kim Young-sam, del Partido Liberal Democrático, parecieron el inicio de una nueva etapa: el nuevo presidente proclamó su intención de luchar contra la corrupción (que infecta todos los estamentos del país, incluidos los empresarios, la policía y el ejército) y proclamó una amnistía que benefició a más de cuarenta mil presos, pero la evolución posterior acabó con las esperanzas de la población, prisionera de un feroz capitalismo que si ha hecho aumentar la importancia de su economía ha sido a costa de generaciones enteras de surcoreanos cuya vida ha sido literalmente aplastada. La represión política, el control de las campañas electorales, el peso asfixiante de los grupos económicos que hacen y deshacen coaliciones y partidos e imponen la agenda política del país, la corrupción, y la forzosa sumisión a las decisiones de Washington, siguen configurando un verdadero Estado de excepción, pese a la fachada democrática que muestra.

Kim Dae-jung, elegido presidente en 1997, prometió de nuevo acabar con la corrupción, establecer realmente la democracia, conjugándola con la “economía de mercado”, y liberó a decenas de presos políticos, pero sus promesas tampoco se llevaron a la práctica. Cuando, en el año 2000, se reunieron Kim Dae-jung y Kim Jong-il, firmando un histórico acuerdo por el que postulaban, otra vez, la reunificación del país; se comprometían a facilitar la relación entre las familias separadas entre el Norte y el Sur, y Seúl aceptaba examinar una solución para los presos políticos comunistas que se encontraban en las prisiones del Sur, pareció que se iniciaba una nueva era: incluso a Kim Dae-jung le concedieron el premio Nobel por su política de reconciliación con Pyongyang. Sin embargo, los acontecimientos posteriores paralizaron esa perspectiva. Parece una maldición.

En el Sur existe un plan de copropiedad territorial (Land partnership plan) mediante el cual Estados Unidos puede expropiar tierras a su antojo, alegando fines militares: son las hipotecas de la ocupación militar del país. El sufrimiento de los campesinos es uno de los problemas más graves en el Sur, donde son frecuentes los suicidios, desahucios, las incautaciones de tierras y demoliciones de casas, y, además, se acentúa el retroceso de las condiciones de vida del mundo rural. En las fotografías de Noh Suntag pueden verse a los helicópteros Black Hawk norteamericanos (que conoció el público con la película de Ridley Scott, Black Hawk Down) volando sobre tierras expropiadas por los militares estadounidenses a los campesinos surcoreanos. O se ve la imagen del campesino en su pueblo destruido, Daechuri, para ampliar la base norteamericana: la protesta de los campesinos fracasó, y la escena muestra la desolación de la derrota. Como se contempla el pueblo de pescadores de Maehuangri, también destruido por los ensayos de bombas del ejército norteamericano: Washington dispone en Corea del Sur de sesenta bases militares. En esa ocasión que documenta el fotógrafo, los campesinos fueron expulsados de sus propiedades, sin más. Pero no son expropiaciones caprichosas: todo ese despliegue militar norteamericano, la necesidad de nuevos terrenos y nuevas bases, forma parte de la política de acoso a Corea del Norte, y, más allá, de contención de China, porque es obvio que Pygongyang no representa una amenaza para Estados Unidos, por mucho que intente dotarse de armamento atómico. Corea del Norte es consciente de que los portaaviones norteamericanos de propulsión nuclear, y los submarinos dotados de armamento atómico, recalan en los puertos surcoreanos, y no precisamente como muestra de amistad.

En el Sur, la Ley de Seguridad Nacional, de 1948, convierte en delito cualquier opinión objetiva sobre Corea del Norte (mucho más, si es positiva), y sigue en vigor. La dura política capitalista desarrollada, que liga la represión política con un control social que incluso llevó a la esterilización forzosa de mujeres, se configuró alrededor de los grandes conglomerados industriales (creados durante los años de dictadura militar) que someten a los trabajadores a unos ritmos de trabajo infernales. El Sur es una sociedad donde no existe la protección social como se entiende en Europa, y donde las zonas rurales se están empobreciendo a marchas forzadas. Por añadidura, las tropas norteamericanas participan en la represión de las manifestaciones de protesta (junto a las fuerzas de choque de la policía y el servicio secreto surcoreano), aunque la explicación oficial es que acuden sólo como acompañantes. Entre las fotografías de Noh Suntag puede verse la imagen del policía blindado, ante el edificio de la Asamblea Nacional coreana, durante una protesta contra la guerra de Iraq. En el Sur están destinados casi cuarenta mil soldados norteamericanos. En 2004, Washington y Seúl acordaron la retirada de un tercio de los militares estadounidenses y la reducción del número de bases, pero es dudoso que ese plan llegue a aplicarse.

