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Título: Maldito socialismo, ¡cómo te echamos de menos!. Por Higinio Polo- Enlace 1 - Enlace 2

Texto del artículo:

15-03-2010

Maldito socialismo, ¡cómo te echamos de menos!

Higinio Polo
El Viejo Topo
http://rebelion.org/noticia.php?id=102272


Hace unas semanas, en Berlín, mientras los beneficiarios del cambio político en la
Europa del Este celebraban la desaparición del muro (y, sobre todo, del "socialismo
real") hace veinte años, como prueba manifiesta de la superioridad social del
capitalismo, la prensa internacional conservadora lanzó una de sus habituales
campañas propagandísticas para vender de nuevo la mentira del supuesto éxito
conseguido por el cambio político y económico en los antiguos países socialistas
europeos. La escenificación de una alegría impostada en ceremonias de auto alabanza
(con evidentes concesiones al nacionalismo alemán) y la presencia, y, después, las
imágenes difundidas por el mundo de Gorbachov, George Bush, Kohl, Merkel, Walesa y
otros (incluso Medveded) celebrando la "victoria sobre el comunismo", escondían el
sufrimiento social causado por el retroceso hacia el capitalismo en toda la Europa
oriental, y se revelaban como la gran mentira de los festejos de Berlín.
Hace un año, en enero de 2009, haciéndose eco de un estudio de la Universidad de
Oxford, el diario italiano Il Manifesto publicaba un artículo sobre las
consecuencias de las privatizaciones y de las reformas de la llamada terapia de
choque de Yeltsin y Gaidar en Rusia. El trabajo que citaba el diario italiano había
sido publicado en la revista médica Lancet y llevado a cabo por David Stuckler, de
la Universidad de Oxford, Lawrence King, de la Universidad de Cambridge, y Martin
McKee, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, utilizando datos de
organismos de la ONU, como la UNICEF, después de una investigación de cuatro años.
Un millón de muertos. Ese era el resultado de la investigación que concretaba el
aumento de la mortalidad (casi un trece por ciento, durante los años noventa) a
consecuencia del desempleo, las privatizaciones y la aplicación de las recetas
liberales que extendieron el hambre, la miseria y causaron la destrucción de la
economía rusa. Debe hacerse la precisión de que el estudio abarcó la mayor y más
poblada república soviética, pero que, de hecho, Rusia representa sólo la mitad de
la población que componían las quince repúblicas soviéticas, y tampoco abordaba lo
sucedido en el resto de países socialistas, que, juntos, sumaban otros cien millones
de habitantes. Ese estudio publicado en Lancet , por tanto, sólo habla de la
mortandad causada entre ciento cincuenta millones de habitantes, mientras que el
conjunto de la población de la Europa socialista alcanzaba los cuatrocientos
millones. No debe olvidarse, además, que esas cifras son estimaciones, puesto que
otros estudios elevan mucho más el número de víctimas: piénsese en el aumento de la
mortalidad infantil, en el retroceso de la natalidad, en el descenso de la población
(a veces, por la emigración; en otras, por causas distintas, que no siempre es fácil
clasificar). Ucrania, por ejemplo, ha descendido desde los 52 millones de habitantes
que tenía en el socialismo, en 1991, a los actuales 46 millones, dieciocho años
después.

Por supuesto, nada de eso se vio reflejado en los festejos de Berlín, ni el gobierno
pronorteamericano de Yushenko y Timoshenko, ni los países capitalistas occidentales
se han preguntado hasta ahora por la causa de un desastre demográfico de tal
magnitud. Y es sólo un ejemplo, aunque sea de los más dramáticos. La antigua RDA,
que contaba con dieciséis millones de habitantes, ha perdido dos, sobre todo por la
emigración, y muchas ciudades se están despoblando. Incluso el International Herald
Tribune (en su edición del 15 de enero de 2009) se hacía eco de la muerte prematura
de unos tres millones de personas en el conjunto de los antiguos países socialistas
europeos, según datos de los organismos de la ONU, y de la pérdida de unos diez
millones de personas en esos territorios. Ante el horror y la contundencia de las
cifras, Jeffrey Sachs (uno de los principales asesores de la terapia de choque
capitalista en Rusia y otros países) intentó descalificar esas estimaciones y, en
una carta a The Financial Times, consideró un éxito la reforma en Polonia, Chequia y
Eslovenia, al tiempo que achacaba la mortandad en la antigua URSS a una evolución
que se inició en la década de los sesenta del siglo XX, y a "la pobre dieta
alimenticia soviética" (afirmaciones que la excelente investigación de Serguei
Anatolevich Batchikov, Serguei Iurevich Glasev y Serguei Georguevich Kara-Murza, en
El libro blanco de Rusia. Las reformas neoliberales (1991-2004), deja por completo
en evidencia). Refutando a Sachs en esas mismas fechas, en una entrevista en The
Times, el premio Nobel Joseph Stiglitz afirmó que la terapia de choque fue "una
política económica desastrosa". El capitalismo ha llevado a la muerte a millones de
personas, y no sólo en anteriores etapas históricas, sino en estos últimos años. La
desaparición del socialismo europeo no fue un éxito, sino una catástrofe, y
centenares de miles de personas vivirían aún de no haber mediado ese desastre que
celebraban en Berlín.

