El
CHILE de Salvador Allende vs. el dictador genocida Pinochet
Chile: 1973-2002
Discurso en La Habana
Chile: 1973-2002 Discurso en La Habana Beatriz
Allende El pueblo cubano,
desde luego, conoce la realidad, pero en muchos otros países la campaña
de mentiras levantadas por la junta fascista y secundada por las
agencias del imperialismo norteamericano pretende correr una cortina
sobre los hechos que ocurrieron en La Moneda, trinchera de combate del
presidente Allende. Vengo a ratificarles
que el presidente de Chile combatió hasta el final con el arma en la
mano. Que defendió hasta el último aliento el mandato que su pueblo le
había entregado, que era la causa de la revolución chilena, la causa
del socialismo. El presidente
Salvador Allende cayó bajo las balas enemigas como un soldado de la
revolución, sin claudicaciones de ningún tipo, con la absoluta
confianza, con el optimismo de quien sabe que el pueblo de Chile se
sobrepondría a cualquier revés y que lucharía sin tregua hasta
conquistar la victoria definitiva. El cayó con
invariable confianza en la fuerza de su pueblo, con plena conciencia del
significado histórico que habría de tener su actitud al defender con
su vida la causa de los trabajadores y de los humildes de su patria. Pero hay algo más:
Cuba y Fidel estuvieron presentes en sus palabras y en su corazón en
aquellos instantes difíciles. Fuimos testigos de su lealtad hasta la
muerte, de los lazos de profundo afecto que lo ataban a este pueblo, a
su revolución y a su comandante en jefe, Fidel Castro. Prácticamente
todo el último mes que precedió al golpe del 11 de septiembre lo
vivimos en guardia permanente. Apenas pasaba un día sin que surgieran
rumores de alzamientos militares y de golpes de estado. Esa mañana del
martes 11 recibimos noticias inquietantes y supimos que el presidente
Allende muy temprano había marchado hacia Palacio. Hacia allá nos
dirigimos aún sin conocer la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Fue sólo en el
trayecto hacia La Moneda, al tener que sortear en varias oportunidades
las barreras de Carabineros, quienes en franca actitud hostil impedían
el paso hacia la casa de gobierno, lo que nos hizo comprender la
gravedad de la situación. Logramos llegar a La
Moneda aproximadamente faltando diez minutos para las nueve. En su
interior estaba la guardia normal de Carabineros, los cuales tenían a
su cargo la protección de Palacio. No obstante, antes de entrar al
edificio habíamos visto a carabineros de los alrededores en plan de
rendición o de plegarse al golpe. En La Moneda
confirmamos de inmediato que se trataba de un golpe de estado completo
con la participación de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y
Carabineros. Dentro del edificio
el clima era de actividad combativa, apoyaban al presidente un grupo
mayor que lo habitual de compañeros de su seguridad personal, los
cuales habían ocupado sus puestos de combate. Se había distribuido el
escaso armamento pesado. Además, se integró un grupo del Servicio de
Investigaciones que siempre trabajó en coordinación con los compañeros
de seguridad personal. Se encontraban también
un grupo de ministros, subsecretarios, exministros, técnicos, personal
de prensa y de radio. Estaban presentes médicos, enfermeros, personal
de la planta administrativa de La Moneda, los que no quisieron abandonar
el lugar, decidiéndose a combatir junto a Allende. Estaban, por último,
sus colaboradores más cercanos. De todos éstos, once eran mujeres. Al pasarle una de
las numerosas llamadas telefónicas que se estaban recibiendo, lo vi por
primera vez en ese día. Estaba sereno, escuchaba con tranquilidad las
diferentes informaciones que se le entregaban y daba órdenes y
respuestas que no admitían discusión. Personalmente había
recorrido ya y recorrería en varias ocasiones más los puestos de
combate corrigiendo la posición de fuego de algunos compañeros. Pronto se iniciaría
el fuego de infantería, el ataque de los tanques y de la artillería