El presidente Roh Moo-hyun desarrolló una política de distensión con el Norte, pero fue duramente atacado por la derecha, que exigía, y sigue haciéndolo, el reforzamiento de la alianza entre Corea del Sur y Estados Unidos, convocando para ello grandes manifestaciones donde despliegan gigantescas banderas norteamericanas, que Noh Suntag documenta, como captura las plegarias de mujeres devotas (muchos surcoreanos son cristianos), que rezan por el reforzamiento de los lazos con Washington. De hecho, ¡la derecha radical en el Sur celebra el estallido de la guerra de Corea!, aunque no se detiene a pensar que la intervención norteamericana causó cuatro millones de muertos. Cuando Roh defendió la retirada de las tropas surcoreanas de Afganistán e Iraq, grandes manifestaciones de patriotas exigían que se enviasen más tropas a Iraq. Muchos de los ciudadanos del Sur que vemos en las fotografías de Noh Suntag son unos patriotas, pero quieren que su trozo de país siga ocupado y sea un satélite de Estados Unidos: los norteamericanos son, en el Sur, ocupantes y liberadores al mismo tiempo. Una situación difícil.

La derecha acusaba a Roh de ser “cómplice del desarrollo atómico del Norte” y de querer “regalar” el Sur a Pyongyang. Esa situación ha cambiado, porque su sucesor, Li Myung-bak, del Gran Partido Nacional, presidente del país desde febrero de 2008, aunque acepta sobre el papel la colaboración con Pygongyang, en realidad opta por una política de dureza. De igual forma, apoya el desarrollo de las negociaciones a seis bandas (las dos Coreas, China, Estados Unidos, Rusia, Japón) pero el duro nacionalismo y conservadurismo de la derecha tradicional dificulta su avance. El presidente Li Myung-bak, que dirigió durante casi treinta años la gran empresa Hyundai, es un viejo cómplice de la dictadura y de los militares y un duro partidario de la alianza con Estados Unidos por encima de cualquier otra consideración. Puede decirse que, de nuevo, el lenguaje de la guerra fría se ha apoderado de Seúl. La prohibición y persecución de los comunistas y el acoso a cualquier expresión de izquierda ha reducido el abanico político real al GPN y al Uri, Nuestro Partido.

La guerra de Corea, que todavía sigue encendiendo las conciencias, fue consecuencia de la presencia militar norteamericana en el Sur. Después de décadas de dominio japonés, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes del Norte temían que la artificial división del país se consolidase y que el Sur se convirtiese en territorio controlado por una nueva potencia imperialista, Estados Unidos: la decisión de liberar el conjunto del país explica la entrada de los soldados de Pyongyang en el Sur. Los soldados comunistas fueron recibidos como liberadores en Seúl, pero Estados Unidos no estaba dispuesto a retirarse de la península, cuando ya había iniciado la guerra fría contra la Unión Soviética. La reacción de las fuerzas norteamericanas fue feroz, utilizaron napalm y las nuevas bombas de demolición contra la población civil y las ciudades y comenzaron a avanzar hacia las fronteras de China. Ignorando las advertencias del gobierno de Mao (cuya revolución había triunfado en China hacía menos de nueve meses y que temía, con fundamento, que Estados Unidos continuase su avance hasta Pekín), las tropas de Estados Unidos llegaron hasta la frontera con China y todas las alarmas se encendieron para Mao, que envió trescientos mil soldados en ayuda de las tropas de Kim Il-sung.

La guerra duró tres años y causó más de cuatro millones de muertos. Estados Unidos sigue mintiendo sobre su responsabilidad en la guerra, y oculta su ferocidad: no sólo protagonizó matanzas ignominiosas y sembró con napalm los campos del país, sino que bombardeó a la población civil en el Norte y en el Sur, gracias a su aplastante superioridad aérea. De las veinte ciudades más pobladas del país, en el Norte y en el Sur, dieciocho fueron destruidas por los bombardeos norteamericanos. Sin embargo, la prensa del Sur y los periódicos norteamericanos ocultaron sistemáticamente los crímenes de guerra. Durante décadas, la reproducción de la pintura de Picasso, Masacre en Corea, que denunciaba las matanzas norteamericanas con la mirada de Goya, estuvo prohibida en el Sur. Decenas de miles de coreanos fueron ejecutados sumariamente por la acción conjunta de la dictadura surcoreana y los militares norteamericanos. Tres mil quinientos presos políticos de la cárcel de Busán, la mayoría comunistas, fueron ejecutados. En la ciudad de Daejeon, siete mil presos fueron fusilados: sus cuerpos siguen enterrados en fosas comunes que todos los gobiernos del Sur han impedido investigar. El verano del horror de 1950 sigue sin conocerse en toda su amplitud, pese a los esfuerzos de organismos de Corea del Sur como la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que cree, según sus investigaciones parciales, que, solo en 1950, cien mil comunistas o sospechosos de serlo fueron asesinados en el Sur. El golpe de Estado de 1979 endureció la represión, que fue feroz: en la ciudad de Kwangju, por ejemplo, más de doscientas personas fueron asesinadas. De hecho, en los medios de comunicación se ocultaba la huida de ciudadanos del Sur hacia países occidentales y hacia Corea del Norte, antes de su actual crisis económica. En esos años setenta y ochenta, centenares de personas murieron en las calles de las ciudades del Sur a causa de los disparos del ejército, y, como en América Latina, los “desaparecidos” se contaron por centenares.