* * *

Bajo el socialismo, con el trabajo, asegurado para toda la vida para cualquier
ciudadano, se disponía de casa, de asistencia médica, vacaciones y jubilación. Nadie
pensaba en el desempleo, ni en los desahucios y la falta de techo, ni en las
abusivas hipotecas de por vida, ni esperaba con temor una vejez desamparada y pobre.
La privatización trajo consigo la pérdida de millones de puestos de trabajo, el
desmantelamiento de buena parte de la industria, creó una espantosa corrupción, y.
además, desató la miseria, la desesperación, el aumento del alcoholismo, de los
suicidios, el abandono de niños, las pensiones de miseria, la introducción de ciegos
criterios de mercado por encima del interés social, mientras se enriquecía una
minoría.

El desastre en las instituciones científicas, el retroceso en la investigación, la
ruina de la cultura, la introducción desde el Occidente capitalista de los más
banales y zafios recursos de entretenimiento y alienamiento popular, la planificada
destrucción de las costumbres sociales de ayuda mutua y solidaridad, fue acompañada
por la exaltación del egoísmo personal y la búsqueda del bien privado, porque lo
común pasó a ser considerado sospechoso por el nuevo poder capitalista. El
desmantelamiento de la sanidad pública, el aumento de los precios de las medicinas,
la reducción de la esperanza de vida, afectaron de manera determinante a la
población. Todavía desconocemos las cifras de suicidios, las muertes causadas por el
alcoholismo de quienes habían caído en la desesperación; la mortalidad debida a la
proliferación de enfermedades como la tuberculosis, que afectan ahora a millones de
personas, el destino de muchos de los centenares de miles de vagabundos y de niños
abandonados que llenaron toda la geografía de la Europa oriental, y que siguen
viéndose hoy, que fueron consecuencia directa de la salvaje implantación del
capitalismo. Si hace dos décadas el hambre era desconocido en toda la Europa
oriental, hoy afecta a millones de personas. Se dispone de algunas estadísticas
parciales: en Ucrania, hoy, por ejemplo, un millón y medio de personas pasa hambre.

Esa política, impulsada en Rusia por el sanguinario Yeltsin, y por personajes como
Gaidar y Chubais, tenía detrás a académicos norteamericanos neoliberales como el
citado Jeffrey Sachs, y suecos como Anders Åslund (ayer, asesor económico en Rusia y
Ucrania, y hoy responsable del programa ruso y euroasiático de Carnegie Endowment
for International Peace de Washington), y sus ideas recibieron el apoyo entusiasta
de Estados Unidos, con Clinton al frente (el presidente a quien tanta risa daban las
ocurrencias del alcoholizado Yeltsin); tenían el sostén de Alemania, con Helmut
Kohl; de Gran Bretaña, bajo John Major; y de Francia, con Mitterrand, y, después,
Chirac.

Con apoyo occidental se produjo el mayor robo de la historia de la humanidad, en la
Unión Soviética y en el resto de países socialistas europeos. No hubo frenos al
latrocinio. Incluso, como ocurrió en Bulgaria, llegaron a devolver al rey Simeón
¡más tierras de las que poseía antes de la nacionalización decretada al finalizar la
Segunda Guerra Mundial! Solamente en la RDA, aunque suele alegarse el gran volumen
de las "ayudas" desde la RFA a las nuevas regiones del Este, se oculta que Bonn se
apoderó de todo el patrimonio nacional de la RDA, que tenía un valor calculado en el
doble de los desembolsos realizados por Bonn: la deliberada destrucción de la
industria del Este alemán, exigida por los empresarios y aplicada por el gobierno
occidental, forzó a la emigración de centenares de miles de ciudadanos y aceleró el
envejecimiento de todo el territorio oriental. También las mujeres perdieron: en la
RDA, trabajaban el 92 % de ellas; hoy, apenas el 69 %. Libertad. para emigrar, y
para morir.

