EL "PROBLEMA ESPAÑOL" 

 Todo no vale

Juan Mari Atutxa Mendiola, Presidente del Parlamento vasco
 Martes, 17 de septiembre de 2002
 El lenguaje jurídico es complejo y de difícil comprensión para quienes no
somos expertos en derecho. Los hechos a que da lugar, sin embargo, suelen
ser mucho más comprensibles. A la luz de los hechos, el segundo de los autos
del juez Baltasar Garzón, en torno a la disolución del grupo parlamentario
Araba, Bizkaia eta Gipuzkoako Sozialista Abertzaleak es el disparate más
formidable desarrollado en el estado español, desde que se aprobó la
Constitución, contra uno de los principios básicos del sistema: la división
de poderes.
 En los sistemas democráticos los gobiernos, bajo el imperio de la
ley, ejercen las tareas ejecutivas. El parlamento, el poder legislativo,
hace las leyes. Los jueces, las aplican. Lo que resulta verdaderamente
insólito es que un juez pretenda obligar al Parlamento a cambiar leyes. Y
eso es, exactamente, a lo que conduce la resolución que, en su segundo auto,
plantea Baltasar Garzón.
 En efecto. La pretensión de Garzón no se ajusta a derecho porque
vulnera numerosos preceptos legales y desconoce principios básicos de la
doctrina jurisprudencial sobre el régimen legal de los parlamentarios y los
grupos que forman, revelando una osadía procesal temeraria. Pero lo más
grave es que lo que pretende sólo puede cumplirse, como dice bien el Informe
de nuestros servicios jurídicos, obligando al legislativo a cambiar su
Reglamento, una norma con rango de ley. Tal procedimiento para alcanzar la
"eficacia" pretendida obliga, no sólo a admitir que un juez dispone de
iniciativa legislativa, sino también a determinar el sentido del voto de
todos los parlamentarios para garantizar el resultado que el juez pretende.
 No hace falta ser un experto en derecho para comprender lo que esto
significa. Admitir este precedente es imposible. Un ejemplo ajeno al ámbito
parlamentario ilustra la gravedad de lo ocurrido: Imaginen que un juez
instruye una causa relacionada con la violencia doméstica y considera
razonable hacer carteles con la foto y el nombre del agresor y pegarlos por
la calle. Para ello dicta un auto que, además de afectar al procesado obliga
a terceros que siquiera pueden recurrir. Para resolver los problemas de
legalidad que tiene la medida, manda además otro auto al Parlamento para que
incluyan en la ley una previsión que legalice el mandato. En cualquier
cámara legislativa, además de dar por no recibido el auto, las carcajadas
quedarían para la historia, porque, en ese régimen, las elecciones serían
superfluas. Ya dirían los jueces qué, cómo y cuándo legislar.
 En nuestro caso eso es exactamente lo que ha ocurrido. El informe
jurídico elaborado por los servicios del Parlamento vasco sostiene que el
juez no cumple la ley cuando propone medidas no recogidas en el ordenamiento
y contradictorias con la legalidad, incluso la derivada de la reciente y mal
llamada "ley de partidos", y opuestas a toda la doctrina científica y la
jurisprudencia constitucional existente sobre el régimen jurídico de los
parlamentarios. Esto podría repararse con un recurso si el Parlamento
pudiese interponerlo, pero el procedimiento utilizado es tan atípico que
siquiera tenemos esa posibilidad. En primer lugar, porque no somos parte en
el proceso. En segundo término porque una intromisión como la ocurrida es
tan insólita que el legislador no la ha previsto. La ley no prevé un
conflicto de jurisdicción entre el Parlamento y el poder judicial porque
nadie en su sano juicio puede imaginar que un juez se arrogue la iniciativa
legislativa.
 Este asunto es relevante porque la garantía que contrapesa el
carácter obligatorio de las resoluciones de los jueces es la oportunidad que
tienen los afectados para recurrir. Esa garantía queda aquí igualmente
abolida. Por eso el único camino para obtener esa revisión es la denuncia
por usurpación de atribuciones, actuación que cubre los dos aspectos de la
cuestión, el disparate dogmático y la ausencia de garantías para una de las
partes afectadas.
 Pero, hay más. El informe de nuestros servicios jurídicos señala que
las resoluciones de los jueces deben cumplirse pero añade que el Reglamento
del Parlamento, una Ley, carece de los mecanismos necesarios para ejecutar
la orden del juez. Por eso sostiene que, el único modo de acatar esa
resolución, es introducir una modificación en el mismo. Esa variación no
puede realizarse de cualquier modo. Debe promoverse desde el propio