La Ley de Seguridad Nacional, aprobada en el Sur, es aún hoy uno de los instrumentos más severos para la represión política, que persigue la “infiltración comunista” y controla que no se publiquen “opiniones comunistas”. Quienes se arriesgan a desobedecerla son condenados a duras penas de cárcel: en el Sur, la libertad de expresión es una ficción. Ni siquiera el gobierno de Roh Moo-hyun, que dirigió el país hasta 2008, pudo derogar esa infame ley. Esa legislación es la que permitió que la dictadura surcoreana llevara ante los pelotones de ejecución a decenas de miles de personas. La utilización de la tortura y de los asesinatos en las comisarías, prisiones y centro de detención era una práctica habitual. Todavía hoy existen presos políticos, y ser acusado de pertenecer al partido comunista conlleva años de prisión. En el verano de 1996, miles de estudiantes surcoreanos que habían ocupado la universidad de Yonsei, en Seúl, para exigir la reunificación del país, fueron detenidos y muchos acusados de connivencia con el Norte. Pese a la fachada formalmente democrática, el opresivo control sobre los ciudadanos ha hecho estallar grandes protestas exigiendo reformas democráticas.

A mediados de la década de los noventa, el presidente Clinton intentó marginar a Rusia de la negociación sobre la península coreana, sin conseguirlo, aunque Moscú ha perdido protagonismo en la cuestión: es China la gran potencia que está más interesada tanto en la firma de un tratado de paz como en la desnuclearización de la península, puesto que el mantenimiento de esa crisis abierta le crea problemas estratégicos y dificulta su acercamiento a Tokio y Seúl, que Pekín impulsa con obstinación para configurar en la zona el foco de mayor desarrollo económico mundial. Al mismo tiempo, Estados Unidos continúa elaborando planes de guerra y desarrolla ejercicios tácticos militares que contemplan una supuesta invasión del Sur por parte de la República Popular Democrática de Corea. Pese a todo, la colaboración entre las dos Coreas no se ha detenido, aunque los problemas son constantes. En Kaesong, Corea del Norte, se halla un centro industrial gestionado conjuntamente por los dos gobiernos coreanos, donde trabajan cuarenta y dos mil obreros del Norte en más de cien empresas surcoreanas. Pyongyang reclama aumentos salariales para sus obreros, que las empresas del Sur se resisten a aceptar. La cuestión de la desnuclearización de la península continua estando en el centro de todas las discusiones. Pyongyang se ha declarado dispuesta a reiniciar las negociaciones, pero todo depende de la voluntad de ambos gobiernos y, sobre todo, de la postura de Washington, puesto que China está muy interesada en desactivar un potencial foco de conflicto en sus fronteras orientales y opta decididamente por la desnuclearización. Pero los recientes enfrentamientos armados en la frontera complican más el futuro.

Wi Sung-lac, jefe de la delegación surcoreana en las negociaciones a seis bandas, ha declarado hace apenas unos días que un hipotético tratado de paz está en función de la desnuclearización de Corea del Norte, invirtiendo el lógico proceso para crear confianza entre las dos capitales coreanas: Pyongyang ha insistido que, si se firma un acuerdo de paz con Washington y Seúl, renunciaría de inmediato a su programa nuclear. Como es lógico, teme que, si se desarma primero, su suerte sea similar a la de Iraq o Afganistán, países invadidos por Estados Unidos con diferentes pretextos, o sufra ataques encubiertos como Irán, o abiertos como Yemen o Pakistán.

Las declaraciones de Wi eran relevantes porque el negociador surcoreano acaba de volver de una visita oficial a Estados Unidos, a finales de enero, donde mantuvo conversaciones con el responsable norteamericano para las negociaciones a seis bandas, Sung Kim, con el secretario adjunto de Estado, James Steinberg, y con el jefe del departamento que se encarga de la política hacia Corea del Norte, Stephen Bosworth. El encuentro tenía como objetivo adoptar una postura común y coordinar la política de Washington y Seúl ante la cuestión coreana. A mediados de enero, Pyongyang había hecho llegar a norteamericanos y surcoreanos su disposición a negociar de inmediato el desarme nuclear si se avanzaba hacia un tratado de paz y se levantaban las sanciones (impuestas por el Consejo de Seguridad en respuesta al ensayo nuclear efectuado por Corea del Norte). Pyongyang insiste en que la desnuclearización sería muy rápida, en caso de firmar la paz. No persigue, caprichosamente, convertirse en un país nuclear: busca su seguridad.

Pyongyang pretende la firma de un tratado de paz definitivo que sustituya al armisticio de 1953, pero Estados Unidos sigue invirtiendo los términos del problema, mientras Corea del Sur, prisionera de ese Estado de excepción que retrata con tanta precisión el fotógrafo Noh Suntag, sigue padeciendo la ocupación militar norteamericana, disfrazada hoy de acuerdos entre las partes, desde hace ya sesenta años.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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