golpista sobre el Palacio Presidencial. Nuestros compañeros respondían
con sus armas. Supimos que desde temprano los militares golpistas
conminaban repetidamente al presidente para que se rindiera, pero él
rechazó siempre en forma tajante e inapelable todos los ultimátums que
le hicieron los golpistas. Jamás le observamos
dudar un solo instante. Por el contrario, siempre reafirmaba su decisión
de combatir hasta el final y de no entregarse a los militares traidores,
a los que ya llamaba por sus nombres: fascistas. También supe que
desde por la mañana había recibido visitas y continuaría recibiendo
llamadas de los partidos de la Unidad Popular y del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria, manifestándoles sus decisiones de combatir. Le llamó por teléfono
en varias ocasiones uno de los generales traidores llamado Baeza. Supe
también que le habían ofrecido un avión donde podía irse con su
familia y colaboradores para el lugar donde él quisiera. El presidente
les respondió que como generales traidores no podían conocer lo que
era un hombre de honor, despidiéndolos, indignado, con tan fuertes
palabras que no pudiéramos repetir aquí. El presidente tomaba medidas
para librar un combate largo, se desplazaba continuamente de un lugar a
otro. Pidió se revisaran los lugares más seguros para proteger a los
combatientes de los futuros bombardeos aéreos. Se informaba de la
cantidad de alimentos y agua almacenada. Impartió órdenes
de que el grupo médico tuviese listo el pabellón quirúrgico para
atender a los heridos. Designó a un compañero para que agrupara a las
mujeres y llevarlas a un lugar seguro mientras se les convencía de que
debían abandonar La Moneda. Pidió que se
quemara la documentación, incluso la personal, que pudiera comprometer
a otros revolucionarios. Envió hacia el exterior a tres compañeros,
dos de ellos mujeres, a cumplir una misión en favor de la futura
resistencia. Ya en aquellos
momentos supimos que los carabineros destinados a la protección de
Palacio se habían plegado a la junta fascista. Pude después
conversar un momento a solas con el presidente. Me dijo otra vez que iba
a combatir hasta el final. Que para él estaba sumamente claro lo que
iba a pasar, pero que tomaría las medidas para que el combate se
librara de la mejor forma. Que iba a ser duro, en condiciones
desventajosas. Sin embargo, agregó que era consciente de que ésa era
la única actitud que le cabía como revolucionario, como presidente
constitucional, defendiendo la autoridad que el pueblo le había
entregado. Y al no rendirse ni entregarse jamás, dejaría en evidencia
a todos los militares traidores y fascistas. Manifestó su
preocupación por las compañeras que estaban allí, por su hija Isabel.
Que todas deberían salir del palacio y además preocuparnos de mamá,
porque se estaba combatiendo en Tomás Moro y ella se encontraba allí. Me dijo luego que se
sentía en cierto modo aliviado de que este momento hubiese llegado,
porque así las cosas quedaban definidas y quedaba liberado de la incómoda
situación que lo había mortificado en los últimos tiempos, en que
mientras era el presidente de un gobierno popular, por otro lado las
Fuerzas Armadas, valiéndose de la llamada Ley de Control de Armas, venían
reprimiendo a los obreros, allanando industrias y vejando a sus
trabajadores. Esto ya me lo había dicho antes. Su presencia de ánimo
era extraordinaria, con gran disposición de combatir. En sus palabras
se reflejaba la serena visión de los acontecimientos y del rumbo que
necesariamente habría de tomar la lucha revolucionaria. Planteó que lo
importante era la conducción política futura. Asegurar una dirección
unitaria de todas las fuerzas revolucionarias; que los trabajadores iban
a necesitar una conducción política unitaria. Que por eso él no
deseaba allí sacrificios estériles e inútiles; que habría que
esforzarse por lograr esa dirección política unitaria que encabezara
la resistencia que comenzaba ese día, y que para ella se necesitaría
una acertada conducción política. Prácticamente esto