Parlamento. Para que tenga la necesaria fuerza de ley debe obtener más votos
a favor que en contra en la Junta de Portavoces, en lo que es un ejercicio
indiscutible de capacidad legislativa. Nadie puede sostener razonablemente
que magistrado alguno, por muy superjuez que se sienta, pueda obligar a esto
y menos aún que determine el sentido del voto de ningún parlamentario. No
defendemos pues a Batasuna, sino la misma sustancia del sistema: La
autonomía de TODOS los parlamentarios y los derechos de todos los ciudadanos
que votan para que se representen sus posiciones en la cámara.
 Esta realidad es particularmente visible si se analiza lo ocurrido
en el Parlamento de Navarra en donde se votó el acuerdo necesario para
cambiar el reglamento en la Junta de Portavoces. De aceptarse los criterios
que se proyectan sobre nuestra decisión ¿Podría procesarse por desacato a
los parlamentarios que votaron contra la modificación del Reglamento? ¿Y si
llegan a ser mayoría y no se aprueba la resolución que modificaba el
Reglamento, cómo se hubiese efectuado la disolución? ¿Sería posible el
procesamiento? ¿A qué efectos hubiese dado lugar una votación en sentido
contrario? Por eso vamos a remitir también este expediente a las facultades
de derecho. Es, sin duda, novedad mundial.
 Más penoso resulta aún comprobar que los análisis, pretendidamente
sesudos, que se han realizado sobre nuestra decisión "casualmente" obvian
este disparate. Como muchas otras veces la mala fe, la manipulación, o el
ruido "político" quizá tapen el asunto. Hoy, como todos los días, he tenido
que tomar algunas precauciones para que ETA no me asesine. Mientras
realizaba ejercicios de camuflaje realmente chuscos para poder llegar al
trabajo, como todos los días, leía que por sostener una obviedad
institucional como la descrita, soy poco menos que un colaborador de ETA. En
la radio, algunos defendían ardorosamente que es un principio aceptable que
los parlamentarios estén obligados a hacer leyes cómo, cuando y en el
sentido en que pretenda Baltasar Garzón.
 Como es habitual, la catarata de descalificaciones no se ha basado
en lo que realmente ocurrió, sino en lo que se interpreta que ocurrió,
aunque carezca de soporte alguno. Por eso, en muchos lugares "entender", es
decir, "opinar", "pensar que", el auto es nulo de pleno derecho se tradujo
por "declarar", facultad que el Parlamento ni tiene, ni ha ejercido, ni
ejercerá. Eso se aprovechó para suponer que la Mesa incumplía el auto
basándose en esa inexistente declaración. No se destacó, por cierto, que lo
que la Mesa sí "declara" es que opera como lo hace porque no hay
herramientas jurídicas para ejecutar el auto y disolver el grupo y que
acuerda remitir su posición al juez con la intención de que, a falta de la
vía del recurso, tenga oportunidad de analizarlo a la luz de estas
"pequeñas" consideraciones.
 Una de las más lamentables experiencias, en mi etapa como consejero
de Interior del Gobierno vasco, fue el episodio que concluyó con la fuga del
asesino confeso y sonriente de los ertzainas Iñaki Mendiluce y José Luis
González Villanueva. Un jurado popular absolvió a la persona que les quitó,
bárbaramente, la vida. Posteriormente se anuló el veredicto y se preparó un
nuevo juicio. Mientras se daban los pasos para tomar esta decisión, desde
Interior tuvimos la certeza de que se iba a escapar. No hubo procedimiento
legal alguno capaz de facultarnos para detenerle y evitar su fuga.
Legalmente era un ciudadano libre, inocente y poseedor de todos sus derechos
civiles.
 Hoy, aún, no sabemos dónde está. Para más INRI, tras sufrir estas
dos graves humillaciones tuvimos que aguantar editoriales insultantes en
algunos periódicos, preguntas parlamentarias y algún otro estímulo semejante
de algunos siempre más teóricos y cínicos, que prácticos defensores de la
Constitución, las Libertades, el Estado de Derecho o la Er-tzaintza. Aunque
las críticas eran previsibles no se nos ocurrió mantener secuestrado en una
cabaña a Mikel Otegi hasta que la ley nos permitiese detenerlo. Eso es
ilegal y de hacerlo no solo hubiésemos sido criticados por ello. Hubiésemos
cometido un delito. Tampoco se nos ocurrió elaborar un decreto obligando al
Tribunal a condenar a Mikel Otegi. Hubiese sido tan ineficaz como
pintoresco. Ahora parece que actitudes aún más exóticas deben ser
aplaudidas. Deberíamos, de una vez, ser conscientes de que contra el
terrorismo, contra el delito, no vale todo. Hay que cumplir la Ley.


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