Esa realidad es conocida por los investigadores y por los gobiernos, pero no por
ello se sienten aludidos los liberales: algunos, aunque no pueden dejar de reconocer
el desastre, insisten en las ventajas a largo plazo de la implantación del
capitalismo en la Europa del Este. Veinte años después de la desaparición de los
sistemas socialistas que gobernaban la Europa del Este, la bien engrasada maquinaria
propagandística de los medios de comunicación sigue remachando el clavo de la
interpretación sobre aquellos hechos: manejando ideas simples para asuntos
complejos, liquidan el expediente evocando la supuesta "rebelión popular contra el
socialismo", para terminar felicitándose, interesadamente, por la "muerte del
comunismo" y el "triunfo de la libertad". Además del recurso a la deshonesta y falsa
equivalencia entre nazismo y comunismo, los defensores del capitalismo utilizan
otros argumentos. La equiparación entre democracia y capitalismo fue sólo una de las
muchas astucias de tramposos que los laboratorios ideológicos del liberalismo
desarrollaron con éxito en la Europa del Este, pese a la evidencia de que el
capitalismo no trae consigo la democracia: de hecho, ha convivido y convive con
regímenes dictatoriales, monarquías autoritarias, estados expansionistas y
belicistas, democracias tuteladas, y, también, con el nazismo y el fascismo. Porque
la actual democracia liberal (corrompida por el poder del dinero) es sólo una de las
formas políticas que ha adoptado el capitalismo. Otra de las trampas que utilizan
los liberales es la condena universal del socialismo por los excesos y crímenes del
pasado, mientras que el capitalismo es presentado como carente de historia:
parecería que ni el colonialismo, el imperialismo, las matanzas y la represión en
todos los países, existieron nunca, y, si se recuerdan, son para considerarlos
fenómenos históricos que no tienen nada que ver con el capitalismo actual, pese a
las guerras que mantiene. Para la propaganda liberal, ese capitalismo está
representado apenas por los países más desarrollados, no por los más pobres: es
Francia, no Egipto; es Alemania, pero no Indonesia; es Estados Unidos, pero no
Haití. El entusiasmo liberal por la revisión de la historia llega al extremo de
querer equiparar comunismo y nazismo por el procedimiento de negar la evidente
filiación del fascismo con el capitalismo, y con la abusiva utilización del término
"totalitario" que permite crear el espejismo de un capitalismo "democrático" que se
habría opuesto al totalitarismo de nazis y comunistas, idea que no resiste la menor
comprobación empírica, porque el nazismo y el fascismo no fueron derrotados por las
potencias capitalistas sino por el socialismo soviético.

Nikolái Rizhkov, que fue, desde 1985 hasta 1990, presidente del gobierno soviético
con Gorbachov, y que hoy, como senador, defiende la política de Putin, considera que
"la desaparición de la URSS fue una tragedia", y todos los indicadores sociales y
económicos lo confirman. No sólo en lo económico: Rizkhov cree que Gorbachov negoció
mal el "asunto alemán" y que nunca debió aceptar que la Alemania unificada
permaneciese en la OTAN. Esa imposición estimuló la voracidad y la ampliación
posterior de esa alianza, que ha llegado a engullir incluso a tres antiguas
repúblicas soviéticas, y a establecer cuarteles norteamericanos en las puertas de
Rusia. El Pacto de Varsovia fue desmantelado; la OTAN sigue planificando guerras. Se
seguirá discutiendo durante mucho tiempo sobre esa catástrofe. Hoy, las diversas
explicaciones llegan desde la indigencia intelectual y la deshonestidad política de
los medios liberales, pasando por la severidad de un sector de la izquierda
(socialdemócrata, trotskista, anarquista) que condena, a veces sin matices, la
experiencia del socialismo real , y terminando con la hagiografía de otro sector de
la izquierda (comunista) que rechaza cualquier análisis crítico de la realidad de
los antiguos países socialistas europeos. También, figuran las de quienes intentan
ser equilibrados y honestos a la hora de juzgar lo que fue el "socialismo real" y,
sobre todo, lo que ha supuesto para la población el retorno al capitalismo.