mismo les planteó a los ministros y colaboradores, a los cuales reunió
en el Salón Toesca. Les reiteró una vez más su decisión de defender
con su vida la autoridad presidencial. Agradeció la colaboración de
ellos durante esos tres años, ordenando a los hombres que estuvieran
armados a retomar un puesto de combate, y a los que estaban desarmados,
que lo ayudaran, primero a convencer a las mujeres que debían abandonar
La Moneda, y luego hacerlo ellos, porque no quería sacrificios inútiles,
cuando lo importante iba a ser la organización y la dirección de la
clase trabajadora. Allí fue la última vez que vi a uno de sus amigos y
colaboradores más cercanos, el amigo de la revolución cubana, el compañero
periodista Augusto Olivares, quien iba arma en mano a ocupar su posición
de fuego. Las mujeres y otros
compañeros pasamos los últimos ratos cerca del pabellón quirúrgico y
en el único pequeño local subterráneo, donde se almacenaba papel. El
presidente llegó hasta allí con su casco militar verde olivo. Empuñaba
un fusil automático AK que le había regalado el comandante
Fidel con la leyenda: «A mi compañero de armas». Se avecinaba el
bombardeo aéreo. Los aviones pasaban haciendo vuelos rasantes. En forma
enérgica nos ordenó, sin más dilación, que las compañeras deberían
abandonar de inmediato el palacio. Se fue dirigiendo a cada una de
nosotras en forma individual explicándonos el porqué seríamos más útiles
afuera y del compromiso revolucionario a cumplir. Volvió a plantear
que lo importante era la organización, la unidad y la conducción política
de su pueblo. A mi me reprochó que estuviera ahí con este embarazo,
que mi deber era irme junto a los compañeros de la embajada de Cuba. Me
hizo saber que había sufrido como en carne propia las provocaciones y
agresiones de que habla sido víctima la representación diplomática
cubana en los últimos meses. Que creía que ese día iban a ser
provocados, que podría haber combate. Y que por eso debería estar
junto a ellos. Personalmente nos
condujo hacia la puerta de salida por la calle Morandé. Ahí tomó la
decisión de pedir un alto al fuego y un jeep militar para que las compañeras
pudieran salir sin problema. Minutos antes había barajado la
posibilidad de que nos tomaran como rehenes para exigirle una vez más
su rendición. Pero nos dijo que de ser capaces de hacer eso, no lo harían
vacilar; que, al contrario, ésta sería una prueba más ante el pueblo
chileno y el mundo entero hasta dónde llegaba la traición y el
deshonor del fascismo y que esto sería para él un motivo más para
combatir. Así lo dejamos
justo antes de iniciarse el bombardeo aéreo, combatiendo junto a un
pequeño grupo de revolucionarios, donde también quedaba, una compañera
que se ocultó para combatir con ellos. Y ésta es, compañeros, la
imagen que conservo del presidente; ésta es la imagen, queridos
hermanos de Cuba, que quisiera hoy dejar en la mente y en el corazón de
cada uno de ustedes. Imagen que se
levanta con orgullo revolucionario en esta plaza, donde hace sólo unos
meses alzó su voz emocionada para traerles el mensaje solidario y
agradecido de nuestra patria, de nuestros trabajadores, de sus niños,
mujeres y ancianos. En este acto
solidario con Chile quisiera decirles lo que me pidió les trasmitiera a
ustedes. Me lo confió en La Moneda bajo el combate: dile a Fidel que yo
cumpliré con mi deber. Dile que hay que lograr la mejor conducción
politica unitaria para el pueblo de Chile. Señaló que se iniciaba ese
día una larga resistencia y que Cuba y los revolucionarios tendrían
que ayudarnos en ella. Hoy, desde este
territorio libre en América, podemos decirle al compañero presidente:
tu pueblo no claudicará, tu pueblo no plegará la bandera de la
revolución; la lucha a muerte contra el fascismo ha comenzado y
terminará el día en que tengamos el Chile libre, soberano, socialista
por el que combatiste y entregaste tu vida. Compañero presidente, ¡venceremos!» |
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