Desde la Polonia que acaba de prohibir la bandera roja y los símbolos comunistas
(igual que hicieron Hitler, o Franco, o Mussolini), desde la Chequia que intenta
prohibir ahora el partido comunista; desde los países bálticos, que con su feroz
falsificación histórica relegan a los comunistas a la clandestinidad y absuelven a
los nazis locales de su complicidad con el Reich hitleriano; desde la Alemania unida
que persigue el recuerdo de la RDA, o desde la Rusia que quiere destruir al partido
comunista, todos esos países, unidos al gran altavoz de la propaganda liberal que
tiene su centro en Estados Unidos, se agrupan tras Washington en una poderosa
coalición que sigue saludando como una gran victoria de la libertad el vendaval que
se inició en 1989 y culminó, primero, en 1991, con la desaparición de la URSS, y
finalmente, en 1993, con el golpe de Estado de Yeltsin en Rusia, que consolidó la
vía golpista al capitalismo.

La política de Gorbachov segó la hierba bajo los pies de los dirigentes comunistas
europeos, porque estimuló las protestas y anunció tácitamente que Moscú no movería
un dedo para sostener a la Europa oriental. Incluso se estimularon las protestas:
los gobiernos se vieron abocados a iniciar improvisadamente reformas, a entablar
procesos de negociación con la oposición y, en última instancia, a ceder el poder.
No obstante, pese al análisis predominante que hoy se hace en Occidente (sostenido
con entusiasmo por los beneficiarios del cambio de régimen: una mezcla, según los
países, de antiguos disidentes, viejos "comunistas" reconvertidos al capitalismo y
nuevos burgueses surgidos de la rapiña y el caos), que puede resumirse en la falsa
foto fija de una "rebelión contra el socialismo", lo cierto es que las
manifestaciones de 1989 en la Europa del Este no reclamaban nunca el capitalismo:
querían reformar el socialismo, acabar con el autoritarismo y los abusos del poder
comunista, conquistar la libertad y acabar con el temor reverencial al poder,
conservando las estructuras económicas del socialismo. Sin embargo, las
explicaciones no son sencillas, y aunque desconocemos todavía buena parte de las
complicidades y de la acción que desarrollaron las grandes potencias, no se sostiene
la interpretación liberal de un hartazgo popular, porque buena parte de la población
permaneció a la expectativa. La supuesta rebelión popular en Rumania contra
Ceaucescu, por ejemplo, nunca existió: hubo importantes y nutridas manifestaciones,
sí, pero el general Stanculescu ha revelado recientemente que el golpe de 1989 que
terminó con la sentencia a muerte del presidente del país contó con la complicidad
soviética y norteamericana. Al margen del turbio carácter del personaje, y de su
afán por justificar su papel, lo cierto es que seguimos desconociendo muchos
aspectos de los acontecimientos de ese año, y no sólo en Rumania, aunque no todos
obedecen a causas conspiratorias. Es cierto que las maniobras y operaciones
planificadas operaron sobre un descontento popular que se manifestaba en la
población católica polaca, en la insatisfacción por la limitación de movimientos en
la RDA, Hungría o Checoslovaquia, en la escasez de abastecimientos en Rumania,
Bulgaria o la URSS, y en la aspiración a la libertad, pero la clave está en la
pasividad del Moscú de Gorbachov y en la incapacidad de los gobiernos comunistas
para afrontar y canalizar unas protestas pacíficas que, en su origen, no iban
masivamente contra el socialismo: ni siquiera tras el hundimiento de la Europa
socialista en 1989, en la URSS que veía crecer la demagogia de Yeltsin y que le
llevó a ganar las elecciones rusas y a disolver la Unión Soviética en 1991, nunca su
gobierno se atrevió a explicar a la población que su propósito era implantar el
capitalismo.

Uno de los mecanismos de robo impuestos a la población fueron las altas tasas de
inflación en toda la zona (¡que llegaron a superar los tres dígitos!) a causa de la
decretada liberalización de precios, lo que supuso una brutal devaluación de los
ahorros de la población. Junto a ello, la masiva desindustrialización, que llevó a
caídas de la producción superiores al 50 % en muchos países, y la consiguiente
introducción de capital, tecnología y empresas occidentales que se apoderaron de la
estructura productiva en Checoslovaquia, Hungría, Polonia y otros países. El aumento
de los precios no fue equilibrado con un aumento de los salarios, y esa fue una de
las vías para favorecer la acumulación de los nuevos capitalistas y para desarmar
cualquier conato de protesta, porque la población debía emplear toda su energía en
asegurarse el sustento diario, siempre por debajo de la dieta alimenticia habitual
que tenía en el socialismo. Los salarios continúan siendo hoy mucho más bajos que en
el occidente europeo, y eso explica la instalación de empresas occidentales para
explotar una mano de obra barata, pero educada y con gran capacidad técnica. La
privatización de los bienes del Estado (a través de ventas amañadas, subastas
falseadas o "reparto" de participaciones que, inevitablemente, acabaron en manos de
los nuevos capitalistas) trajo consigo un cambio total de propiedad, de la que se
aprovechó la gran empresa occidental. Los nuevos bancos que operan en la Europa
oriental, por ejemplo, son controlados casi en su totalidad por capital extranjero,
y la introducción de las empresas capitalistas europeas buscó desde el principio
apoderarse de buena parte de los sectores económicos de cada país, junto a la
explotación de mano de obra y la especulación financiera y urbanística, y, en
ocasiones, a la creación de "industrias" tan repulsivas como la que se dedica a la
pornografía en Budapest, convertida en el mayor centro europeo de ese negocio.

La deuda externa combinada de los países europeos orientales en 2008, excluida
Rusia, superaba con mucho (en casi 200.000 millones de euros) el monto total de las
inversiones extranjeras (que han sido de unos 450.000 millones) acumuladas en los
casi veinte años anteriores: un mal negocio, desde cualquier punto de vista. La
emigración ha supuesto un golpe demoledor para la mayoría de los países, y, al
tiempo, un recurso inevitable para la subsistencia de muchas familias. Aunque las
estadísticas son precarias e incompletas, sabemos que más de un millón de polacos
han emigrado a Gran Bretaña, y contingentes numerosos a otros países, y el gobierno
de Bucarest considera que tres millones de rumanos han abandonado el país. También,
sabemos que casi cuatrocientos mil moldavos han emigrado, casi el diez por ciento de
la población. Centenares de miles de niños han sido abandonados por sus padres, o
han quedado al cuidado de otros familiares. En Polonia, unos quince mil niños han
terminado en orfanatos. El fenómeno es particularmente grave en Ucrania, Moldavia,
Rumania y Bulgaria. Solamente en Rumania, según la Fundación Soros (que no es
sospechosa, precisamente, de tener simpatías por el viejo socialismo real), hay
trescientos cincuenta mil niños abandonados. El corolario de todo ello es el aumento
de la delincuencia, de la explotación sexual de muchos de esos niños, del tráfico de
personas. La caída de la esperanza de vida ha sido también constante y documentada
por entidades locales e internacionales. Agrupando a todos los antiguos países
socialistas europeos y las dos mayores repúblicas soviéticas, Rusia y Ucrania, en
1993 hubo casi 700.000 muertes más que en 1989. En un solo año. El fenómeno, aunque
con altibajos, fue constante durante toda la década final del siglo XX. Esa terrible
mortandad debe tenerse en cuenta al hablar del supuesto "éxito" de la transición del
socialismo al capitalismo.

Ahora, tras veinte años de capitalismo, las recetas que gobiernos, e instituciones
como el FMI, aplican contra la crisis en que se encuentran los países del Este
europeo son las tradicionales del más feroz liberalismo: nuevas reducciones
salariales, aumento de impuestos a la población, recortes sociales, reducción de
pensiones, desmantelamiento de servicios, con el aumento consiguiente de la pobreza.
La omnipresente corrupción, con raíces propias pero también instigada por la
actuación de los empresarios occidentales; la degradación cultural, con dramáticas
caídas de los índices de lectura y la desaparición o emigración de buena parte de
los científicos y de las instituciones dedicadas a la investigación y la cultura; la
destrucción de los valores de solidaridad, que ha sido constante y sistemática,
sustituyéndolos por la noción del éxito y del enriquecimiento rápido, definen un
amenazador futuro inmediato.

Junto a ello, los rasgos populistas, nacionalistas e incluso racistas (cuando no
directamente fascistas, como se ha visto en la rehabilitación de los nazis locales
en los países bálticos) han impregnado el discurso político de las nuevas élites,
que, además, juzgan razonable acompañar en aventuras militares exteriores a
Washington, como ha ocurrido en Iraq y Afganistán. La sumisión de las nuevas élites
gobernantes de los países de la Europa del Este a los Estados Unidos se constata en
la humillante carta suscrita, con ocasión de la agresión de Georgia a Osetia del Sur
en el verano de 2008, por antiguos presidentes de algunos países, como el polaco
Lech Walesa, el checo Vaclav Havel, la letona Vaira Vike-Freiberga, el lituano
Valdas Adamkus, entre otros (todos, anteriores cómplices de las sanguinarias
aventuras bélicas de Bush), donde se alarmaban por el descenso del atractivo de
Estados Unidos entre la población de sus países, se declaraban decididos
"atlantistas", y llamaban a "defender a Georgia" y a incluir a este país y a Ucrania
en la OTAN, además de a evitar la influencia de Rusia en la Europa oriental y a
limitar la capacidad de exportación de hidrocarburos rusos hacia el resto del
continente: sin percatarse, esos aplicados discípulos de Washington, definían un
completo programa de expansión para Washington en la zona. firmado por quienes ayer
se proclamaban celosos defensores de la libertad y la independencia de sus países.

La agencia Reuters informaba recientemente de la nostalgia del socialismo entre la
población de la Europa del Este: apenas el treinta por ciento de los ucranianos es
partidario del cambio producido (en 1991, un 72 % llegó a creer que la conversión
sería positiva), en Lituania y Bulgaria ya son mayoría quienes rechazan el cambio; y
en Hungría, el 70 % de quienes eran adultos en 1989, confiesa su decepción por el
capitalismo y por el abandono del socialismo. Algo similar ocurre en los países que
formaron la antigua Yugoslavia. En Alemania del Este apenas una cuarta parte de la
población se siente ciudadana plena de la nueva Alemania. Y en Rusia todas las
encuestas siguen recogiendo que la mayoría de la población considera una tragedia la
desaparición de la URSS. Lo mismo ocurre en las otras repúblicas soviéticas.

Es cierto que muchos aspectos negativos del socialismo real han sido olvidados por
la población, sin duda porque el hecho incontestable es que la libertad no existe
con la precariedad, el desempleo, la incertidumbre, la corrupción, el miedo al
futuro. No obstante, aunque no sea el objeto de estas líneas, la aspiración a la
libertad y a formas de participación reales en la antigua Europa socialista eran
cuestiones de máxima relevancia que fueron ignoradas en los países del socialismo
real, como los serios desajustes de su economía que se pusieron de manifiesto a lo
largo de la década de los años ochenta. La constatación del desastre social de la
restauración capitalista hace aumentar la nostalgia en toda la antigua Europa
socialista, pero no resuelve los problemas actuales de la población, porque la
reconstrucción de los instrumentos de oposición capaces de proponer opciones
socialistas viables no será sencilla: la mayoría de los partidos comunistas fueron
destruidos, sus miembros, perseguidos, la ideología comunista sistemáticamente
difamada, y los gobiernos y partidos liberales mantienen un control absoluto de los
medios de comunicación. Los comunistas rusos hablan de la naturaleza criminal del
actual régimen ruso, pero la clase obrera soviética ha sido en gran parte destruida
por el proceso de desmantelamiento industrial, y eso limita su capacidad de lucha.
Pese a ello, subsisten importantes partidos comunistas en Rusia, República Checa y
Ucrania, y se ha creado un nuevo referente en Alemania.

A la vista del sufrimiento social causado en estas dos décadas, debemos concluir que
no había nada que celebrar en Berlín, aunque los muros nunca sean una apuesta por el
futuro. La terapia de choque fue un experimento social, del cual el capitalismo no
se hace ahora responsable, que se convirtió en una verdadera matanza de dimensiones
aterradoras. En toda la Europa oriental, la muerte cabalgó sobre la privatización y
el capitalismo. Veinte años después, los ciudadanos de esos países recuerdan las
insuficiencias del socialismo real, el autoritarismo, la represión de toda
disidencia, el obsesivo control, pero cultivan también la nostalgia de un pasado
cercano donde, a pesar de todo, la vida era más humana que ahora, y, por eso,
parecen decirnos: Maldito socialismo, cómo te echamos de menos.

Referencia:
http://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736%2809%2960005-2/abstract

Fuente: Publicado en el nº 265 de El Viejo Topo, febrero de 2010.

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